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"Uribe persiguió y de hecho ilegalizó la Zona de Reserva Campesina del Valle del Río Cimitarra. Santos le devolvió la personería jurídica"
Entrando en materia
Leyendo lo que las Farc están poniendo sobre la mesa y creyendo que lo que proponen va en serio y no se trata de una pauta política electoral, hay que decir que ninguno de los puntos de la agenda agraria choca ni con la Constitución ni con tratados internacionales
Alfredo Molano Bravo / Miércoles 30 de enero de 2013
 

Las Farc hicieron conocer su propuesta sobre la cuestión agraria en la negociación de La Habana. La presentaron como una “posición preliminar” para ser discutida con el gobierno y consultada con el pueblo. No es, pues, en principio, una exigencia inmodificable. Contrasta el tono con otros pronunciamientos y en particular con el Programa Agrario de 1964. En La Habana se muestran más flexibles y, la verdad, más modestas en sus demandas. Ya no se nombra por ninguna parte la “toma del poder”, ni de la oligarquía, ni de la casta militar, ni del imperialismo yankee y estrenan nuevos componentes como lo socio-ambiental y lo territorial.

Es una propuesta política para la modificación democrática de la estructura agraria, que piden sea discutida, eso sí, con “celeridad”. Lo mismo pide el gobierno: “aumentar el ritmo”. Se podría pensar que en esto de cadencias hay convergencia. Pero más adentro, la cosa está biche porque cada parte quiere bailar un ritmo distinto. Mientras las Farc quieren bailar vals, el gobierno quiere bailar joropo. La razón es simple: si bien ambas necesitan la negociación como plataforma política, no apuntan a la salida: las Farc quieren ser un partido político y el gobierno quiere ser reelegido. La guerrilla sabe que a la larga no la tiene ganada, pero el gobierno sabe que si no hay acuerdo, no pasa a la historia. Las Farc sostienen que han tomado muy en cuenta las propuestas que les han llegado al buzón remitidas por la sociedad civil, pero el gobierno rechaza los diálogos regionales y se niega a convocar al Consejo Nacional de Paz. Y, para completar, cierra la puerta al retiro de cuarteles militares y de Policía de centros poblados.

Las Farc son cautelosas en la presentación de su propuesta, parecen moverse en una rastrojera. Desconfían de la Ley de víctimas y piden no prolongar más el despojo de tierras. Saben que el gobierno está atrapado como un mosco en la telaraña jurídica tendida por el latifundio y que se inclina más hacia la formalización de la propiedad que hacia la restitución de tierras. El énfasis de la reforma está en la “democratización territorial”, una expresión que guarda varias sorpresas.

La primera y más notoria: no se trata ya de la confiscación del latifundio para entregar gratuitamente la tierra a los campesinos. Se trata hoy de “erradicar el latifundio improductivo, inadecuadamente explotado u ocioso”. No de repartir haciendas, sino de dar a los campesinos lo que no se explote. Volvemos a la Ley 200 del 36, a la función social de la propiedad, a “la explotación económica del suelo por medio de hechos positivos propios de dueño”, al derecho indiano de “morada y labor”. Más aun, la SAC está, en principio, de acuerdo: hay que liquidar, por peligrosos, el latifundio y el minifundio. Fedegán, en cambio, dice lo mismo que los latifundistas en el 36: los hechos positivos que fundan el derecho de propiedad son muy caros, que el gobierno nos dé con qué hacerlos: “Un solo millón de hectáreas que se convirtiera en palma africana sería la panacea para Colombia, pero implica una inversión de $15 billones”. El negocio no parece imposible en la mesa de La Habana. Pero fuera de ella el conflicto podría continuar: Uribe y Fedegán y sus aliados locales –ya casi de nuevo nacionales– buscarán por todos los medios de lucha impedir el cumplimiento de un eventual acuerdo. La cosa, mirada por debajo, se plantea así: comida, biocombustibles, carne y leche. Bien vistas las cosas, los cuatro renglones están amenazados por los TLC. ¿Se podría llevar la negociación hasta “puerto seguro”, como diría De la Calle, sin discutir el modelo económico?

En la extranjerización de tierras, tema defendido con patas y manos por el gobierno y en el que parecía que las Farc iban a resistir como gato en cortina, salto la Perrilla de Marroquín. La cuestión, en “última instancia”, es pragmática: se discutirán las extensiones posibles de los predios en manos extranjeras. Quizá sea una forma elegante de cerrar la puerta: si los predios no pasan de 50 hectáreas, pues no hay inversión extranjera como tal. Porque aquí sí hay un problema de principio duro. Ejemplo: 200.000 hectáreas en manos de Corea, país con el que tenemos firmado un TLC, se vuelven un potrero de ese país en Colombia donde se produce, digamos, maíz y se transporta, no se exporta, sin ningún obstáculo. Nuestras tierras se convertirían en depósitos de materias primas, sin duda, alimenticias o energéticas, para esos países. Un esquema peor que el de la economía de enclave.

Quizás en este primer punto de la agenda haya más cercanías que distancias. Comenzar con un rompimiento no tiene sentido. Pero hay mucha tela de dónde cortar todavía. Me temo que en noviembre, la sopa estará cruda.

Leyendo lo que las Farc están poniendo sobre la mesa y creyendo que lo que proponen va en serio y no se trata de una pauta política electoral, hay que decir que ninguno de los puntos de la agenda agraria choca ni con la Constitución ni con tratados internacionales.

Más aún, me parece que sus propuestas están muy cerca de las elaboradas por Naciones Unidas en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y en especial en El campesinado. Reconocimiento para construir país. El eje de estas coincidencias es el desarrollo de las reservas campesinas, que, como se sabe, fueron creadas por la Ley 160 de 1994, durante el gobierno de Samper. En su origen se habló de “resguardos campesinos”, o sea de territorios donde se excluyera la concentración de la tierra, e inclusive se sugería, como complemento, una forma colectiva de propiedad. Esta última idea fue suprimida dada la negativa experiencia histórica de esta modalidad de producción en el país. En cambio, el Gobierno incluyó las zonas de desarrollo empresarial. De hecho, ambas figuras implicaban territorios definidos, alinderados y homogéneos. El desarrollo de estos principios habría debido permitir la reglamentación del título XI: “De la organización territorial”. La figura de reservas campesinas recibió un apoyo inmediato del Banco Mundial y de Naciones Unidas, pese a que el generalato consideró que eran repúblicas independientes. Más aún, Uribe la persiguió y de hecho ilegalizó la del río Cimitarra. Santos le devolvió la personería jurídica. A los grandes ganaderos tampoco les gusta la figura porque impide, según ellos, la vigencia de la ley de la oferta y demanda de tierras. La realidad es que la tierra no es cualquier mercancía.

Lo nuevo de la propuesta de las Farc es la idea de que las reservas campesinas sean territorios exclusivos o regiones donde puedan funcionar como entidades político-administrativas, quizá como municipios. O, por lo menos, con una relativa autonomía, similar a la de reservas indígenas o consejos comunitarios negros de Ley 70. Ello implicaría que también se les reconociera el derecho a la consulta y al consentimiento libre previo e informado. La administración Santos afronta hoy notables dificultades en la aplicación del Convenio 169 de la OIT porque las grandes empresas tienden a desconocer los intereses de las comunidades y ponen al Gobierno entre la espada y la pared. Y más del lado de la espada. Una locomotora como la minera, con un maquinista débil —como el ministro de Minas— y custodiada por un tanque de guerra manejado por el señor Pinzón, terminará atropellando a las comunidades y manteniendo viva la guerra. Para impedirlo, el Gobierno debería contemplar en igualdad de condiciones, como es su obligación constitucional, tanto los intereses de las comunidades como los de los empresarios. Lo que es tan obvio como difícil de respetar. De ahí que sea trascendental para una paz estable que se reglamente territorialmente el uso y la tenencia de la tierra.

Hay esperanza en el acuerdo. Tanto el Gobierno como las Farc han declarado que no hay obstáculos insuperables. El verdadero problema está en la conformación progresiva y a veces clandestina de una trinca cada día más soberbia y explícita formada por el uribismo, la gran ganadería latifundista —dueña y señora de 40 millones de hectáreas— y el poder creciente de Los Urabeños —y, sin duda, de las manzanas podridas—. En el plano judicial cada parte es independiente, pero en sentido histórico convergen en el mismo punto de fuga. Ese es el verdadero reto de Santos, de las Farc y del país. El resto es carpintería y literatura.