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La soberanía alimentaria y la voracidad del capital
Asociación Campesina de Antioquia / Sábado 4 de noviembre de 2006
 

En nuestro país es evidente la lucha que a través de la historia han dado las comunidades rurales por permanecer en sus territorios, lucha en la cual ha estado implícita la defensa por la soberanía alimentaría, ya que esta es una de las necesidades fundamentales para cualquier comunidad humana.

A la hora de plantear el tema de soberanía alimentaria, la misma legislación colombiana se ha quedado corta al retomar solo lo que respecta a la seguridad alimentaria, tal como lo podemos constatar en lo expuesto por la Asamblea Nacional Constituyente en 1991: “el grado de garantía que debe tener toda población, de poder disponer y tener acceso oportuno y permanente a los alimentos que cubran sus requerimientos nutricionales, tratando de reducir la dependencia externa y tomando en consideración la conservación y equilibrio del ecosistema para beneficio de las generaciones futuras”. Aquí se reconoce únicamente a los alimentos como algo necesario para el buen desarrollo de la población.

Sin embargo, la anterior definición no esclarece cómo sería la consecución de los alimentos, en manos de quién estarían y cómo sería la calidad de los mismos, así como la propiedad y manejo que se le de a las semillas nativas. Es necesario considerar que al perder los campesinos la propiedad sobre estas y no poder producir, quien las tenga contará además con todo el poder para manejarlas a su antojo. Así lo plantea el propio George Bush: “Es importante para nuestra nación cultivar alimentos, alimentar a nuestra población. ¿Pueden ustedes imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su nación? Sería una nación expuesta a presiones internacionales, una nación vulnerable y por eso cuando hablamos de agricultura, en realidad hablamos de una cuestión de seguridad nacional”.

Más allá de la seguridad alimentaria

La seguridad alimentaria en última instancia depende de una política de soberanía alimentaria; pero, como se plantea desde la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, ambos términos tienen a confundirse. No se puede considerar que el solo hecho de ver los alimentos ofrecidos en las grandes cadenas de supermercados, de propiedad de las grandes multinacionales, es tenerlos ya garantizados para toda la población. En la declaración de la Asamblea no se aclara cómo se conseguirían esos alimentos; y esto es sobre todo importante en momentos cuando el poder adquisitivo de la población cada día es más bajo y constantemente se imponen más impuestos a los productos de primera necesidad. Aquí entendemos la soberanía alimentaria como un derecho de los pueblos, comunidades y países a definir sus propias políticas agropecuarias y alimentarias de manera acorde con sus contextos ecológicos, sociales y culturales. Esto, desde luego, implica el derecho a la alimentación y a la disposición de alimentos, pero va más allá y se planta en el escenario democrático, donde las comunidades y los pueblos deciden y construyen colectivamente las posibilidades de mantenerse y proyectarse a sí mismos en armonía con sus propios proyectos de vida.

Por eso al hablar de soberanía alimentaria estamos yendo más allá de una simple propuesta de seguridad alimentaria. Y es que con la consolidación del modelo de desarrollo que se viene implementando en Colombia, el hambre se convierte en una estrategia para garantizar luego el consumo de los productos extranjeros que se quieren imponer a toda costa. Es posible que, gracias a la realidad de hambre que esta política desata sobre los colombianos, en algún momento podremos llegar a conformarnos con la idea de que es suficiente tener garantizada la seguridad alimentaria.

Pero, ¿seguridad para quién? ¿Para qué? ¿Seguridad en medio de la pérdida de nuestra soberanía? ¿Seguridad sin poder decidir qué hacemos y qué producimos? Seguridad para perpetuar un sistema y controlar las comunidades. Para poder garantizar la consolidación de este modelo de desarrollo el estado colombiano continúa implementado planes estratégicos que van en deterioro de las comunidades, como el Plan Colombia y el Plan Patriota, con los cuales se han incrementado, por ejemplo, las fumigaciones para erradicar los cultivos ilícitos y para avanzar, según el estado colombiano, “cada día más en la ocupación lícita y pacífica del territorio colombiano, como condición necesaria para la derrota final del terrorismo”. Pero lo que no se tiene en cuenta es que el estado no está implementando planes de contingencia que garanticen la sustitución de cultivos de los campesinos y sobre todo no garantiza que los cultivos que están sembrados de pancoger no se vean afectados. Igualmente, con esta estrategia se están esterilizando las tierras fértiles para la producción agrícola, donde la siembra de productos como el maíz, el trigo, la papa, entre otros, van desapareciendo, para que estos tengan necesariamente que ser importados.

Así pues, cada vez nos especializamos en consumir las sobras de las grandes potencias. Además de estar recibiendo productos tratados genéticamente, los denominados productos transgénicos. Los transgénicos, producto de la biotecnología, son organismos modificados genéticamente, es decir, son el resultado de un proceso tecnológico en el que a un organismo originario se le injertan genes de otras especies para generar en él propiedades ajenas a su estructura natural, tales como la resistencia al frío, a ciertas plagas, etc. También se le introducen nuevas propiedades como provitaminas o se dotan de vacunas contra las enfermedades que podrían atacarlos, haciéndolos más resistentes.

En apariencia, son muchas las ventajas que podría aportar la biotecnología para la producción de alimentos en grandes cantidades y con propiedades que redundarían en su calidad. Pero también se han denunciado posibles consecuencias de inmensas repercusiones en la salud humana, que sin embargo, no han sido suficientemente atendidas ni por los gobiernos, ni por las multinacionales ni por la comunidad científica, la mayoría de las veces al servicio de estas mismas multinacionales.

Al contrario, sobre todo en los países subdesarrollados, este tipo de producción ha sido bien impulsada por los gobiernos. Como ejemplo podemos citar al ministro de Agricultura en Colombia que afirmaba en una entrevista concedida al periódico El Espectador lo siguiente: “Colombia debe de meterse en este proceso. Se deben quitar los mitos con respecto a los organismos genéticamente modificables. No existe evidencia científica que demuestre que los transgénicos generen problemas de salud en los humanos”.

Es cierto que no existen estas evidencias; pero también es cierto que las investigaciones científicas que podrían dar luces en este sentido tampoco se han desarrollado al mismo ritmo en que se desarrolla la producción y el mercado de estos productos modificados genéticamente, e incluso han sido torpedeadas en distintas ocasiones por las multinacionales de los transgénicos, haciendo uso de su poder desmesurado. Y eso crea ya un interrogante ético para el modelo, pues pareciera más urgente e importante abrirle posibilidades de mercado y rentabilidad a las transnacionales de los transgénicos que asegurar el bienestar y la salud de la gente.

Aparte de esquivar el interrogante ético acerca de la responsabilidad sobre la salud de la gente con la introducción a ciegas de los productos transgénicos, lo que no se tiene en cuenta es que las presiones que están ejerciendo los países capitalistas desarrollados y sus multinacionales para que se acepte la introducción de estos "nuevos productos" redundará en un aumento de la dependencia alimentaria y sobre todo de los productos transgénicos producidos por las mismas multinacionales agroquímicas. Estas, después de haber empujado al fracaso a la agricultura mundial, ahora argumentan que sus transgénicos "salvarán del hambre a la humanidad".

Para comprender la dimensión de la dependencia a la que nos empujan solo basta mirar que la empresa multinacional Monsanto tiene el 80% del mercado de las plantas transgénicas, seguida por Aventis con el 7%, Syngenta (antes Novartis) con el 5%, BASF con el 5% y DuPont con el 3%. Estas empresas también producen el 60% de los plaguicidas y el 23% de las semillas comerciales.

Las evidencias de la dependencia alimentaria

Partiendo de todo lo anterior se pueden plantear a través de los siguientes datos los altos niveles de dependencia que hoy tenemos y la capacidad productiva que el país ha venido perdiendo. Este proceso podemos decir que se inició con el aumento de las importaciones que se ha sostenido desde la implementación de la apertura económica, que, al parecer, tenía como propósito reducir las posibilidades de producción y aumentar las importaciones de productos agrarios. Esta política, a pesar de los resultados evidentes y desastrosos, se consolida hoy con la entrada en vigencia del Tratado de Libre Comercio (TLC).

Las importaciones de alimentos pasaron de 800 mil toneladas en 1991 a siete millones de toneladas en 1998, lo que refleja un incremento anual superior al 21%. Ello significó para el país una pérdida aproximada de 10 mil millones de dólares; en este mismo periodo se dejaron de cultivar un millón de hectáreas.

Entre 1990 y 1998 las compras externas de maíz, cebada, trigo y soya sumaron 17’879.000 toneladas y las de todos los productos agrícolas en el mismo periodo más de 26 millones de toneladas. Al mismo tiempo se observa entre 1990 y 2000 que la producción de trigo por habitante se redujo en 69%, la de arroz en 13%, la de cebada en 87%, la de maíz en 13% y la de papa en 12%. Esto muestra cómo se ha ido perdiendo paulatinamente la soberanía alimentaria de la población desde la apertura económica; lo peor es que lo poco que se produce en la actualidad terminará de perderse al entrar en vigencia el TLC, dado que este se plantea sencillamente como una profundización de las políticas de apertura económica iniciadas por el gobierno de César Gaviria hace 15 años. Los resultados han sido contundentes: para 1991 las importaciones agropecuarias llegaban a 377 millones de dólares y para el 2001 alcanzaron la cifra de 1.635 millones de dólares, lo que equivale a un incremento del 334%.

Al mismo tiempo, los cultivos que se dedican a la exportación como el banano y la palma aceitera han ido aumentando sus áreas de siembra.

Por ejemplo, la palma de aceite pasó de utilizar en 1990 88.688 hectáreas a 169.566 en el 2005, y el área de siembra de banano de exportación pasó de 30.350 hectáreas en 1990 a 43.380 hectáreas en el 2005.

La dinámica del desarrollo productivo en el campo desde 1990 hacia acá ha sido claro: la superficie agrícola del país se redujo al tiempo que cambió el uso de la tierra. Los cereales y las oleaginosas de ciclo corto fueron los cultivos que más redujeron el área, los cereales pasaron de 1’742.000 a 1’099.200 hectáreas entre 1990-1997, lo que representa una disminución de 37% en siete años. En arroz se dejaron de cultivar más de 131 mil hectáreas, en maíz 263 mil hectáreas y entre sorgo, cebada y trigo otras 248 mil hectáreas.

Como se ve, las políticas neoliberales implementadas por el estado colombiano desde 1990 no solo no garantiza la soberanía alimentaria del país sino que han marchado en contravía con los planteamientos postulados al respecto en la Asamblea Nacional Constituyente, que, aunque no avanzaba definitivamente hacia la soberanía alimentaria, sí estipulaba la necesidad de reducir la dependencia externa en materia de producción de alimentos. El modelo neoliberal, por el contrario, ha agudizado esta dependencia y amenaza con llevarla al extremo.

El sentido de la confrontación y el reto de las comunidades

No podemos olvidar que todo este panorama desolador es resultado de unas políticas planteadas e impuestas por los Estados Unidos no solo a Colombia sino a toda Suramérica desde la época posterior a la segunda guerra mundial. En la concepción de los gobiernos norteamericanos, estos países tienen la misión de garantizar el modus vivendi de los estadounidenses y sobre todo de sus capitalistas, apropiándose ellos de toda forma de vida y subsistencia de las comunidades latinas. Para garantizarlo ha negociado con o impuesto a los gobiernos latinoamericanos una serie de estrategias que van desde la adopción de constituciones neoliberales, políticas de estabilización económica, aperturas comerciales y financieras, pasando por la apertura económica de Gaviria hasta llegar al TLC, que se plantea como punto de afianzamiento del flujo constante de la riqueza de nuestros países hacia el Norte.

Son muchas las consecuencias que traerá para el país la firma del TLC, especialmente para las comunidades rurales, quienes continuarán en un detrimento acelerado, en lo que respecta a la posibilidad de producir, consumir, comercializar y garantizar su permanencia en los territorios.

Hoy los intereses para poder garantizar la sostenibilidad de este sistema se concentran, básicamente en la apropiación de los recursos naturales como el agua, el petróleo y la biodiversidad, lo que se traduce en una lucha constante por el territorio.

Esto en últimas plantea la confrontación entre un modelo de desarrollo propuesto por los Estados Unidos y por las multinacionales para el continente a fin de apropiarse de sus riqueza de forma expedita y el modelo de desarrollo que vienen construyendo las comunidades agrarias para garantizar un mínimo de soberanía alimentaria y aprovechamiento sustentable de los recursos económicos en medio de las profundas dificultades.

Frente a lo avasallante que parecen estas estrategias y al compromiso casi ciego de nuestra clase política con ellas, quedan retos claros de confrontación por parte del campesinado y en general de todas las organizaciones populares en el país, pues el problema de soberanía alimentaria no puede reducirse a un problema campesino, ya que se pone en vilo la capacidad de subsistencia de todos los pobres. Las estrategias de confrontación para ser eficaces tendrían que avanzar hacia terrenos propositivos que permitan construir nuevas realidades aún en medio de climas políticos tan desfavorables como el que enfrentamos. Entre esas nuevas construcciones deben sobresalir:

- Fortalecer propuestas productivas alternativas con enfoque agroecológico, basadas en el manejo de la biodiversidad, de tal forma que permita al pequeño productor fortalecer su soberanía alimentaría y adicionalmente generar excedentes que apoyen la economía local.

- Fortalecer el proceso de recuperación, conservación y defensa de semillas nativas.

- Fortalecer la organización campesina y sus vínculos con las demás organizaciones populares como una estrategia para fortalecer la soberanía alimentaria.

- Fortalecer el tejido social y comunitario que lleve a la movilización de los sectores campesinos, negros e indígenas en contra de las multinacionales y los alimentos transgénicos.

- Mercados campesinos y centros de acopio.

- Construcción de redes de intercambio: de productos, de semillas, de saberes.

- Y tal vez el reto más inmediato y de mayor alcance consiste en dinamizar las luchas por la recuperación de la tierra por parte de los productores directos, indígenas, negros y campesinos, de tal manera que esta sea puesta efectivamente en función de los proyectos de vida de estas comunidades y pueda sustraerse a la dinámica internacional impuesta por el mercado y su división internacional del trabajo.