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La maldición de nacer campesino
Hemos cerrado los ojos demasiado tiempo. Nuestro silencio ha permitido pelechar un estancamiento en la realidad del campesinado
María A. García de la Torre / Miércoles 11 de septiembre de 2013
 

Todavía chillaban los grillos cuando abría la puerta de casa a las cuatro de la mañana. La puerta estaba corroída por la humedad y sólo un alambre torcido servía de cerrojo. La carretera despavimentada empezaba a vislumbrarse con las primeras luces del alba. Ferney caminó durante tres horas, como era costumbre, y llegó al pueblo a tiempo para la primera clase en la escuela. Llevaba en una maleta de tela dos huevos duros, un cuaderno de ferrocarril y un lápiz al que le quedaban tres centímetros de vida.

Todos los días iba y venía, de su casa a la escuela. Vivía en Potrerogrande, una vereda cercana a Choachí. Su hermano menor había muerto por una enfermedad jamás diagnosticada, a falta de dinero para costear un traslado al centro de salud del pueblo. Su abuela, doña Rosita, delgada y pequeña, con una trenza que amarraba a la altura de la nuca y el pelo negro azabache, pidió limosna durante días para comprarle un ataúd al niño. Comían guatila, sopa de fideos, aguadepanela. Y malvivían de unos cultivos de cebolla.

Los sábados iban todos a la plaza del pueblo, la madre, con un sombrero marrón, hosco, una falda fucsia de tela gruesa y su ruana de lana. Atrapados en un tiempo miserable, donde sólo existía el suelo de tierra, el agua helada al amanecer y el hambre, siempre presente.

Así viven muchos en Colombia, la gente del campo ignorada por los citadinos. Cientos de miles, doblegados, atemorizados. En la miseria. El paro que los apoyó pareciera unir por un momento esos dos mundos fracturados: el del campo y el de la ciudad. Hemos cerrado los ojos demasiado tiempo, no se sabe si por cobardía, por desconocimiento o por desdén. Pero nuestro silencio ha permitido pelechar un estancamiento en la realidad del campesinado: están atrapados en el siglo XIX. Los colonos siguen ampliando sus latifundios y arrinconando a los miserables.

Y los campesinos, esos hombres y mujeres, esos ancianos y niños, sin posibilidad de ser escuchados hoy se levantan contra el mayor oprobio: la criminalización de su labor, la imposición de un tipo de cultivo foráneo. Su supervivencia estoica ha tocado fondo. Es mucho lo que han aguantado y mucho más lo que falta. Tal vez Ferney no pueda volver a la escuela y empezará a arar la tierra con su padre en un intento por mantenerse a flote, por no caer de la miseria a la indigencia.

El apoyo de los citadinos -prolongado e incondicional- es el oxígeno que permite perpetuar un grito ahogado durante décadas. La única forma de recuperar su dignidad y de vislumbrar un horizonte de bienestar lejos de su miseria medieval.

Y no es sólo la crisis innegable del sector agrícola, abandonado a su suerte, sin apoyo alguno del Gobierno, es también la situación insostenible del campesinado, inmerso en una guerra civil que se perpetúa en el tiempo como una maldición.

Santos debe recordar que gobierna para ese pueblo que lo eligió y es a ese pueblo al que debe proteger e instar al desarrollo. No al pueblo estadounidense, a través de un TLC leonino, sino al pueblo colombiano.

Firmar la paz con las Farc es el primer paso. Y reversar el TLC, el segundo. Es su oportunidad de oro para entrar a la Historia como el gran pacificador y no como un perpetuador más de una guerra fratricida olvidada para el mundo.

@caidadelatorre

* Tomado de El Tiempo