Agencia Prensa Rural
Mapa del sitio
Suscríbete a servicioprensarural

Oro
Cuando se habla de oro, y de minas, se piensa en un hueco largo, con vigas de madera y chorritos de agua que se deslizan por las paredes del túnel
Alfredo Molano Bravo / Domingo 16 de febrero de 2014
 

Cuando se habla de Santa Bárbara de Iscuandé, quizás se piensa en la costa del Pacífico. Si se agrega que hubo una docena de muertos en ese lugar, muchos pensarán que no cuadra la cosa. ¿Muertos en una mina de oro en Iscuandé? ¿Acaso hay socavones en los manglares? Pues no. Socavones no, pero minas de oro, sí.

Sí, porque el oro que se está sacando por toneladas en el litoral Pacífico se saca usando retroexcavadoras, buldóceres, dragas, mercurio y muertos. En Iscuandé puede haber 300 o 400 retroexcavadoras. Cada una obtiene, en promedio, una libra semanal; remueven miles de toneladas de tierra y dejan huecos en los que no se recuperará la vegetación ni sembrando yarumos, un árbol que se da en todas partes. Es tierra envenenada que ha pasado por las uñas de las retroexcavadoras, por los canelones llenos de mercurio y por las manos de los negros que la vuelven a lavar con una batea de madera para sacar, si la suerte les ayuda, un adarme de oro, o sea lo que pesa un grano de maíz blanco y criollo.

Las retroexcavadoras entran sin licencia y pasan frente a las autoridades —legítimas e ilegítimas—, que cobran por dejarlas entrar a trabajar y luego cobran por dejar sacar el oro. Las retros hacen huecos que pueden tener 50 metros de diámetro. Remueven horizontal y verticalmente lo que llaman, con asepsia encubridora, “material”. En realidad es la delgada capa vegetal —donde antes había selva— más piedras, arenas y gredas. Todo. Los negros van detrás de las retros, o mejor, a su lado, y en cada tronera que abren las máquinas se meten 100 o 200 barequeros. Las retros escarban y ahondan y las paredes de ese “material” se derrumban sobre la gente que está trabajando. En general son miembros de la misma comunidad con la que el patrón de la retroexcavadora ha hecho un trato. A veces les pagan con plata, a veces con una moto, con un par de celulares, con un revólver. Todo depende del cateo que el patrón haya hecho para saber cuánto oro puede dar la veta, o el sitio.

La costa del Pacífico está toda cateada por las compañías de empresarios mineros y por las grandes empresas auríferas colombianas, canadienses, surafricanas. El único que no sabe cuánto oro hay, ni donde está, es el Estado. Y no quiere saberlo, porque los gobiernos locales ganan por un lado o por el otro con esa explotación y dejan que el gobierno central conserve su calculada inocencia.

Circula en los medios de comunicación la noticia de muertos, heridos y sepultados en una mina de oro. Las autoridades competentes, para llamarlas como las llaman, y que son todo lo contrario, no saben cuántos muertos son porque la Armada Nacional dice que es muy difícil llegar allá, a esos manglares que están bajo su responsabilidad militar, y por donde se saca madera, oro, coca, cocaína, y entran armas, insumos.

A los muertos —que pueden ser muchos— los sacarán en “helicópteros medicados”, como dice la información que circula. Los sacarán y la gente los llorará con sus gritos eternos y después de nueve noches volverán con sus bateas a seguir sacando lo que dejan las retros y lo que el Estado —de cosas— permite.