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Éste no es solo un NN, es una derrota pública
Diana Duque Muñoz / Domingo 2 de marzo de 2014
 

Cuando se tiene la necesidad de hablar de los muertos propios, el típico terror de la página en blanco, que tienen todos los escritores, me llega acompañado de un mundo de recuerdos de la infancia, las historias de seis familiares por el lado paterno que han muerto violentamente incluyendo a mi papá. Estos sentimientos se unen a la sensación de vacío y absurdo que nos deja mirar la foto que mi tío guarda en la billetera: en ella, la carita infantil de Edier nos mira impávida, señalando lo único que nos queda de él y la única evidencia de su rostro ahora inexistente, que nos señala con contundencia que éste no es un mal sueño.

Hoy cumple cinco días en una nevera de Medicina Legal, a donde llegó el lunes luego de que sus años de indigencia terminaran bajo las llantas de un carro de la basura. Se había ido de la casa hace algunos años, preso de uno de nuestros problemas más graves de seguridad y salud pública: era un adicto a los narcóticos.

En cuanto sucedió el accidente a las 7:30 de la mañana del lunes 24 de febrero, la noticia corrió desde el Barrio Antioquia hasta Belén Rincón -donde vive nuestra familia-, pues a pesar de estar en la calle, la mamá y el papá le llevaban todos los días los alimentos y los vecinos lo conocían y nos llamaron. Fueron entonces a reclamarlo, a abrazarle la última tibieza y traerlo para despedirlo, pero en Medicina Legal se encontraron con la increíble noticia de que no podían ver a su hijo, que no les pertenecía: había entrado como NN y yacía desfigurado en el laberinto de procedimientos, papeles, instituciones, “vueltas” y leyes.

No había sacado cédula, pero sí tarjeta de identidad cuya huella nos dimos cuenta que no reposa en la Registraduría, ni el colegio del que desertó. Mi tío entonces, identificó por algunas fotos que le permitieron ver y reconoció los zapatos, la ropa y una cicatriz en la pierna, pero ninguna de estas sirvió para recuperarlo. La solución que nos dictaron fue esperar el resultado de la prueba de ADN que, según nos explicaron, recibiríamos, si teníamos suerte, en mínimo un mes y en máximo seis.

El tiempo se ha ido yendo para atrás desde entonces, ha estado lento y espeso y se ha instalado en nuestro cuerpo como una heridita helada de ubicación incierta, un recuerdo constante, una pregunta a los absurdos. Mientras que esperamos a que el examen de ADN nos confirme lo que ya sabemos: que ese muerto es nuestro, que esa sangre es nuestra, que no es sólo un cuerpo sino un ser humano con una historia, un hermano, un tío, un nieto, un hijo y mi primo hermano. Desde entonces no hay otro tema en la familia. Por las noches, luego de contarnos qué hemos hecho hoy y qué puertas hemos tocado reclamándolo, recordamos como en lamento las veces que de tantas formas se le rogó que regresara a la casa, que estudiara, dejara las drogas, que trabajara como todos nosotros. Porque aquí nadie es rico, ni poderoso. Ésta es una familia de clase media baja y baja, que trabaja y se esfuerza por ser educada y respetable, que compite con talento, con capacidades y cree que puede lograrlo todo si se esfuerza.

En medio de suspiros, de esos que uno lanza como con angustia, cierto enojo y esa sensación acosadora de la impotencia, mi mamá recuerda que una vez un hombre le pidió una moneda, pero en cuanto la miró salió corriendo y ella detrás de él:

“¡Vení culicagado! –le dijo tomándolo de la mano mientras él trataba de escabullirse-

- ¡Tía no me mire, no me mire que no quiero que me vea así!.

- ¿Vos qué haces por aquí?, ¿por qué estas así? ¿Acaso no tenes familia? ¿No tenes casa? ¿No sabes que nos dolés? Vamos para mi casa, por lo menos hablemos, vení acompañame a la casa y hablamos.

- No tía, yo me quiero quedar aquí, váyase tranquila.

- Vení te invito a comer algo, vamos a la casa y hablamos –dice acentuando un tono de cariño, como a un hijo, casi una súplica-…

En un parpadeo –cuenta- salió corriendo entre los carros y a lo lejos alzó la mano en señal de despedida:

- Tía, váyase tranquila que yo me quedo, yo estoy bien, váyase tranquila que yo no me quiero ir”

Y esa fue la última vez que lo vio.

Hacer el viacrucis diario visitando funcionarios, llamando a personas y tocando puertas nos ha señalado una derrota familiar. Nos acusa lo que él pudo ser y no fue. Nos hace preguntar por qué nos pasó esto, qué otras cosas quizás pudimos hacer para evitarlo. Pero yo miro a mi familia llorar y pienso que ésta no es solo una derrota privada, que mi primo no es un caso aislado: ésta es una derrota pública. Este no es uno más –como ninguno- este no es solo un cuerpo, no es solo un frío NN.

Escucho a los funcionarios decir en forma conciliadora que no lo podemos ver y no lo pueden entregar, y a parte de respetar su trabajo, me pregunto por qué tenemos que esperar un mes sien este país cuando han querido hacer pruebas de estas las han hecho en un día, como me confirmó una forense y como lo han confirmado varios casos de gente importante en el país.

Me acosa al escucharlos un absurdo: el viacrucis de estos días nos ha señalado un profundo abandono, este niño quizás hubiera sido otro si hubiera tenido salud, educación, seguridad –lo mismo pienso de mi papá-. Quizás no estaría cumpliendo cuatro días en una nevera -o quién sabe dónde lo guardaron-, si hubiera tenido apoyo psicológico, atención en salud física y mental para la prevención de su adicción, si hubiera sido incluido en el sistema de salud y lo hubieran tratado a tiempo, si se hubiera solucionado el problema del tráfico de drogas. Éste era un hombre joven, inteligente, con toda la capacidad de haber tenido otra historia, con toda una vida por delante. Éste es ahora el ícono de nuestra derrota pública y política.

El Estado no lo reclamó entonces, no se ocupó de él entonces. Un carro de la basura –como ironía simbólica- perteneciente al Estado, le terminó la vida. Y ahora después de muerto sí le importa, ahora sí lo reclama, ahora sí le pertenece.

Por eso lo único que pedimos ya que nada más se puede hacer, es que con todo respeto, señor Estado, nos devuelva por favor a nuestro familiar, ya usted mismo lo desatendió y en sus manos se murió. Ahora por lo menos déjenos despedirlo, llorarlo, darle sepultura.

¡Déjenos llorar en paz a nuestro muerto!