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El tratado y el acuerdo
El tema de los cultivos ilícitos, hoy en la mesa de negociación de La Habana, parecía el menos complicado porque el acuerdo sobre tierras y participación política lo facilitaría.
Alfredo Molano Bravo / Domingo 16 de marzo de 2014
 

Es cierto que las zonas de reserva campesina (ZRC) fueron palabreadas, pero el nombramiento del nuevo ministro cañero en la cartera de Agricultura oscureció el panorama y ahora, con la fuerza que recompuso en las elecciones el Partido Conservador y la agresividad con que vuelve el uribismo, la cuestión se puede enredar más. La guerrilla está dispuesta a contribuir a la sustitución y a la erradicación de cultivos ilícitos. Conoce al dedillo las zonas donde los plantan y a los campesinos que trabajan la coca y la marihuana. La amapola está casi extinguida en el país porque la cultivan y procesan los señores de la guerra en Afganistán, muchos aliados a EE.UU. Es obvio que la sustitución de la coca implica mucho dinero y mucha tierra. Si el Gobierno se decidiera a invertir en sustitución lo que gasta en la guerra contra la droga, hasta sobraría plata, y si optara por aplicar en serio la Ley que autoriza las ZRC, se acariciaría con la punta de los dedos la paz.

Aquí aparecen los primeros obstáculos: Estados Unidos no está dispuesto a ceder en la lucha violenta contra la producción de coca, pero se muestra flexible con los consumidores: en los estados de Colorado y Washington se vende maracachafa en coffee shops. Nueva York va para allá. Y hasta en Naciones Unidas el tema se abre paso. Mientras tanto, en Colombia no aflojan. Así se lo hizo saber Obama a Santos con los 22 millones de dólares que le dieron al ministro de Defensa como quien da una propina.

El tema espinoso y explosivo es, pese a todo, el de la extradición. La cosa es simple. Para Estados Unidos la extradición es pieza maestra de su relación con Colombia al ser el principio en que se basa su control político sobre nuestro sistema judicial. Para una cosa o para la otra. Les sirvió para llevarse y proteger a los paramilitares que habían cometido crímenes de lesa humanidad bajo el cargo de narcotráfico. Ahora les sirve para imponer sus intereses en la negociación de La Habana y, como van las cosas, para atravesarse en ella. El presidente no está dispuesto a pagar el costo político poniendo en cuestión la extradición. Santos podría llegar a prometerles a las Farc no firmarla a quien cobije el acuerdo, pero un Zuluaga o un Peñalosa podría hacerlo porque esa rúbrica diabólica es potestad del jefe del Estado.

El procurador declaró que considerar político el delito de narcotráfico es ponerle conejo a la extradición. (¡Claro, de eso se trata! ¡Bravo, monseñor! En el fondo, vuestra excelencia tiene razón). El vicepresidente Angelino le reviró diciéndole que por encima de todo —incluidos los tratados internacionales— está la paz y —debía haber agregado— la soberanía del país. La pelea está casada. No tarda Uribe en brincar y las Farc en poner como condición de un acuerdo que los delitos de narcotráfico –que en realidad en el caso de ellos no son de exportación de cocaína, aunque también ahí hay manzanas podridas– deben ser conexos con los de rebelión política. Más aún, producir un par de kilos de base de cocaína —que es lo que hacen algunos campesinos— no puede ser considerado delito de lesa humanidad, como sí lo es un falso positivo. Tampoco es considerado como tal el gramaje o impuesto a los cultivos que cobran las Farc.

Al Congreso elegido el domingo el tema llegará de todas maneras. Ya el procurador abrió fuego como vanguardia del uribismo y del conservatismo recalcitrante. El Partido Liberal insistirá en la despenalización de la drogas de uso ilícito como manera de no ponerse ni de un lado ni del otro en materia de extradición. La izquierda quizá tenga el valor de dar la pelea, inspirada en el ejemplo de Pepe Mujica en Uruguay.