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Primer debate
Los debates públicos no sólo interesan a la gente que goza —como en una partida de esgrima— con las heridas que se hacen los rivales, sino a la opinión pública que toma en serio la política
Alfredo Molano Bravo / Domingo 25 de mayo de 2014
 

En el del jueves la discusión central volvió a ser la paz. Todos los candidatos están de acuerdo en ella; a nadie, en principio, le gusta la sangre, aunque unos pocos negocien con la pólvora. Más curioso, todos coinciden en que la negociación es la forma de acabar con la guerra. Pero hasta ahí son fiestas.

Para Uribe y Zuluaga la negociación debe ser sobre los términos de la rendición. Paz sí, una vez las guerrillas se rindan; negociación sí, cuando entreguen las armas. Marta Lucía defiende, de una manera más alambicada, la misma tesis: poner sobre la mesa los planos del polvorín. Peñalosa está dispuesto a continuar la negociación con el mismo equipo, pero considera que la paz es resultado de la educación y de la salud. Clarita le pondría fecha para firmar los acuerdos y les daría orden a los militares de cesar el fuego… Santos seguirá con su método de “todas las formas de lucha”. En la discusión no hubo nada nuevo, salvo la respuesta que el presidente le dio a Rodrigo Pardo al preguntarle si aceptaría a Simón Trinidad como negociador: “Si lo llaman y eso nos permite firmar la paz… Sí”. En este trecho del debate quedaron volando dos interrogantes: ¿quién debería llamarlo —la mesa de La Habana, la Corte Suprema, el ministro de Justicia— y a cambio de qué? En el debate del viernes Santos no lo aclaró, y Peñalosa y Zuluaga dirán que se trata de un guiño electoral como dicen que fue la firma del tercer punto sobre cultivos ilícitos.

Ninguno de estos dos conoce con quién trata si llegara a ganar las elecciones. Ciertamente las guerrillas quieren llegar a la plaza pública, pero su preocupación principal hoy no son los votos ni las alianzas electorales.

El tercer punto de la negociación es la conclusión de los dos anteriores —tierra y participación política—, aplicados al asunto de la coca. En el fondo existe por parte de los alzados en armas una tácita voluntad de dejar la guerra porque los impuestos que cobran a cultivadores y a comerciantes de base de coca son una de las fuentes para financiar sus fuerzas. ¿Cómo pactar la sustitución de cultivos ilícitos sin dejar los fierros? Pero esta perspectiva plantea un gran peligro: la ocupación paramilitar de esas zonas en el futuro. Vuelve a ser válido el hecho de que si el Gobierno no emprende una lucha frontal contra la reorganización paramilitar, los acuerdos quedarán en entredicho. La voluntad de paz del Gobierno pasa por esta prueba.

El acuerdo entre Gobierno y guerrilla ha sido esquivo, avaro, en validar las zonas de reserva campesina, no obstante la figura legal esté implícita en el fortalecimiento de la economía de la pequeña propiedad rural. El problema en el fondo remite a la necesidad de garantizar la organización de las comunidades no sólo para sacar adelante la sustitución de cultivos, sino impedir la sustitución de unas armas por otras.

¿Caben dudas sobre a quién se refirió Santos cuando dijo haber traicionado el amiguismo con los paramilitares y el peligro para la paz que significaría un triunfo de Uribe y sus huestes? La guerra sucia del hacker de Zuluaga no es más que la prolongación de la guerra sucia que hicieron los amigos del paramilitarismo durante los ocho negros y sangrientos años del uribato.

Mi gran duda es que si Santos no ha sido capaz de poner en cintura el abuso de Claro, ¿cómo podrá hacerlo con las manzanas podridas que ahora le dio por buscar al ministro Pinzón en los computadores del hacker del Centro Democrático?