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Afroandinos
Gustavo A. Zapata R. / Miércoles 4 de junio de 2014
 

“Negro soy desde hace muchos siglos.

Poeta de mi raza, heredé su dolor.

Y la emoción que digo ha de ser pura

En el bronco son del grito

Y el monorrítmico tambor”

Jorge Artel.

A don Zoylo Gamboa le brillaba su cara negra bajo el sombrero mientras pasaba de una paila a otra el jugo de la caña. La acequia descargaba su música de agua sobre la pelton y los niños hacíamos fila para recibir sobre una hoja de bijao la bolita de panela caliente. Estábamos “melando” en la molienda de don Adán Ospina. Don Zoylo nos miraba con cariño cuando nos lanzábamos sobre la parihuela para arrancar las tiritas de “conejo” de sus bordes. “Parecen avispas dulceras”, nos decía.

“Vino de Tutunendo, por los años cincuenta, a catear oro en Santa Rita, pero se hizo mayordomo de Adán, mi abuelo, y se casó con Chava, mi madre”. A Wilson Gamboa Ospina le alcanza su generosidad para suspender el trabajo y pedir el tinto en “La Minerva” con el que agasaja a los amigos que se sientan a saludarlo o a conversar sobre asuntos ambientales, en los que se ha vuelto un experto. En el Chocó están sus raíces, su África recóndita, pero no ha ido. “Me moriría de la tristeza mirando esa región parada en oro, y tan pobre”.

Don Zoylo Gamboa fue el primer negro que conocí en Andes, al suroeste de Antioquia.

Luego llegó Huberio, un niño de diez años que venía huyendo del arrasador incendio de Quibdó en 1966. “Como caído del cielo – escribió el poeta Jorge Artel – con su sonrisa blanca conquistó a la ciudad, donde no hay casa que no se abra para albergar su alegre inocencia”. Oscar Alonso Villegas Giraldo* anduvo por aquí antes de ver a su viejo Peñol cubierto por una represa y escribió sobre el niño una bella crónica: “Andes, un pueblo que tiene su ángel negro”. Al escritor le contó: “Me quieren mucho porque soy negro. Yo sé cantar, bailar y reír porque aquí no me han enseñado a llorar”. Huberio creció y se hizo hombre en Andes donde estudió su bachillerato y jugó en su selección de fútbol. Luego marchó a Urabá para hacerse empresario de rifas. El cuentista andino Javier Gil Gallego lo hizo protagonista de un relato picaresco: “Golpe de suerte”. Con su alegría y su genial manera de moverse en el mundo Huberio también entró por la literatura, así, tranquilamente, como entraba de niño por las casas de Andes.

Alguien dijo que uno es de donde nacen sus hijos. Morelo Bello José Gabriel, sargento retirado del ejército y miembro activo de Afroan sostiene que “los andinos nacemos donde nos da la bendita gana”. Ha decidido vivir sus últimos años, “si Dios me lo permite”, en Andes, donde se casó con andina y ha visto crecer a su hija andina y donde los ángeles le han sonreído, pues ganó hace seis años los ochenta millones de una rifa. No ha tenido igual suerte en política, ha sido dos veces candidato al Concejo y en la última se “peló” por seis votos. “¿Hubiera sido entonces el primer negro que…? Morelo corta mi pregunta y me corrige: “Negro no, de color”, y me encima esta advertencia: “la discriminación racial en Colombia está dando cuatro años de cárcel”. Me intimido un poco, pero reparo luego en su cara y me tranquilizo. No es negro, es un mulato de Lorica, Córdoba con ancestros en Sautatá, un paraíso chocoano en el bajo Atrato.

A don Gabriel, generaciones de mestizajes le han bajado sus niveles de melanina. Adora a Afroan (Afrodescendientes Residentes en Andes), asociación a la que aporta su liderazgo, en la que tiene a muy buenos amigos y en la que ha aprendido a mirar el mundo de manera franca y abierta. Y no es para menos. A ellos, los andinos les hemos aprendido eso y otros muchos asuntos que el profesor quibdoceño Wilson Blandón resume en “alegría, orgullo y lucha permanente por mantener la identidad, la memoria y la tradición”. Pero para esto era necesario estar unidos, de otro modo era imposible mostrar al pueblo que los ha acogido lo más relevante de la herencia chocoana. Wilson, el bisnieto de Facunda Chaverra Gamboa que a los ciento diez años tejía sus colchas de retazos, es folclorista y nos ha regalado, en danzas, en montajes teatrales y sobre todo en narraciones orales, lo mejor de su tierra. A él le hemos escuchado que en Chochó hubo un mohán que por medio de sortilegios se convirtió en un endriago mitad tigre y mitad hombre y que sólo fue vencido con balas de plata. Y hemos probado de su mano el pipilongo, un vino bravo que sale de la herbolaria chocoana. “Se utiliza como afrodisiaco. Se envasa en biche, un licor de caña de azúcar, con jengibre, zaragoza, menta, chuchuaza y ajo macho. Se introducen las hierbas con el biche para que fermente, en luna llena, y se les prohíbe a las mujeres en periodo menstrual que lo toquen porque se daña”.
Wilson conoció aquí, no en el Chocó, a Digna Ibargüen, también docente, con quien se casó y con quien tuvo una andinita.

A Leonora Murillo Mena en 1980, cuando llegó a ejercer la docencia, la atrapó la maldición andina: como en las prenderías, quien se queda tres meses, se queda para siempre, porque, según ella: “La calidez humana es impactante y el espíritu dicharachero del andino es único”. Decidió entonces quedarse y traerse con ella el recuerdo del abuelo que llegaba en canoa desde Neguá y le traía chontaduro, caimito, borojó y almirajó, esas frutas que se han quedado para siempre adheridas al paladar de su memoria. Su abuelo era un negro contador de historias que un día retiró de la sala de la casa al Corazón de Jesús y en su lugar montó un retrato de Diego Luis Córdoba, el histórico político chocoano y liberal de la primera mitad del siglo XX

Cuando la presencia afrocolombiana en Andes era considerablemente numerosa, pero dispersa, Leonora, junto a otros compañeros, decidió fundar a Afroan, de la que es actualmente presidente, y por medio de la cual, bajo su lema “educación, cultura y sociedad”, han logrado visibilizarse, conocerse y reconocerse y proyectarse así a la comunidad. Tanto es así que Jefferson Ramírez Moreno, en un hecho histórico para el municipio, fue nombrado a comienzos del año pasado como Secretario de Educación, Cultura y Deporte. Y no fue un asunto político o demagógico. Su amplia preparación académica, (tecnólogo en saneamiento ambiental, licenciado en química y biología de la Universidad Tecnológica del Chocó y abogado de la Universidad de Antioquia), sumada al apoyo de una mayoría de docentes, le han dado suficientes méritos para ejercer el cargo. Racional, de espíritu decididamente político, Jefferson se ha convertido en el “cable a tierra” de la asociación. Pero esa racionalidad no le ha alejado de su talante chocoano. Incluso recuerda que de niño, en el Alto Baudó, mientras escuchaba a las cantaoras su alabao triste:

“Yo fui dentrando a una casa

Y vi una tumba que alumbraba,

Yo vi al dueño de la tumba

Y a su madre que lloraba”,

también vio la tumba iluminada que vieron las cantaoras.

Una mañana de sábado, en la plaza, los negros, sueltos y danzantes, con su alma grande y serena como los atardeceres del Atrato, nos alegraron con sus otros lenguajes, los que llegan a nuestra sensualidad en una mixtura de movimientos, colores, olores y sabores. Desde muy temprano Leonora Murillo empezó a armar el revolú. El retardo para que organizaran el sonido le produjo un chaparrón de rabia pasajera y bulliciosa como las lluvias que se nos vienen encima traídas por los vientos del Citará. Esa mañana el Chocó vino a nosotros, vino a mostrarnos el país diverso que somos; a darnos a probar lo más delicado y esencial de su gastronomía y a regalarnos la danza ¡Y Cómo danzan los negros! Hay un chirriar de cadenas que se rompen en cada movimiento de caderas y de hombros. Hay nostalgias de palenques y remembranzas eróticas de libertad. Esa mañana Eusebio Rivas, agradeciendo a Andes por su hospitalidad, nombró en su poema cada río, cada cielo, cada monte, cada calle. Olvidó Eusebio que somos los andinos quienes deberíamos estar muy agradecidos porque toda esa alegría nos la merecemos. Ustedes nos han enseñado que otro país es posible.