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Colombia: diálogos de Paz en proceso de guerra
La guerra es un momento de la lucha política donde las contradicciones han alcanzado la forma extrema del uso de las armas, por lo que su solución, nos debe conducir de nuevo a la lucha de contrarios de manera abierta y sincera
Christian Arias / Jueves 25 de junio de 2015
 

El actual proceso de diálogos que se desarrolla entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el gobierno de Juan Manuel Santos, tras casi tres años de discusión de la agenda de puntos que contempla el Acuerdo General para la Terminación del Conflicto, encuentra un nuevo momento de tensión que preocupa a la sociedad colombiana como a la región en su conjunto.

Desde el mes de noviembre de 2012, los debates sobre “política integral de desarrollo agrario”, “participación política”, “política anti-drogas y cultivos de uso ilícito” y “víctimas”, han dado muestra del origen complejo del conflicto, que como bien lo documenta gran parte del informe de la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas, tiene una raíz social basada en la lucha por la distribución de la propiedad agraria, la ausencia de garantías para la participación política y el uso sistemático de la violencia como instrumento de las clases dominantes del país para detentar el poder político, entre otras causas. La violencia de las élites para perpetrar el despojo de más de 10 millones de hectáreas de tierra dejando aproximadamente 6,5 millones de personas desplazadas del campo, expresa la magnitud del conflicto que ha acontecido por más de 6 décadas en Colombia.

Contrario a lo que han dicho los gurús de la guerra, el proceso de diálogo ha demostrado de forma realista que ningún Estado discute con fuerzas derrotadas, y en cambio, se ha encontrado con un conjunto de propuestas que han acompañado la voluntad de gran parte del pueblo colombiano en busca de la solución a los problemas que dieron origen al conflicto social, político y armado. El gobierno, que ha pretendido arribar a un acuerdo de “Paz y desarme express” muchas veces se ha visto agotado para responder de manera efectiva a ese cúmulo de propuestas, y mucho más para empezar a implementar las que parcialmente han decantado en acuerdos parciales, sobre todo por las trabas mismas que yacen en el espíritu que el gobierno ha impreso en el proceso.

La delegación encabezada por Humberto de la Calle expresó desde el inicio de los diálogos que el modelo económico no sería discutido, entonces surgen las preguntas ¿cómo se resuelve un problema de la propiedad de la tierra, causa fundamental del conflicto? ¿cómo es que se empieza por discutir la política de desarrollo agrario integral sin tocar el régimen de acumulación? Sólo a un necio se le ocurre sentarse a negar la realidad de manera tan testaruda o tan ingenua como para creer que la simple retórica de la paz, puede servirle para sacar de las zonas donde están los recursos estratégicos a las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes además de las guerrillas, que no sólo son las FARC-EP, también están el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL).

Además de la negación sobre el modelo económico, el actual proceso de diálogo se caracteriza por desarrollarse fuera del territorio nacional, razón inspirada tanto en la experiencia de los diálogos de San Vicente del Caguán (1998 a 2002) como en la oportunidad de mantener al pueblo distante y parcialmente desinformado de las discusiones, avances y retrocesos. Otro elemento no menor, es el diálogo de dos actores del conflicto, ya que si se habla de un conflicto “social y armado”, debe reconocerse de manera activa la participación de la sociedad en su conjunto en la solución del mismo, y por último, el diálogo se desarrolla en medio de la guerra, tratando de obviar en La Habana, las consecuencias de las balas y las bombas que estallan en Colombia.

A pesar de estar sentados en La Habana, el gobierno y las FARC-EP han optado por mantener la confrontación en el territorio nacional, hecho que los movimientos políticos y sociales del país han visto como lesivo para las comunidades que siguen siendo afectadas por la lógica de la Guerra Total que los militares han continuado desde el gobierno de Uribe Vélez. Por ello el pedido extendido en la sociedad civil ha sido el Cese Bilateral de Fuego, acontecimiento que genería un escenario propicio para el desarrollo del proceso avanzando hacia el desescalamiento del conflicto.

Es preciso recordar que al cumplirse 2 años del proceso de diálogos, la captura del General Rubén Darío Alzate provocó su ruptura temporal, en gran parte por la manipulación de la extrema derecha obstinada en desconocer a las insurgencias como un actor político y por oponerse a la solución dialogada, atizando incesantemente la opción belicista de agudizar la guerra para exterminar al “Enemigo interno”, fracaso rotundo que no logran superar tras 15 años del Plan Colombia y la más multimillonaria inversión armamentística que América Latina haya conocido en su historia. Es por ello, que las FARC-EP en un gesto claro de coherencia frente a los temas en desarrollo durante la agenda del proceso, declararon el 20 de diciembre de 2014 un Cese Unilateral de Fuego en perspectiva de desescalar la intensidad de la guerra.

El Cese Unilateral llevó consigo una serie de condiciones que conducían al gobierno implícitamente a demostrarle al pueblo colombiano su real voluntad de paz, entre las que aclaraban que cesaban sus operaciones ofensivas a estructuras militares salvo que tropas guerrilleras fueran atacadas por el ejército, y convocaban a un conjunto de organizaciones políticas nacionales y organismos internacionales a ejercer la verificación y veeduría del Cese al Fuego. Esa “rosa llena de espinas” como llamó el presidente Juan Manuel Santos a ésta decisión de las FARC-EP, implicó al gobierno afinar su conducta en contradicción con el militarismo que patrocinó como ministro de Defensa durante el gobierno de Álvaro Uribe, pero ante todo demostró ser tan real como para suspender temporalmente los bombardeos del ejército a campamentos guerrilleros, que al ser indiscriminados afectan profundamente a las comunidades rurales.

No obstante los estrategas de la guerra no dan puntada sin dedal, y entre medio salieron el 9 de abril para posar frente a las cientos de miles de personas que a 67 años del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán por parte de la oligarquía, se movilizaron a nivel nacional por el Cese Biliteral, la Paz con Justica Social y la Asamblea Nacional Constituyente para demostrar que en las calles está el movimiento social y popular que reclama los cambios profundos.

Durante esos 5 meses y 2 días de suspensión de ataques de las FARC-EP, en la mesa de diálogos abordando el punto de “víctimas”, nuevas propuestas de la sub-comisión técnica para el desescalamiento del conflicto hicieron eco y movilizaron altos mandos militares a La Habana, acordando un plan de desminado que representa un importantísimo avance, aunque la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad y No Repetición no obtuvo iguales alcances con la propuesta de apertura de los archivos de inteligencia que revelen el rol de los Estado Unidos en el conflicto y su vinculación con crímenes de lesa humanidad, así como en el origen y promoción del paramilitarismo.
Ante esto último, es necesario aclarar que el paramilitarismo ha sido una política de Estado para ejercer el control territorial en zonas estratégicas para la explotación de recursos naturales o acumulación de tierras, propósito sobre el cual han elucubrado los más absurdos pretextos para las más viles violaciones a los derechos humanos, existiendo en la actualidad estructuras paramilitares que amenazan y asesinan permanentemente activistas sociales, líderes y lideresas políticas y defensores de derechos humanos. Ello deja claro, que el desmonte del paramilitarismo, innegable criatura del Estado, sigue siendo una tarea pendiente en la actual coyuntura donde casi 100 militantes del Movimiento Político y Social Marcha Patriótica han sido asesinados y asesinadas en 3 años, sin contar crímenes idénticos contra otros movimientos del país.

Por ello los bombardeos que han producido el fin del Cese Unilateral de Fuego por parte de las FARC-EP, son un claro retroceso en el camino a la solución política dialogada del conflicto social y armado, porque irrumpe de nuevo la lógica de la confrontación a la par del diálogo buscando someter de manera implícita a la insurgencia a una rendición que al corto plazo sólo puede traer un escenario de recrudecimiento de la guerra en numerosas zonas del país, pero además que hacen desconfiar de la voluntad real de cambio del gobierno y no sólo de su discurso de la paz. Dicha desconfianza pone más remota aún la posibilidad de un Cese Bilateral a menos que las fuerzas progresistas, democráticas y revolucionarias del continente abracen el proceso, al pueblo colombiano y sus organizaciones políticas, sociales y populares y le exijan al gobierno un acuerdo por la Paz con Justicia Social, Democracia y Soberanía, que hoy pasa inicialmente por la desmilitarización de Colombia.

No puede ser hoy una las primeras repúblicas bolivarianas el Estado gendarme de América Latina con 500 mil efectivos militares y 9 de las 78 bases militares estadounidenses que invaden nuestro suelo, no puede darse así un proceso de integración regional cuando se es una amenaza para la avanzada República Bolivariana de Venezuela y sus países vecinos.
Lo dicho hasta aquí demuestra el difícil escenario en que se desenvuelve hoy un posible proyecto de regionalización del Plan Colombia, con algunos correlatos en México, Perú y Paraguay donde el narcotráfico no sólo es el factor común, sino el pretexto para la militarización que facilite el saqueo de los recursos; otro que contempla la inserción del continente al nuevo ciclo mundial de extracción de minerales y fuentes primarias de energía, que aunque ya está aconteciendo en Colombia, se pretende profundizar allí como en el continente; o uno que avance hacia la democratización de la sociedad y el Estado, que derrumbe la vieja doctrina de seguridad nacional, que apunte a construir un modo de producción y de vida alternativo, que funde en nuevas bases el pacto social que haga posibles los cambios estructurales en la economía y la cultura, que brinde garantías para el ejercicio del pensamiento crítico y de oposición política en un país donde la historia de la violencia se ha escrito con mayúsculas.