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Para leer
René Ayala / Viernes 24 de julio de 2015
 

Hace algunos años me conmociono encontrarme a Ray Bradbury, escritor norteamericano de ciencia ficción y prolífico creador de cuentos, que son a fin de cuentas fábulas en sí mismas de lo que el género humano en su afán acumulador, de ambición y desprecio por la libertad podría hacer de su propia especie. Relatos, que en sus propias palabras describiría Bradbury: “las mías no son obras de ciencia ficción, son avisos”. Después, en mis extravíos, llegó a mis manos uno de sus cuentos que irremediablemente superó mis expectativas y me cautivó: El ruido de un trueno se llama, es una de las maravillosas fantasías de su libro “Las doradas manzanas del sol”, y pude dilucidar esa sentencia, “… son avisos” ,pude entender entonces que las suyas son historias mágicas y lóbregas, seductoras y tenebrosas, pero al fin y al cabo advertencias, como las epístolas de Fidel, de que el destino de la humanidad es su misma condena si seguíamos desbocados por el camino de explotación y depredación infame de nuestros recursos naturales y del trabajo.

Faltaban más sorpresas y aterrarme con su descarnada mirada del futuro, cuando en la Bucaramanga noventera, en un vetusto lugar, enmohecido gracias a esa fauna simbiótica que provocan libros y humedad, un recoveco de encuentro de lectores de revistas de aventuras que publicaba Editora Cinco, Westerns y novelas policiacas de bolsillo de la Editorial Bruguera que se confundían en estantes destartalados con una que otra revista de porno soft; sitio ahora extinto por el advenimiento del internet pero inolvidable enclave de concurrencia de chicos y grandes ávidos de leer lo prohibido y a veces inaccesible, “la movida chueca” era su extravagante nombre. Allí en medio de cartapacios de variopintos ejemplares encontré una vieja edición de la novela Fahrenheit 451, otra creación del seductor escritor y fue Troya para mí; un mundo opuesto, antagónico al nuestro, impensable y mitológico: bomberos que no extinguían el fuego sino que quemaban libros para proteger al mundo de un acto despreciable: leer, ya que hacerlo solo conlleva a la angustia e impide la felicidad, porque el que menos sabe es el que mejor duerme. Perversa sociedad pensé, prohibir leer. Pero era un cuento, villanos y héroes en feroz batalla en la cual sobresalía la noble logia de lectores confesos que se rebelaban con justeza a la funesta arbitriedad, y donde un antiguo pirómano de bibliotecas se convierte en apostata del podrido régimen y paladín de los lectores del mundo, representando una comunidad que desafiaba la ignorancia y que luego sería reducida a cenizas por la guerra.

Fantasía, entelequia de la ficción, era el viaje delirante que me producía la lectura en la “movida chueca”. Y eso me tranquilizaba, saber que jamás vería algo así. Y encontré en el mismo lugar un pedazo de periódico local, de algunos años antes, ya no un cuento, sino una nota de prensa, aunque bien podría pasar por un relato de terror, registraba que un grupo colérico y exaltado, en un parque tradicional de la ciudad, danzaba frenético alrededor de una hoguera provocada con literatura que consideraban prohibida y que el caudillo de esos personajes, cual bomberos de la novela de Bradbury, decidía cuáles libros terminarían hechos cenizas en la pira espectral.

En ese momento pasó desapercibido, un loco más, un ilustre desconocido, un gris abogado de un mediocre claustro académico, jefe de una pandilla de fanáticos que desfilaban con emblemas medievales y defendían lo que consideraban la tradición, la familia y la propiedad. Pero tal como sentenció el literato gringo, son avisos. Y llegó, con su discurso infame, con su arrogancia despreciable, con su mezquina parafrasería, con su reaccionaria manera de entender la vida y su desprecio colérico a la diferencia, y con poder de decidir sobre lo divino y lo humano. El incendiario extremista arropado ahora con la investidura de Procurador General volvía a sus andanzas, a incendiar los libros ya no con una flama, ni en una hoguera, sino levantando su dedo inquisidor señalando a los que leen, como ha hecho al solicitar medida de aseguramiento a los detenidos del Congreso de los Pueblos, ya que es muy peligroso lo que leen. Porque hay que prohibir la infelicidad que lleva descubrir, al leer, que engendros como él pueden ser derrotados y que un mundo sin guerra tiene oportunidad, y que a su orden establecido le podemos dar al leer su “movida chueca”.