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La impostura de la “resistencia civil” uribista
Jaime Rafael Nieto / Viernes 20 de mayo de 2016
 

Se ha vuelto costumbre que a cada avance registrado en la Mesa de negociaciones de La Habana, el partido Centro Democrático en cabeza de su líder, el ex presidente Álvaro Uribe Vélez, responda con cualquier tipo de descalificaciones tremendistas, como por ejemplo, “consagración de la impunidad”, “politización del narcotráfico”, “golpe de Estado contra las instituciones”, “entrega del país a la Farc”, entre otras de igual calibre, las cuales son recepcionadas generosamente y ampliadas acríticamente por los medios, especialmente por RCN y el diario El Colombiano.

El último lance en esa dirección es el llamado del expresidente a la “resistencia civil” que ha tenido más resonancia mediática que el propio anuncio del último y decisivo acuerdo de la Mesa de La Habana consagrado al blindaje jurídico-político de los acuerdos de paz en los marcos del derecho internacional. Sin duda, con la apelación a la “resistencia civil”, el expresidente pretende darle un nuevo barniz político de legitimación a su causa, que no es otra que la de oponerse al proceso de paz adelantado por el Gobierno Nacional y las Farc. No sé si el llamado a la resistencia civil de Uribe Vélez es un acto de desespero frente a la inminencia de la firma de un acuerdo definitivo de paz entre la insurgencia y el gobierno de Santos, tal como lo han destacado algunos analistas. Es probable que sí lo sea. Pero de lo que no cabe la menor duda es que se trata de una apuesta política por el escenario que se abre tras la firma del acuerdo, cual es el de la disputa por la refrendación ciudadana, o no, de dichos acuerdos. Después de la derrota política sufrida en la pasada contienda presidencial, en la que la paz ocupó el centro gravitacional de la confrontación electoral, el único y, quizás también, el último escenario que le queda al uribismo para disputar la afirmación o el desconocimiento de los acuerdos de paz, es el de la refrendación popular de los mismos.

Por esto el llamado a la “resistencia civil”, más allá de lo apropiado o no de su significado en boca del expresidente, no puede entenderse por fuera de este esfuerzo estratégico de carácter político y mediático de corto plazo. Se trata de articular y movilizar a la opinión (nuevamente, “el Estado de opinión” como “forma superior de la democracia”) para oponerla de manera polarizada a un régimen “autoritario” o “castro-chavista” que se ha entregado en brazos de los “bandidos” de las Farc. Constituir “el pueblo” discursivamente para oponerlo a “la tiranía” es función del discurso político, no sólo del discurso populista como bien lo ha anotado en muchas oportunidades Ernesto Laclau, sino de cualquier discurso con pretensión de hegemonía. Esto lo sabía Hobbes bastante tiempo antes de que lo comprendiera y desplegara con especial destreza Álvaro Uribe Vélez. No sólo mandar, sino también nombrar, es función capital del poder. Es por ello que el discurso, como el saber del poder, representa otro tanto campo de batalla tan estratégico como las acciones o el despliegue de fuerzas y dispositivos entre los contendientes. No es sólo el escenario por dotar de sentido la acción, sino también el escenario de disputa por el sentido de la acción. Si algo hace especialmente audaz y al mismo tiempo peligroso el discurso político de Álvaro Uribe Vélez es que logra articular de manera efectista y demagógica estados de ánimo de sectores de la opinión con significantes legítimos de la acción política, como por ejemplo, democracia, libertades, ciudadanía, patria, ciudadanos, aún si su estrategia de acción política real contradiga y desvirtúe por completo los significados históricamente construidos por la cultura política democrática de tales significantes. En su estrategia, se trata de significantes vacíos, a los que el expresidente con su poder para nombrar, les da contenido y les imprime un sentido determinado según las coyunturas y las apuestas estratégicas. Seguridad “democrática”, defensa de la “patria”, y hasta el nombre de su propio partido Centro “democrático”, son oximorones que, al decir de la picaresca popular, si no convencen por lo menos confunden.

El llamado de Álvaro Uribe Vélez a la “resistencia civil” tiene esta inevitable carga de disputa por el sentido de la acción con fines de legitimación de una estrategia política que en este caso se orienta contra el proceso de paz en curso. No importa que en este despropósito de “resemantización” de la política termine desvirtuando y vaciando de contenido sus categorías y conceptos, como cuando desbocadamente habla de “democracia”, “Estado comunitario”, y, por último, de “resistencia civil”. Lo que importa es la eficacia política de esta “audacia” discursiva: rearticular “lo popular” y constituirlo en relación de antagonismo con un “enemigo”, que a su vez es construido como “el tirano”, “el traidor”, etc. El resultado final es una impostura como eficacia política. Y el agente vivo de las mismas: el embaucador como figura profana del demagogo.

Una revisión, aunque somera de la historia del concepto y de la experiencia histórico-política, podría mostrar la falacia del discurso uribista acerca de la resistencia civil. Tres figuras emblemáticas vienen a la memoria. La de Henry David Thoreau, el ciudadano estadounidense que pagó una noche de cárcel por declararse en “desobediencia civil” al negarse a pagar impuestos al gobierno de EE.UU. porque mantenía la esclavitud y su guerra expansionista contra México [1]; la de Ghandi, el líder emblemático contra la dominación colonial británica de la India durante los años 30 del siglo pasado, precursor del movimiento pacifista de la no violencia; Marthin Luther King Jr., símbolo vivo del vasto movimiento afro-descendiente por los derechos civiles y contra la discriminación racial en EE.UU. durante los años 60. A estas tres figuras centrales podrían agregarse dos movimientos emblemáticos de resistencia civil durante los años 60 y 70: el mayo francés de 1968 y el movimiento juvenil estadounidense contra la guerra de Vietnam en los años 70. Más remotamente en el tiempo podrían rememorarse dos experiencias (una mitológica y otra histórica): podría evocarse una figura alegórica de la tragedia griega clásica, Creúsa, en la que el débil, víctima de la opresión del fuerte, debe hablar con parrhesía, el discurso mediante el cual el débil, a despecho de su debilidad, asume el riesgo de reprochar al fuerte la injusticia que éste ha cometido, y en ese discurso de la injusticia proclamada por el débil contra el poderoso, hay a la vez cierta manera de destacar su propio derecho y, también, una manera de desafiar al todopoderoso y, de algún modo, hacerlo enfrentarse con la verdad de su injusticia [2]; por último podría evocarse la resistencia indígena contra la invasión y el exterminio europeo en tierra americana durante los siglos de dominación colonial.

¿Tienen algo en común estas experiencias históricas? Dos rasgos fundamentales: que todas ellas son acciones o declaraciones contra el poder o contra la guerra, o contra los dos puesto que normalmente van juntos. Y es esto justamente lo que las caracteriza como experiencias emblemáticas de resistencia civil. Pacíficas en algunos casos particulares (con excepción de algunos pasajes de la resistencia indígena al invasor europeo), aunque, como lo he mostrado en otro lugar, no tienen que ser pacíficas para ser resistencias civiles. Teóricamente hablando, desde Salisbury en el siglo XII hasta Toni Negri o J. Scott en el siglo XXI [3], se trata de acciones colectivas o individuales contra el poder, en los casos evocados se trata de acciones de resistencia civil no armada contra el poder político, aunque de nuevo, no tienen que estar dirigidas sólo contra el poder político estatal (o contra los gobiernos), ni tienen que ser teatralizadas y abiertas para caracterizarse como resistencias civiles, puesto que en sentido amplio, la resistencia tiene como blanco todo tipo de poder: político, económico, social, cultural o simbólico, y muchas veces se despliega de manera discreta, cotidiana o simulada.

¿Tienen algo en común con la “resistencia civil” de Uribe Vélez? En absoluto. A no ser que estemos confundiendo halcones con palomas. No hay ninguna experiencia histórica conocida de resistencia civil para justificar o apuntalar la guerra (ni siquiera de aquellas que han tenido que recurrir a las armas podría decirse que su cometido haya sido la guerra), ni menos aún para oponerse a un acuerdo de paz, que es el propósito estratégico del llamado del ex presidente a la “resistencia civil”. Ni mucho menos todavía para legitimar poderes o para poderes que reclaman retornar a la Colombia de los años 90 del siglo pasado y dar continuidad a la estructura de poderes autoritarios y excluyentes constituidos. Poder y resistencia son antinómicos, por más que un esfuerzo de prestidigitación intente amalgamarlos. Es esto lo que está en la base del llamado a la “resistencia civil” uribista: no conjurar la guerra, sino conjugarla en función de la continuidad del poder.

En la Colombia contemporánea, la resistencia civil es la que ensayan y ensayaron las comunidades barriales de las ciudades, los campesinos de pueblos y veredas del país proverbialmente olvidados por los gobiernos bipartidistas; las comunidades afro-descendientes del Pacífico y los pueblos indígenas de Cauca, contra la guerra y los efectos perversos de exclusión y de pobreza propios del modelo neoliberal extractivista y reprimarizador. Frente a esta resistencia civil Uribe no sólo estuvo de espaldas durante sus ocho años de guerra y autoritarismo mesiánicos, sino que las macartizó vehementemente cada vez que pudo y quiso.

Probablemente ya se escapa el tiempo del embaucador, y el poeta podrá decir sin ambages:

...no me ensucie las palabras
no les quite su sabor
y límpiese bien la boca
si dice revolución.
Mario Benedetti.

Publicado en: Palabras al margen

[1Producto de las impresiones de su estancia en la cárcel, Thoreau dicta su conferencia de febrero de 1848 en el Liceo de Concord su pueblo natal, bajo el título: “Los derechos y deberes del individuo en su relación con el Estado”, publicada en 1849. Curiosamente, la publicación de la obra por primera vez, en mayo de 1849, no se hizo bajo el título “Desobediencia civil”, como se cree usualmente, sino bajo el de “Resistencia al gobierno civil” en la revista Aesthetic Papers, y es sólo cuatro años después de su muerte cuando se publica bajo el título “Desobediencia Civil”, en un Volumen titulado A yankee in Canadá, with antislavery and reform papers (1866), título que conserva hasta hoy. Cfr. María José Falcón y Tella, La Desobediencia Civil. Marcial Pons. Ediciones Jurídicas y Sociales. Madrid-Barcelona, pp. 19 y 20.

[2Michel Foucault. El gobierno de sí y de los otros. FCE. Buenos Aires, 2009.

[3Según María José Falcón y Tella, pese a que en la antigüedad se dieron algunos ejemplos de tiranicidio de hecho, como el de Clearco tirano de Eraclea Pontica en 353 a. de c., considerado el primero por motivos políticos, ni en Grecia ni en Roma antiguos hay un derecho o elaboración teórica de la resistencia al tirano. El derecho de resistencia al tirano como tal surgió hasta la edad media, con Manegold von Lautenbach en el siglo XI, y ya como teoría del tiranicidio propiamente hablando en el siglo XII, en el Policratus de Juan de Salisbury, para quien es lícito matar al tirano siempre que el tiranicida no esté ligado a la víctima por juramento alguno de fidelidad ni pierda la justicia o la honradez. María José Falcón y Tella. La Desobediencia Civil. Marcial Pons. Ediciones Jurídicas y Sociales. Madrid-Barcelona. 2000, pp. 107 y 108.