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Disciplina y doctrina
No hubo necesidad de una “ruptura epistemológica” con el eurocentrismo porque desde su inicio todo allí era criollo, originario, autóctono, nacido y criado ahí mismo
Alberto Pinzón Sánchez / Jueves 16 de junio de 2016
 

Fue la respuesta inmediata y contundente que Manuel Marulanda Vélez le dio a un asombrado periodista, quien, durante los diálogos de paz del Caguán (1998-2002), le preguntó, en una reunión discreta sin medios de comunicación, por el secreto de su larga lucha.

“Disciplina y doctrina: a eso debemos que hayamos durado vivos tanto tiempo, y ahora estemos sentados aquí, buscando soluciones políticas a esta guerra”, le acotó.

Luego agregó: “También, a que desde muy temprano aprendimos que hay que estar acompañando a la gente en todas sus formas de resistencia a la guerra que desde el Gobierno nos han mandado”.

Yo estaba presente en esa escena y no podía creer lo que allí estaba viendo y oyendo. Una explicación tan simple como práctica y condensada, tal vez natural por lo superior, de una concepción de la lucha revolucionaria que nosotros llevábamos años discutiendo en libros que nos llegaban con el último grito revolucionario desde las metrópolis coloniales.

Mientras discutíamos agriamente en interminables debates estudiantiles y hasta académicos e inventábamos términos como el de “semifeudal” para oponerlo a los trotskistas que nos asustaban con el fantasma de que toda revolución que no se declarara (de palabra) “socialista” era una traición a la misión histórica del proletariado, o como el de “burguesía entreguista y conciliadora” para oponerlo a la famosa “burguesía nacional revolucionaria” de los maoístas. Como decía el poeta: “cuántas idas y venidas, cuántas vueltas y revueltas, sin ninguna utilidad”.

Mientras tanto, en algún lugar de la selva perdida de Colombia, un puñado de “pobres del campo” a quienes, según los cánones sectarios del marxismo enviados desde las metrópolis coloniales, no permitían llamarlos o graduarlos de “proletarios agrícolas” porque el capitalismo colombiano aún no se había desarrollado suficientemente en el campo y faltaban todavía algunos años más de desarrollo y acumulación originaria de capital, es decir de violencia política, para que se pudiera hablar de una verdadera y única revolución proletaria posible en Colombia.

Mientras tanto, digo, ese puñado de pobres del campo, o asalariados, o terrazgueros indígenas, o colonos agrarios, o proletarios agrícolas, o negros pescadores y cultivadores de chontaduro, o labriegos humildes como gustaba llamarlos la clerecía católica, leía disciplinadamente a Marx, a Lenin, a Mariátegui, al Che y a Fidel y asimilaba profundamente “golpe con golpe” las leyes de la Historia y de la vida política colombiana, y “devolvía beso con beso”, como lo enseñaba la ley del amor de aquella tan machacada cancioncita vallenata.

No hubo necesidad de una “ruptura epistemológica” con el eurocentrismo porque desde su inicio todo allí era criollo, originario, autóctono, nacido y criado ahí mismo. Tampoco hubo necesidad de distinguir entre la burguesía revolucionaria y la que no era, porque sencillamente esto era un absurdo: hace siglos la burguesía dejó de serlo, y más en Colombia, donde la burguesía latifundista, esclavista y exportadora se fusionó, demasiado pronto, con el gamonalismo bipartidista señorial para conformar una oligarquía trasnacional cipaya y lacaya: Panamá, Bananeras, Bogotazo y OEA, Batallón Corea, Plan Latin American Security Operation o LASO, Misión del general Yarborough, War Drugs, Plan Colombia…

Menos aún, analizar la tenue y gris línea académica que tanta tinta tonta ha hecho correr sobre la separación “in abstracto” entre las llamadas derecha e izquierda, porque allí solo había personas que los entendían o los perseguían para exterminarlos porque los culpaban de ser comunistas y agentes rusos, y la línea divisoria era horizontal entre los de arriba y los de abajo.

Y como cualquier mala interpretación podía costar la vida, era necesario aprenderlo, asimilarlo, enseñarlo y trasmitirlo disciplinadamente, en frases contundentes e inolvidables, como por ejemplo esta: ¡El anticomunismo es la ideología del adversario!

Así tal vez, todo este bagaje intelectual, para no decir toda esta “mochilada de experiencias”, era lo que Marulanda Vélez recordaba cuando, haciendo ese gancho con los dedos tan característico y mirando fijamente al periodista, le dio esta respuesta tan simple y complicada al mismo tiempo.

Esto es lo que personas como JM Santos y sus adláteres de clase no pueden entender fácilmente y, para medio aceptarlo, deben estrellarse con la realidad como le acaba de pasar estos días con el tal paro agrario étnico y popular que se acaba de realizar: Que la formidable movilización popular ha hecho retroceder una vez más a los robots de la Policía del anillo, a los militaristas y guerreristas infiltrados de todos los pelambres, a los divisionistas oficiales, con la única arma que han heredado desde hace muchos años: con disciplina y doctrina.

No es sino ver la respuesta disciplinada y serena de los “labriegos” a las embestidas violentas de los militares, y leer el acuerdo doctrinario que acaban de firmar Gobierno y dirigentes agrarios, étnicos y populares, para ver el fondo y la esencia de lo que está en movimiento:

Una refrendación popular directa y democrática de una transición social posible y deseable, que se va a parir con los acuerdos de La Habana por firmar, y que desde ya empieza a dejar obsoleta la polarización mediática que se está montando entre el plebiscito santista y el firmatón uribista.

Es también lo que los alumnos de Marulanda Vélez han dicho innumerables veces y JM Santos tampoco ha podido entender: “No nos vamos a desmovilizar o a acabar. Simplemente nos vamos a trasformar”.

Hombre, ¿por qué le es tan difícil entender esto?