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Santa Lucía, vereda que no quiere ser flor de un día
Esta vereda de Ituango fue elegida por el Gobierno y las FARC como una de las 23 veredas en el país —la cuarta en Antioquia— para desarmar y desmovilizar a la guerrilla.
Javier Alexander Macías / Lunes 11 de julio de 2016
 

En una estrecha calle, en la que las recuas de mulas se arriman a las tiendas para darle paso al camión escalera, una cruz de palo recuerda a los habitantes del caserío Santa Lucía, en Ituango, que están lejos de todo.

La cruz, plantada en el camino empedrado, no conmemora a sus muertos ni a las víctimas de una violencia ensañada con ellos en la primera década del 2000; es un armatoste en la mitad de la vía con el fin de coger señal para el único celular del único puesto de venta de minutos, en una vereda en la que tener un teléfono móvil es todo un lujo.

Es la una de la tarde de un viernes. Un frío más helado de lo normal baja de las montañas que forman el Nudo del Paramillo en nubes blanquecinas, y forma un velo delgado que lo envuelve todo. En Santa Lucía la vida transcurre en apariencia normal: las “bestias” van y vienen, los arrieros llevan un rebaño de vacas para ser vendidas en Medellín y los campesinos descansan en una de las tres tiendas del pueblo.

—Todo ha cambiado poco a poco, dice un labriego en la puerta del billar. —Desde que dicen que acá se van a concentrar los guerrilleros no paramos de recibir gente, agrega.

La tranquilidad de Santa Lucía se rompió desde que Gobierno y FARC la eligieron como una de las 23 veredas en el país—la cuarta en Antioquia— para desarmar y desmovilizar a la guerrilla.

Es una hilera de 38 casas con una escuela, tres tiendas, un billar, dos almacenes de variedades, una iglesia en la que dan misa dos veces a la semana, y un riachuelo que pasa por un lado del caserío y es un obstáculo franqueable y obligado para entrar al pueblo.

—Esto siempre ha sido tranquilo, vamos a ver ahora qué puede pasar después de todo ese alboroto, dice el campesino mientras se aleja con su mula y un perro por el camino principal.

Necesidades apremiantes

La escuela de Santa Lucía consta de cuatro salones que reciben estudiantes de cuatro veredas, incluso niños que viven seis horas más allá del caserío y hacen el camino a pie o en caballo.

Ahora está vacía debido a las vacaciones, lo que dimensiona las necesidades del centro educativo: un techo lleno de rotos que deja filtrar la lluvia y obliga a los alumnos a juntarse en un salón, un moho verdusco invadiendo las paredes, y un olor a herrumbre que impregna el lugar que se mezcla con canciones de despecho salidas de una de las tiendas. No hay ventanas.

A un lado de la mohosa pared, los tarros de pintura se oxidan, y libros y pupitres permanecen arrumados en el centro del aula por las lluvias de julio. Johana Correa, la secretaria de la Junta de Acción Comunal, hace un recorrido por el salón mostrando las falencias de la escuela. Su voz suena a guía turística, pero en vez de mostrar maravillas de su vereda, su recuento es un lamento de necesidades agobiantes, urgentes.

—En la escuela nos gustaría que nos ayudaran a arreglar el centro de educación. Llevamos años detrás de los alcaldes y ninguno nos ha ayudado—, dice la secretaria, y señala libros mojados, sillas oxidadas y un único computador amarillento por las gotas de agua filtradas por el techo cada vez que la lluvia arrecia.

El problema del colegio es solo uno entre la lista de necesidades que los campesinos de Santa Lucía tienen enumeradas en hojas de cuaderno, las cuales sirven de actas de las innumerables reuniones en las que recuentan una y otra vez que necesitan acueducto, alcantarillado, una caseta comunal, maestros para la escuela, entre otras quejas.

—No sabemos qué pueda venir después, pero estamos esperando que nos ayuden, que no nos estigmaticen—, insiste Johana; y sentencia: porque va a ser una zona de concentración ojalá sí haya beneficios y no que pase y se olviden que esta vereda existe.

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Junto a las columnas y la estructura del techo, proyecto de lo que será la caseta comunal de Santa Lucía, el labriego Gabriel Villa reclama por el abandono estatal al que dice están sometidos desde hace más de 16 años. Para él —como para el resto de la vereda— ser escogidos como una zona de ubicación para la desmovilización de las FARC es un “don”, pero lamenta que solo por estas circunstancias se fijen en su pueblo, en el que la llegada de un vehículo es una novedad, y el ingreso de un extraño también es una rareza.

Como dirían en el argot campesino, Gabriel es frentero, y su franqueza alcanza hasta para reclamar a los medios de comunicación, todos presentes por estos días agitados en la vereda, que se revoluciona con la llegada, una vez al día, del camión escalera.

Se bajan los que vienen de Ituango adoloridos por un viaje de tres horas entre montañas y cañones, se descargan los productos que no se consiguen en este poblado, y a las tres vuelve y sale rumbo al municipio con los que van al pueblo en medio de bultos de papa, maíz o café, para hacer una vuelta.

“Aquí vienen y dicen hay una canchita muy buena, pero no se fijan que hay una carretera que la hicimos a pico y pala como se dice. Aquí le reclama uno al Estado, no existe; al departamento, no existe; el municipio no tiene recursos, entonces tenemos que hacer lo que podamos. Acá los medios de comunicación apenas están llegando y no veo por qué, o será por ser una zona de concentración”, dice.

Gabriel asevera que una zona de ubicación es un beneficio para el Estado, pero se pregunta: “¿a nosotros qué beneficios nos está trayendo en este momento? Vamos a ver qué nos trae de aquí en adelante, pero que nos traiga algo”, enfatiza.

Las FARC están ahí

Como si se tratara de un cuerpo armado de caballería, pero a lomo de mula, los guerrilleros de las FARC patrullan los corredores de Santa Lucía y las veredas aledañas.

No tienen armaduras brillantes, y ya no portan uniformes o camuflados, pero el fusil lo cargan bajo una ruana , y se mueven en grupos de ocho personas. Están en otros caseríos, en billares y tiendas.

—¿Se deja tomar una foto?, es la pregunta a una guerrillera de estatura mediana, morena y vestida con una sudadera azul y una camiseta con la estampa del “Mono Jojoy”, comandante del Bloque Oriental muerto en un bombardeo el 23 de septiembre del 2010.

—No tenemos permiso, responde la insurgente, y se repliega en uno de los negocios que bordean la carretera a la zona de ubicación de Ituango donde a las 4 de la tarde de un viernes frío los campesinos toman aguardiente.

Además de los negocios, los guerrilleros pueden verse en algunas viviendas de madera y techos de zinc ubicadas en el camino que lleva a la vereda Santa Lucía.

Al parecer, están desarmados. Se sientan en el zaguán a ver pasar los carros, y se les reconoce por sus aditamentos alusivos a la revolución: una camiseta del “Che” Guevara, una boina con la imagen de Hugo Chávez, una camiseta estampada con el rostro senil de Manuel Marulanda, y unas botas militares embarradas por el trajín de los caminos.

En conversación oculta con El Colombiano, los guerrilleros expresaron estar esperanzados en el proceso de paz, quieren concentrarse en Santa Lucía, y esperan indicaciones de las “directivas” en Cuba para aclarar las dudas que tienen sobre las zonas de ubicación y su papel en estas.

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Pese a la presencia de FARC, los habitantes de Santa Lucía afirman estar en un remanso de paz desde hace poco más de año y medio, tiempo que coincide con la tregua unilateral anunciada por esta guerrilla.

El concejal Héctor Giraldo, dice que ahora están tranquilos, pero no olvida, ni él ni los otros habitantes, que en el año 2000 los paramilitares entraron al poblado, quemaron las casas, echaron a los hombres y luego desplazaron a las mujeres.

—Solo quedó la escuela, la iglesia y una casita, lo demás fueron cenizas, dice. Recuerda también que en el puente para llegar a su poblado, las AUC asesinaban a los labriegos y los tiraban al río.

Ese temor se infunde en cada esquina del caserío. Temen la llegada de otros grupos armados a copar los territorios dejados por las FARC, y padecer los vejámenes, las amenazas y el desplazamiento.

Hoy, 16 años después de sus dolores y ataques, en Santa Lucía esperan la redención. Una redención tardía, que les termine de cerrar las heridas dejadas por la guerra. Y piden, ahora que son el centro de atención, no dejarlos en el olvido. En palabras de ellos, Santa Lucía no quiere ser flor de un día.

El Colombiano