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Mar y selva
Capurganá se debate entre el turismo y la ilegalidad. Pero además está la belleza que muestra el mar y la selva juntos. Un lugar lleno de matices.
Bibiana Ramírez / Miércoles 25 de enero de 2017
 
Golfo de Urabá. Foto: Bibiana Ramírez – APR.

El mar es visto como el lugar de paseo, pero tras él hay un mundo que pocos imaginan. Este es el caso de Capurganá, corregimiento de Acandí, en el Chocó. Hace parte del golfo de Urabá y limita con Panamá. Allí se reflejan múltiples caras: la del turista, el artesano, el rebuscador, el campesino, el coyote y los migrantes.

Las vías de acceso son por el mar, en algunas ocasiones en avión, o en mula desde Acandí. Desde 1970 este corregimiento empieza a tomar vida con la construcción de una pista de aterrizaje y la llegada de los primeros turistas. En 1975 se inaugura el primer hotel, después llegan familias antioqueñas a construir casas de veraneo. Hoy Capurganá tiene 1.800 habitantes.

De enero a marzo hay mar de leva, la altura de las olas aumenta. Antes de salir para Capurganá dos lanchas se habían hundido en Acandí dejando sin vida a una señora y un bebé. Cierran el puerto. La gente no puede moverse y la comida comienza a escasear. El pueblo va entrando en crisis. Turistas represados, un poco desesperados.

La vida es costosa. Los campesinos cuentan que viven como turistas porque todo lo deben pagar igual. Prefieren cultivar su alimento, aunque en temporadas altas también le trabajan al turismo. La mayoría le teme a la furia del mar. Saben que está ahí pero se demoran meses en mirarlo de frente.

El lado opuesto a tanta potencia marítima es la poderosa selva. Agua dulce, el contraste ideal para que la vida germine. Aquí la gente es feliz a pesar de que hay total dominio paramilitar.

Manos campesinas

John Hernández es un campesino que llegó a Capurganá hace 19 años con su familia, desplazados por la violencia de Chigorodó, Antioquia. Un conocido les entregó 22 hectáreas para que las trabajaran y partieran ganancias con él. Hoy son una especie de cuidadores de esa tierra, pues el dueño no volvió a aparecer.

Muy orgulloso cuenta John que no tienen que comprar casi nada en el pueblo, pues han mantenido su vocación de agricultores. Para llegar a su predio hay que pasar una quebrada. Ahí todo se vuelve mágico. Árboles y cultivos por todos lados.

Son seis casas de la misma familia. En cada casa se encargan de producir algo diferente para luego intercambiar, inclusive con los vecinos. Llegamos a la casa de Chilapo, uno de sus hermanos, quien tiene vacas, yuca y plátano. Efraín siembra arroz, maíz, conoce de plantas medicinales y arregla descomposturas. Su esposa Mercedes hace galletas y chicha que venden en el pueblo. Además es costurera.

“Cuando hay temporada alta trabajamos con el turismo casi todos. El hermano menor atiende el Cielo, una reserva muy visitada. La hermana menor y un sobrino trabajan en un hotel”, cuenta John.

Las bajas montañas que hay en Capurganá se ven opacas, como si tuvieran niebla todo el día. Me dicen que es la atmósfera del mar, el salitre que hace que se vea así. John explica que “eso hace que nosotros como agricultores no tengamos muy buena producción. Más arriba, junto a la montaña más alta, se produce mejor. De arriba se saca mucha comida”.

“Si me echan del Chocó, me escondo por el monte hasta que se vaya toda la gente y vuelvo y salgo. Esto es muy tranquilo”, termina diciendo Efraín.

Ruta de migrantes

Todos los días entran lanchas a Capurganá, con migrantes de todo el mundo que van en busca del sueño americano. Los cubanos son quienes más transitan esta ruta, seguidos de asiáticos y africanos.

Se meten selva adentro, caminan durante tres días para pasar la frontera y otros tres días para llegar al primer pueblo panameño. Por una carretera destapada se ven pasar grupos de más de cincuenta personas durante todo el día. Un habitante dice que es como ver pasar ciudades enteras. Llevan botas pantaneras y morrales muy ligeros. Casi todos van en silencio. Van acompañados de coyotes que los guían hasta la frontera.

Y tienen que sortear dos grandes dificultades: la selva chocoana, donde algunos no sobreviven, y los coyotes que son ilegales y se aprovechan de los extranjeros que vienen con dinero, entonces les roban todo, incluso los maltratan o violan a las mujeres y niñas, y los de menos suerte son asesinados.

Algunos familiares de John trabajaron un tiempo como coyotes, pero no resistieron las presiones dentro de esa ilegalidad, pues es una carrera a muerte y “no es posible ser bondadoso con los extranjeros, solo por la competencia que hay entre los mismos guías. Además que todo eso está controlado por los paramilitares, es como trabajarle a ellos”, dice.

Cerca de 34 mil migrantes irregulares fueron detectados en el territorio nacional durante 2016, según Migración Colombia, que agrega: “Desde el 2014 hemos capturado a 49 ‘coyotes’. El tráfico de personas es el tercer delito más rentable después del narcotráfico y el tráfico de armas en esta zona”.

Miguel el artesano

Miguel va puliendo, lentamente, una bandeja de madera. Levanta la cabeza y saluda. Me invita a entrar. Es tallador de madera. “Quedamos nada más tres artesanos hijos de Capurganá, los que hay vienen de afuera. Ya nadie quiere aprender. A los jóvenes les gusta más ser coyotes o andar en las carretas”, dice casi llorando.

Tiene 86 años y siente que las fuerzas se le están acabando. Me lleva a la única habitación de su casa y saca un tótem muy pesado de madera casi tan grande como la mitad de su cuerpo. Dice que es para un homenaje que le harán en Acandí. En la parte superior dice Capurgane, como lo apodan. Vive solo, pero en el día lo rodean amigos y vecinos.

Llegó en 1987 cuando solo había veinte casas. Vivía en Arboletes, Antioquia. Llegó a aprovechar la temporada y vender sus productos. “Yo traía cucharas, morteros, platos, figuras ancestrales, todo de madera. Se vendía mucho. Vine y me quedé para siempre”.

Antes de ser artesano arriaba ganado desde Arboletes hasta Medellín. “Se llevaba a pie. De Arboletes se demoraba el viaje 65 días. Tenía yo 16 años. No había carreteras, pura trocha”. A los cuarenta años aprendió a trabajar la madera.

“Llegar a Capurganá en esa época era muy bonito, esa animalera que había, la mano del hombre aún no había tocado nada. Ya no hay tantos animales. No entraban lanchas, eran canoas. La selva también la han ido acabando, han cortado la madera buena para la construcción”.

Antes aserraban con sierra de mano entre dos. “Eso no acaba montaña. Se demoraba uno meses cortando y con la motosierra una semana, por eso es que se devoran tan rápido la selva”. A Miguel le gusta tallar la ceiba roja, el roble y el caracolí.

Por momentos el mar se calma y es posible que los turistas vayan saliendo. Capurganá se va quedando solo, la temporada alta va terminando. Dicen que en febrero el mar es más furioso. Ahora se ve cómo los extranjeros también están poblando este territorio. Son los dueños de hoteles y restaurantes. Las caras de Capurganá van mutando.