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Chile en la geopolítica del narcotráfico
Patricio Hernández / Miércoles 19 de julio de 2017
 

En una mirada a la región, pareciera que Chile (el país ejemplo según los Estados Unidos) está ajeno a algunos de los problemas que aquejan al resto de Latinoamérica, en particular, los relacionados con la criminalidad, la violencia y el narcotráfico. Y es verdad que, ya sea por motivos geográficos (un país isla rodeado por desierto, cordillera y mar), culturales u otros, existe una realidad de violencia que está lejos de ser la de México, Colombia o El Salvador. Sin embargo, en la última década se han venido presentando signos evidentes de un peligroso cambio, que en muchos barrios de las grandes ciudades es ya una realidad: el control territorial de las bandas de narcotraficantes.

Para comprender el papel de Chile en el circuito del narcotráfico (específicamente en el de la cocaína y sus derivados, que es en lo que nos centraremos), hay que considerar que narco-capitalismo (como lo llama Iñaki Gil de San Vicente [1]) ha definido una serie de áreas geopolíticas clave en el negocio de las drogas [2]. Así, por ejemplo, existen zonas relevantes por sus cultivos como lo son parte de los Andes latinoamericanos (Bolivia, Perú y Colombia) por la coca (usada para la producción de cocaína); el Triángulo del Oro (Birmania, Tailandia y Laos) y Afganistán (y ahora México) por la amapola (usada para los opiáceos); Marruecos, Afganistán y Pakistán para el caso de la cannabis consumida en Europa (bajo la forma de hachís); o Asia Central y China por la efedra (usada para obtener efedrina a partir de la cual se producen anfetaminas en los Países Bajos). Otras zonas son relevantes por ser las rutas usadas para el tránsito de las drogas hacia los países consumidores, como lo son los Balcanes, el Caribe o Guinea Bissau. Y, por cierto, otros países son relevantes por ser grandes consumidores, como Estados Unidos o los de Europa occidental.

¿Cuál es la posición de Chile? A primera vista pareciera que bastante marginal, el país no posee grandes cultivos de drogas (la producción de marihuana es reducida y sólo cubre parte del mercado local), tiene poca población en comparación con otros países de la región y está bastante alejado de Estados Unidos (el principal consumidor del mundo). Pero esta mirada cambia un poco si observamos dos datos relevantes: según el Informe Mundial sobre Drogas, Chile es el tercer país de América en consumo de cocaína [3] (sólo superado por Estados Unidos y Canadá) y la propia ONU sitúa a Chile como el cuarto abastecedor de cocaína de África (después de Brasil, Colombia y Perú) [4]. Es decir, Chile se ha convertido una zona tanto de tránsito cómo de destino de las drogas, particularmente de la cocaína.

Cocaína, un viejo conocido

El tráfico de cocaína en Chile ha pasado por diversas fases a lo largo de la historia [5] y no constituye en absoluto una novedad. Antes de la existencia de las carteles colombianos y mexicanos, fueron las mafias chilenas las que dominaron el tráfico de cocaína desde fines de los 40s hasta los 60s (siendo las mafias cubanas sus principales competidores, sacados del negocio tras la Revolución en 1959), sobresaliendo el clan Huasaff-Harb, que tejió una extensa red que conectaba a productores en Bolivia, laboratorios de producción en el norte chileno y rutas marítimas hacia México. Convirtiéndose Santiago, en ese entonces, en un importante centro de consumo. La represión sobre el clan Huasaff-Harb dio paso a una segunda fase donde el negocio se descentralizó y se hizo más competitivo, coincidiendo con el auge de la demanda mundial de la cocaína.

La Dictadura Militar impuesta en 1973 produciría un giro fundamental en la geopolítica de la cocaína. Para eliminar a la competencia, Pinochet expulsó a los 19 narcotraficantes más importantes del país, con lo cual el negocio de la cocaína comienza a desplazarse hacia Colombia, abriéndose paso desde los centros de cultivo del Chapare boliviano y Huallaga en Perú hacia Colombia y desde allí a Estados Unidos. Tras golpear a los narcotraficantes locales y con el completo control del país, Pinochet y su cúpula comienzan a elaborar cocaína y a vender precursores químicos para la elaboración de drogas [6], iniciándose una fase de narco-dictadura que suministrará recursos para las acciones terroristas del régimen y para los propios bolsillos de Pinochet y su círculo cercano.

A mediados de los 80s el consumo y el tráfico comenzaron a extenderse en los barrios de las grandes ciudades, provocando el surgimiento de los narcos locales. La pasta base hace su aparición en esta época teniendo graves repercusiones sociales [7]. Los combativos barrios que se levantaron contra la Dictadura, ahora se transformaban en refugio de traficantes y de una juventud enajenada en el consumo.

El narcocapitalismo se instala en el sur

Hoy Chile se encuentra en una nueva fase, iniciada hace ya algunos años, caracterizada por el aumento del control territorial del narco en los barrios (que lleva consigo un notorio incremento en el poder de fuego de las bandas) y un cambio en la geopolítica del narcotráfico en el continente. Esto último se refleja en el hecho que los narcotraficantes colombianos han redireccionado parte de sus esfuerzos hacia el sur de Latinoamérica como forma de contrarrestar la reducción de ganancias que provoca el dominio de los carteles mexicanos en la frontera norte con Estados Unidos. Los narcotraficantes colombianos (paramilitares, llamados ahora Bacrim) aliados con bandas locales se han instalado con fuerza en zonas de Bolivia, en donde puede producir cocaína y pasta a base a bajo costo y moverlas hacia Brasil, Argentina o Chile; en estos países la droga puede ser vendida hasta por 8 mil dólares el kilo (siendo el costo de producción menos de 2 mil dólares) o ser enviada a mercados más rentables en Asia o Europa [8].

Este redireccionamiento del narco hacia el Sur ha impactado fuertemente: Perú se ha consolidado como el primer productor mundial de cocaína, con una violencia creciente y zonas completamente dominadas tanto en las zonas productoras (VRAE) como en los puntos de embarque (Callao). En Bolivia grupos paramilitares colombianos (Rastrojos, Urabeños, entre otros) manejan las redes de producción y transporte, estableciendo de paso oficinas de cobro (también instaladas en Panamá, Honduras, Argentina, Venezuela, Ecuador, Perú y España). En Argentina el narco ha impuesto un fuerte control territorial en ciudades como Rosario, que se ha convertido en un punto clave de la cocaína que va rumbo a Brasil, Buenos Aires y Santiago. En este país el narco ha instalado poderosas estructuras de lavado de dinero, compra de inmuebles, sicarios y refugios para las familias de los grandes capos (la familia de Pablo Escobar o el caso de Mi Sangre, son ejemplos de ello).

Chile no es ajeno a esta realidad. El aumento del poder de los narcos y las bandas armadas asociadas ha crecido en las poblaciones chilenas en los últimos años. Las redes de narcotráfico internacional se han instalado en el país aliándose con factores locales. Elementos como la ex pareja de Pablo Escobar, Magaly Cueto Melgar, detenida en La Pintana el 2014 [9]; Mundo Malo, paramilitar de la Oficina del Envigado, detenido en el 2015 [10], cabecilla de los prestamos gota a gota (que afecta al 20% de los feriantes a nivel nacional [11]) y de la clonación de tarjetas; la detención de la Chilli, paramilitar de los Urabeños responsable del descuartizamiento de 165 personas en Buenaventura [12]; o la media docena de casos de sicariato ocurridas en el norte del país, son muestras de aquello.

Por cierto, la existencia de narcos o elementos nocivos provenientes de otros países, ha dado pie para el surgimiento de posturas racistas y xenófobas que son fomentadas y utilizadas por la derecha y grupos fascistas (como los autodenominados grupos identitarios). Estas posturas esconden que el verdadero problema no son los hermanos inmigrantes cuya gran mayoría viene a ganarse honradamente la vida, sino que las redes internacionales del narcotráfico que trascienden fronteras y nacionalidades y cuyas mayores ganancias no terminan ni en Chile ni en Bolivia ni el Colombia sino que en el sistema financiero controlado desde el norte.

Volviendo a nuestro tema. Chile, en este escenario, se convierte, por un lado, en un atractivo centro para la venta. Ya mencionamos que tenemos la tercera mayor tasa de consumo en el continente pero, además, ésta va a asociada a altos precios. Si en Perú o Bolivia el kilo de cocaína puede oscilar los 1700 dólares y el de pasta base 1300, en Santiago el kilo de pasta base puede llegar a los 7 mil y el de cocaína a 10 mil. Junto con ser un centro de consumo (por supuesto mucho menos importante que los países europeos, pero mucho más cercano), el país consolida su papel como punto de embarque a través de sus puertos.

Claro está que para abastecer al tercer consumidor del continente y al cuarto proveedor de África se requiere de la existencia de redes internacionales que articulen los centros productores con los barrios de destino y/o los puntos de embarque, lo que necesariamente implica altos grados de complicidad dentro de determinadas instituciones (policías, aduanas, etc.); pues no creeremos que toneladas de drogas sólo entran a través de mulas o burros que cruzan a duras penas por el desierto o como ovoides en los estómagos de solitarios viajeros de aviones. Claro está también que para la venta al detalle de esa cantidad de droga en los diversos barrios de las grandes ciudades se requiere de una fuerte una presencia territorial, una capacidad militar para defender el negocio (puntos de venta, lugares de almacenamiento, mecanismos de traslado, etc.) frente a los competidores y redes especializadas para el lavado de dinero. Son estos últimos factores los que se han consolidado en los últimos años, constituyendo el principal obstáculo para la construcción social transformadora en los barrios chilenos. La situación es tal que ya hace 5 años un reportaje de CIPER [13] describía la existencia de 83 poblaciones (barrios) dominados por el narco en Santiago, cifra que ha crecido en los últimos años.

El narco, un arma contra el pueblo

El narcotráfico y el uso de las drogas ha sido un arma usada desde hace bastante tiempo, desde las Guerras del Opio hasta nuestros días. Drogas como la pasta base o el crack enajenan a la juventud, privando a cualquier proyecto transformador de sus cuadros más enérgicos e incluso destruyendo a sus organizaciones (véase el uso de las drogas para desarticular al Partido Pantera Negra en Estados Unidos); los devastadores efectos sociales de ciertas drogas inciden en el aumento de los delitos, generando una situación de temor que refuerza la ruptura del tejido social y justifica la estigmatización, la represión y el encarcelamiento de los sectores populares. Cuando el dominio del narco crece aún más, Estados Unidos ofrece su bondadosa ayuda a los países aliados a través de bases militares y fuerzas en el terreno (como en Colombia, México, Paraguay, Perú, Honduras, Costa Rica, Guatemala, Panamá, entre otros), mientras en estos mismos países son las propias bandas armadas narcotraficantes las que cumplen labores de paramilitarismo conteniendo, reprimiendo y exterminando a líderes y organizaciones sociales: es lo que ocurre en México (un país con cientos de miles de desaparecidos, asesinados y torturados desde que se iniciase la guerra al narco) o lo que ocurrió y sigue ocurriendo en Colombia .

Cuando se trata de países hostiles a los intereses del establecimiento estadounidense (o de aliados ahora indeseables como ocurrió con Noriega en Panamá) siempre estará la opción de buscar la deslegitimación de sus líderes acusándolos de narcos y la labor violenta que las bandas armadas ejecutan en los países aliados de Estados Unidos en contra de los movimientos y organizaciones sociales, en estos países es usada como elemento de desestabilización y golpismo como ha quedado en evidencia con las Maras salvadoreñas el 2015 o con las bandas armadas venezolanas que han estado a la cabeza de las acciones violentas este 2017.

En este punto es necesario hacer un paréntesis y señalar 3 asuntos relevantes para este tema. Primero, hay que tener en consideración que es la realidad económica (déficit en derechos sociales y servicios públicos, bajos ingresos, extremas desigualdades) la que allana el terreno a las bandas armadas, generando una realidad en donde a un muchacho del barrio le es mucho más rentable integrar una banda, robar o traficar antes que optar por un trabajo remunerado donde se labura mucho y se gana poco.

En segundo lugar, muchas de estas bandas cumplen, además, otra función: la acumulación por desposesión en su forma extrema a través del saqueo de los recursos naturales (de manera similar a como los hace el Daesh en las zonas petroleras de Irak y Siria o Boko Haram con los minerales africanos, en ambos casos, esos robos terminan en manos de las trasnacionales de occidente). Ejemplo de ello son los carteles mexicanos y las enormes ganancias que obtienen robándole combustible a Pemex, deforestando la selva centroamericana o traficando personas; o las Bacrim colombianas con la minería ilegal y el contrabando de combustible y alimentos desde Venezuela.

Una tercera observación (y que da para otro debate mucho más profundo) es que - coincidentemente- el infierno de violencia generado por los narcos se ha desarrollado de forma paralela al avance de la oferta celestial de las iglesias pentecostales. Se hace necesario un estudio serio y acabado acerca de la correlación entre ambos, sobretodo, considerando la existencia de varios casos de iglesias evangélicas que han operado como fachada para el lavado de dinero del narco (como en el norte argentino [14] o en Colombia [15]) y el rol que estas iglesias han tenido desde el impulso que les dio Ronald Reagan (para contrarrestar a la Teología de la Liberación) hasta nuestros días, en donde han construido gigantescas y millonarias multinacionales conservadoras, presentes en cada barrio, adquiriendo roles políticos activos en favor de la derecha (destitución de Dilma en Brasil, apoyo al No en el Plebiscito en Colombia, apoyo a la elección de Trump en Estados Unidos, etc.).

Lo que se nos viene

El último rincón del continente comienza a sufrir los síntomas de una enfermedad que está arrasando pueblos en casi toda Latinoamérica. Una enfermedad que no es casual y que forma parte de la militarización que los Estados Unidos han impuesto sobre el continente en detrimento del derecho a la autodeterminación de sus pueblos.

La mantención de las desigualdades sociales, la corrupción progresiva de las instituciones, las políticas habitacionales neoliberales que expulsan a los pobres a las periferias de las ciudades generando guetos urbanos, entre otros factores, son incentivos para la expansión del poder de los narcotraficantes y no hay señales de soluciones prontas en este sentido.

Si este mal avanza o no, dependerá de la capacidad y determinación de las organizaciones y las comunidades para hacerle frente. Es una batalla extremadamente difícil y compleja. Si la podremos ganar o no, no podemos predecirlo, pero lo que si podemos predecir son las nefastas y sangrientas consecuencias en caso de perder la batalla.