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Ante el dilema de los pesticidas, la solución siempre ha estado en la cuchara
Ana María Narváez / Jueves 17 de agosto de 2017
 

Investigadora en innovación de sistemas alimentarios sostenibles en Colombia (Instituto Latinoamericano para una Sociedad y Derecho Alternativos, ILSA) y Reino Unido (The Calthorpe Project & Mrs. Pepys’ Pies Project). Abogada y candidata a Master en Ciencias Políticas de la Alimentación en City, University of London. Correo electrónico: anamnarvaezo@gmail.com, Twitter: @_amarela_

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Foto: Leoncio Ciro Cabezas de Finca San Cayetano, Buenavista, Quindío

En Colombia, las afectaciones por el uso de los pesticidas aún no reciben la atención que merecen, ni en los medios de comunicación, ni en la agenda nacional de políticas públicas. Nos presentan a los pesticidas en un imaginario donde afirmativamente son un problema, pero un problema delimitado a áreas rurales y que definitivamente tienen impacto negativo, pero lo estarían recibiendo poblaciones no humanas, como las abejas y otros polinizadores. Sin embargo, Hilal Helver, la Relatora Especial para el Derecho a la Alimentación, presentó recientemente ante el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas un informe dedicado a visibilizar la amenaza que representa el uso indiscriminado de pesticidas agrícolas a los derechos humanos. El documento compila evidencia científica e información primaria recolectada de gobiernos de diferentes países y revela que los pesticidas estarían amenazando nuestras probabilidades de vivir sanamente a corto y largo plazo, sin soluciones reversibles en materia de salud pública y ambiental, si no empezamos a fortalecer alternativas desde ahora.

Los pesticidas como amenaza a los derechos humanos

Según laOrganización de las Naciones Unidas los pesticidas usados en la producción de alimentos pueden definirse como “sustancias con ingredientes químicos o biológicos destinados a repeler, destruir o controlar cualquier plaga o a regular el crecimiento de las plantas”. La agricultura industrial intensiva justifica el uso de estas sustancias como una herramienta efectiva para alcanzar a producir el suficiente alimento para abastecer la demanda de un mundo cada vez más poblado. Argumento que es parcializado y a la vez engañoso: si bien es cierto que la producción agrícola intensiva ha tenido incrementos sin precedentes, un tercio de los alimentos producidos a nivel mundial se van a la basura, misma proporción de la producción mundial de cereales que se usa para alimentar la ganadería intensiva, mientras las cifras de hambre siguen aumentando: actualmente son casi 800 millones de personas que se encuentran en estado total de desnutrición. Entre tanto, dicho modelo intensivo ha estado funcionando tóxicamente a costa de la salud humana y el ambiente.

Traslademos el escenario al espacio personal. Resulta que a pesar de que lavemos y cocinemos los alimentos para eliminar los niveles de residuos tóxicos, la preparación de algunos de ellos en ocasiones puede aumentar esos niveles. La discusión es más allá de la sanidad del alimento porque estamos en constante exposición no solo a través de lo que consumimos, también a través del agua y hasta del aire. En su reporte, Helver expone que en los peores casos, las consecuencias de salud ante la toxicidad con pesticidas se han vinculado al cáncer, al Alzheimer y al Parkinson, a trastornos hormonales, a problemas de desarrollo y a la esterilidad. También se les atribuye su vinculación con efectos neurológicos, como pérdida de memoria y de coordinación o reducción de la capacidad visual o motriz. Otros posibles efectos son, por ejemplo, el asma, las alergias y la hipersensibilidad. Muchos de estos efectos pueden tardar meses o años en manifestarse tras la exposición, lo cual ha planteado un desafío importante a la hora de tratar de exigir la regulación de estas sustancias a los Estados como garantía de protección a los derechos humanos.

Por otro lado, la falta de normas armonizadas también hace que en muchos casos, aquellos alimentos producto de cultivos no permitidos en países industrializados sean exportados a países en vía de desarrollo, sí, como nuestros países latinoamericanos. Situación que Helver calificó en su informe como una práctica reprochable, indicando que, “someter a personas de otros países a toxinas de las que se sabe que ocasionan graves daños a la salud o incluso la muerte constituye una violación clara de los derechos humanos”.

Ante el dilema, sí hay alternativas, sí hay soluciones viables…

Aunque alimentar ecológicamente a más de 7 billones de personas suena como ‘una idea romántica’ más que una posibilidad real, sí hay alternativas sustentables y América Latina sería una región clave para entender el cómo eliminar los pesticidas de nuestra alimentación. El trasfondo del asunto va más allá de mitificar el alimento orgánico, la verdadera solución está en las prácticas. Helver defiende que sin utilizar productos químicos tóxicos, o utilizando un mínimo de ellos, es posible producir alimentos más saludables y ricos en nutrientes, con mayores rendimientos a largo plazo, sin contaminar y sin agotar los recursos medioambientales, basado en un enfoque de derechos humanos, acompañado de una transición hacia prácticas agrícolas sostenibles que tengan en cuenta los desafíos que plantean la escasez de recursos y el cambio climático.

En los años 90 el agrónomo y académico Miguel Altieri adoptó el término agroecología para describir los saberes campesinos milenarios y prácticas ecológicas en América Latina para la producción sostenible de alimentos. Desde entonces científicos y gobiernos de países industrializados han venido adelantando investigaciones e intercambios para documentar las prácticas de agricultura sostenible del Sur global. Por ejemplo, en Norteamérica, la científica Laura Legnick, sostiene que aprender y replicar los saberes campesinos del Sur, lograría que la producción de alimentos no sólo considerara prácticas más sanas, sino que además generaría ambientes resilientes frente al cambio climático. El Reino Unido por su parte elevó su investigación a exploraciones satelitales en Perú y Colombia, las cuales buscan recolectar evidencia y contribuciones positivas que puedan soportar la producción sostenible de alimentos.

En el caso de Colombia, la respuesta siempre ha estado en los campesinos, aunque apropiarse de la agricultura sostenible en el país es menos poético en la práctica que en la academia. Los Agredo Campos, una familia campesina de Buenavista (Quindío), por tres generaciones han sido guardianes de los saberes agroecológicos de su vereda, para ellos la protección de ecosistemas mediante la producción de alimento limpio de plaguicidas es la manera más sana de asegurar que su casa podrá seguir siendo un lugar de vida digna para su familia. Sin embargo, lagunas legales, débiles políticas alimentarias regionales y la protección estatal del agronegocio sobre la economía familiar campesina han dejado a los Agredo Campos sin vecinos, rodeados por monocultivos de café y plátano, los cuales a menudo son rociados con plaguicidas tóxicos que les genera constantes afectaciones a su bienestar y al entorno que ellos mismos pertenecen, esto sin hablar del constante dilema económico en el que viven para mantenerse como familia campesina en una realidad adversa que no les reconoce.

A manera de conclusión, hay que reconocer que, si bien el informe de la Relatora Especial para el Derecho a la Alimentación de Naciones Unidas sirve como faro para empoderarnos sobre el derecho humano a una alimentación adecuada, también sabemos que organismos internacionales (como las relatorías especiales) actúan como consejeras de los Estados, no como una autoridad ‘salvadora’ con poder de decisión. Este informe es una herramienta para acercarnos más a la solución, que nunca ha estado afuera, y que está en todos los involucrados con la cuchara, en todos los que comemos, producimos, pensamos, planeamos y decidimos sobre el alimento a nivel individual, familiar, académico, regional y nacional. Podemos empezar a preguntar a los responsables de las decisiones sobre nuestra cuchara cosas como: ¿Qué procedimientos se siguieron para verificar que las 60 mil toneladas de maíz que llegaron en abril a Colombia desde Estados Unidos fueran saludables para el consumo humano?, o tal vez, si fortalecer la agricultura familiar nos provee alimentación más sostenible y saludable ¿Por qué estamos invirtiendo en importar 60 mil toneladas de un cultivo que producimos localmente? O precisamente frente a pesticidas, la eterna pregunta ¿Por qué seguir fumigando los campos colombianos con un pesticida como el glifosato?

Referencias:

Altieri, M.A. 1994. Biodiversity and pest management in agroecosystems. Hayworth Press, New York Evaluación Internacional de la Ciencia y la Tecnología Agrícolas para el Desarrollo, Agriculture at a Crossroads: Synthesis Report (Washington D.C., 2009).

Lengnick, L., (2014). Resilient agriculture: cultivating food systems for a changing climate. Canada: New Society Publishers.