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Opinión
La vida o la coca
Francisco de Roux / Lunes 30 de octubre de 2017
 
Francisco De Roux, S.J., ex-director del laboratorio de paz del Magdalena Medio. Foto: Claudia Calvo. 2004

No se trata del lío cocalero’, como reza el titular del periódico El Tiempo, sino del problema más grave después de la guerra terminada. Colombia, ‘el mayor productor mundial de coca para el narcotráfico’, desde décadas destruye todos los días su desarrollo y su juventud en la adicción fatal. Cultiva para matar.

Así se pagó la guerra y se siguen pagando las ‘bacrim’ y los desertores. La única condena del papa Francisco fue del negocio maldito.

Los dirigentes lo saben, pero no les importa porque consideran al campesinado cocalero como ‘gente inferior’; intuyen que es un operador importante de demanda agregada que compra cerveza y celulares y abre cuentas en los cajeros. Planeación Nacional cree que es ‘un asunto marginal’. El Banco de la República no lo tiene en prioridad. La ‘politiquería’ se alimenta desde allí.

El drama es humano. El campesinado excluido, expropiado y expulsado del mercado formal, sin crédito, ni tierra, ni títulos, ni vías ni tecnología, se amarró a la coca para salvarse, y ‘la guerra y la mafia los clavaron’. Hace lo moralmente malo. Veneno para enloquecer gente. Análogo a que prostituyeran sus hijas para sobrevivir. Y disparan la violencia contra ellos mismos y contra el país.

La tragedia impulsa perversamente la economía. Con la coca van la marihuana, la amapola y la minería criminal. Desde allí crecen ‘el gota a gota de las ciudades’, el micro tráfico y la exportación que controlan el ‘Golfo’ y las oficinas; así llegan los dólares baratos del contrabando que ya llenó las tiendas de Navidad contra Fabricato y las demás industrias nacionales.

Lo que hace el equipo de Eduardo Díaz, la Policía y el Ejército es un comienzo que merece reconocimiento, pero que es absolutamente insuficiente, con la ventaja de que deja en claro el problema: se trata de una ‘economía regional cocalera organizada’, de la que viven municipios enteros con sistema financiero ilegal propio, logística, transporte, insumos, mercados, importaciones. Las familias sembradoras son solo una parte.

Lo que propone el Estado es, además, contradictorio. En las mismas regiones, zanahoria para unos y garrote para otros. Cincuenta mil hectáreas sustituidas por 36 millones por familia en dos años, y 50.000 hectáreas erradicadas.

Las familias están atrapadas entre el Gobierno, que les arranca la sobrevivencia y se queda cortísimo en la alternativa prometida —se cuenta hoy con el 12 por ciento del dinero ofrecido a las familias—, y grupos criminales que exigen continuar con la coca. Mueren líderes de lado y lado, porque se resisten a la erradicación o porque se unen a la sustitución.

Desarrollar integralmente las regiones cocaleras hubiera podido ser el único punto de las negociaciones de La Habana, aparte de la seguridad y el desarme de los combatientes y la justicia con reparación, porque la transformación de las regiones cocaleras arrastra toda la reforma rural integral y cambia la economía colombiana, y mientras haya coca no habrá Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdets) que valgan ni paz en las regiones.

El problema requiere un ‘Plan Marshall’ inmediato y un esfuerzo fiscal como el que hizo Japón para reparar rápido el desastre del tsunami.

Se necesita un reordenamiento del presupuesto nacional. se requiere ya del apoyo de los empresarios que han publicado un documento esperanzador sobre la paz. Se necesita de las universidades.

También se necesita de las Fuerzas Armadas, que entren a hacer carreteras terciarias. Exige que los ministerios se focalicen en estas regiones de manera integral. Que se dedique a esto el 70 por ciento de lo que se van a enterrar en politiquería en los próximos meses. Que los Pdets se centren allí.

Estamos ante una situación semejante a la de los países que reciben una agresión mayor, a la que hay que responder de inmediato, no importa el sacrificio. O reconozcamos definitivamente, para vergüenza ante el mundo, que hemos sido derrotados.