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Opinión
Fanatismo en Armenia, ¿a quién le sirve?
Que expongan su seguridad e incluso sus vidas, no en las montañas con un fusil en las manos, sino en las ciudades, hablando tranquilamente con la gente del común. Eso sí es hacer patria, lo demás es destrucción, es locura, es el infierno.
Gabriel Ángel / Sábado 3 de febrero de 2018
 
Un puñado de energúmenos intenta quemar una bandera de la FARC, rodeados por una multitud de curiosos.

Esta es mi impresión personal sobre lo ocurrido en la tarde de ayer en Armenia. Creo que en buena medida lo sucedido es reflejo del envenenamiento que se le ha hecho al país. Por un momento recordé los resultados del plebiscito del 2 de octubre de 2016. Por increíble que pueda parecer, es como si viviéramos en un territorio en el que la violencia y el odio fueran las principales motivaciones de sus habitantes.

¿En qué clase de monstruos han llegado a convertirse un elevado número de colombianos? Sorprende que a su vez se consideren a sí mismos los representantes de la decencia, de lo más respetable y sano. Cuando sus palabras y sus actos se reducen a lanzar improperios, agredir y maltratar del modo más irracional. Si estuviera en sus manos, despedazarían al objeto de sus recriminaciones, beberían de su sangre, devorarían como hienas sus entrañas.

Uno tiene la impresión de que las horrendas masacres cometidas por el paramilitarismo años atrás, así como los crímenes que ocurren a diario por todo el territorio nacional, representan acciones dignas de celebración para ellos. Lo gritan a viva voz, lo añoran. Muy seguramente que mucho más arriba en la escala económica y social, hay quienes se regodean por haber sembrado tanta demencia que les asegura el goce tranquilo de sus fortunas mal habidas.

¿Pero quién puede hacérselo entender a esa masa fanatizada? La verdad intuyo cómo es que se ha llegado en otras tierras al extremo del fundamentalismo islámico. Sin duda que poderes semejantes, valiéndose de la religión, han conseguido convertir en despiadados asesinos a niños, jóvenes y adultos, que no reparan en decapitar a centenares de sus congéneres por considerarlos despreciables. Aquí nos encontramos al borde de eso, fue lo que vi ayer en Armenia.

Había mujeres y hombres gritando con evidente rencor, que los Acuerdos de La Habana eran una farsa, una cochinada, lo menos parecido que hubiera a la paz. Insultaban a Timo, a la guerrilla, al Presidente Santos, a la izquierda, a todos esos arrodillados que hablaban de reconciliación. Sus ojos, sus gestos, sus actitudes, todo indicaba que estaban a punto de lanzarse en masa sobre su presa. Carecían de la mínima cordura, estaban poseídos por el odio más visceral.

¿Qué quieren?, se pregunta uno. ¿Qué sigan la guerra, los muertos, los mutilados, los atentados, los bombardeos, la sangre derramada? ¿Acaso ellos han ido alguna vez al combate? ¿Acaso saben lo que se experimenta en medio del horror del fuego? Estoy seguro que no, sólo lo desean ardientemente para otros. Porque les han hecho creer que tratando a los demás como ratas, como cucarachas a las que hay que aplastar, se es más humano y se edifica una mejor sociedad.

Ayer vi con mis ojos la brutalidad del fascismo, la ceguera embravecida de gente en apariencia normal, que luego llegará a casa a cambiar el pañal a sus bebés o hacer el amor a sus mujeres. Igual a como obraban los nazis que aclamaban al führer, sin darse cuenta del abismo al que conducía a su pueblo, su país e incluso a la humanidad entera. Creo que en nuestro país deben abrir los ojos la mayoría de los ciudadanos, esos que sólo miran y dejan hacer a los otros.

No es al partido FARC al que odian los provocadores y la masa que agitan. Es al resto de la gente que no es como ellos. A su juicio no merecen existir, no debe haber lugar alguno para ellos en este mundo maravilloso que les corresponde defender. Vi mendigos, pordioseros, seres descompuestos por la sociedad, lanzando improperios contra la paz y la justicia social en Colombia, como si no fuera el orden establecido el que los condujo a su situación.

Percibí en algunos medios el afán por el sensacionalismo, publicando sin ocultar el morbo y la satisfacción íntima, que el pueblo de Armenia abucheó y apedreó la caravana de Timochenko. Tampoco fueron así las cosas, muchos habitantes vinieron al encuentro del candidato y estrecharon su mano, lo animaron a continuar, le expresaron su apoyo pese a todo, lo felicitaron por su lucha. Había mujeres que lo vivaban con intensa emoción.

Allí estábamos, en medio de la hostilidad creciente promovida por agitadores que a todas luces no eran espontáneos. Agitando nuestras banderas, sonriendo, respondiendo con el silencio a las voces pendencieras, invitando a respetar la diferencia, a construir un país en paz fundado en la tolerancia. Se supone que la democracia es dejar que cada uno defienda su programa y que la gente decida en las urnas quiénes son el ganador y el perdedor.

Es lo menos que podía esperarse. Pero en Colombia no sucede eso. Por algún atavismo inculcado en el alma de mucha gente, muy bien explotado por grupos selectos de la élite más intransigente, la democracia y las libertades consisten en un espacio exclusivo de unos cuantos, que imponen sus ideas por la fuerza y proscriben al pensamiento distinto. La única democracia posible es su gobierno, la obediencia ciega a su dicho, lo demás sólo merece la muerte.

Como si la consecuencia de semejante forma de pensar no hubiera sido una guerra de medio siglo y los más de ocho millones de víctimas. Uno no puede entender cómo medios de comunicación y portales que posan de demócratas, se presten a un juego semejante. La FARC puso fin a la guerra, hubo un Acuerdo histórico de Paz para hacer de Colombia un mejor país. Timo es un valiente, sale con los suyos a poner la cara y a hablar diferente.

Eso, en mi parecer, es lo que debía destacarse. Que haya colombianos amigos del diálogo, de las soluciones civilizadas, del perdón y la reconciliación. Y que se encuentren librando una cruzada contra los odios, la violencia y el desprecio. Que expongan su seguridad e incluso sus vidas, no en las montañas con un fusil en las manos, sino en las ciudades, hablando tranquilamente con la gente del común. Eso sí es hacer patria, lo demás es destrucción, es locura, es el infierno.