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Reforma agraria y paz… o minería
La promesa de una política agraria guiada por un sentido civilizador podrá hacerse realidad si se neutraliza la alianza entre los poderes que han alimentado al paramilitarismo y los grandes intereses mineros, a través de la construcción de una sociedad en la cual los costos de la explotación de los recursos no sean la vida y el bienestar de la población
Darío Fajardo Montaña / Lunes 2 de agosto de 2010
 

En el tránsito hacia el cambio de gobierno, la campaña del presidente electo introduce paulatinamente mensajes de distanciamiento de su proyecto frente al de la administración que concluye. El telón de fondo es la propuesta de un gobierno de Unidad Nacional, figura socorrida a la cual se apeló aún antes del casi centenario epílogo de la “hegemonía conservadora”, cuando el gobierno de Enrique Olaya Herrera abrió el paso a las reformas liberales de los años 30.

Uno de estos mensajes es el tema agrario. Ha sido planteado de manera que marca diferencias con las políticas de la administración Uribe: inicialmente el presidente electo mencionó los temas de las familias desplazadas, la pobreza y las tierras en manos de narcotraficantes; luego el ministro de Agricultura designado reiteró las menciones a la recuperación de las tierras apropiadas a través de la violencia para entregarlas a las familias desplazadas. De estas palabras se derivaría un cambio significativo en la política de “desarrollo” sintetizada así por Antonio Caballero: “Expulsar del campo a los campesinos es cosa que se ha hecho de todas las maneras: por la violencia “de todas las pelambres”, como dice Restrepo: liberal y conservadora, guerrillera y paramilitar, y por lo que él llama “vericuetos legales y financieros”. Y ha contado con el apoyo explícito del gran aliado norteamericano, deseoso de consolidar el monopolio de sus ultraprotegidas industrias agrícolas y pecuarias. Lo cual se agravó con la imposición de las consignas neoliberales del Consenso de Washington.”

El llamado “problema agrario”, expresado hoy por la mayor incapacidad para construir equidad en el campo, la concentración de la propiedad, la prevalencia de la pobreza y la pobreza extrema en el mundo rural, lo compartimos con la casi totalidad de los países de la periferia mundial1. El tratamiento dado a las comunidades campesinas, afrocolombianas e indígenas víctimas del desplazamiento forzado no dista del que hoy se da en Chile al pueblo mapuche o en Guatemala a sus comunidades originarias. Nos individualizan dos circunstancias: de un lado, el que conservando una importante participación de la agricultura en la economía frente a países con condiciones similares de desarrollo, Colombia presenta una de las más bajas asignaciones presupuestales para el sector agrario2 y, de otro, la persistente violencia asociada con la concentración de la propiedad agraria.

En efecto, según los datos examinados en un estudio del Banco Interamericano, BID3, el sector agropecuario en Colombia participa en un 11% del PIB frente al promedio del 6% en el promedio de la región, pero la asignación de recursos públicos para la agricultura es una de las más bajas: 0.4% frente al promedio de un 3.3%. El resultado ha sido el desmantelamiento de la mediana y pequeña agricultura, proceso al que no han sido ajenos ni el desplazamiento forzado ni sus resultados en el balance alimentario: pasamos de la autosuficiencia a la dependencia de los mercados externos en cerca del 50% de nuestros requerimientos, con efectos igualmente negativos en el empleo y el consecuente aumento de la pobreza en campos y ciudades. Sin atender estas circunstancias, la atención del estado se ha dirigido, de manera exclusiva, hacia los llamados “cultivos promisorios”4.

Poderes regionales asociados con el narcotráfico y el latifundio han ampliado su control sobre el Estado, orientándolo de manera creciente en exclusivo beneficio propio. De esta manera, la política de tierras se ha traducido en una creciente concentración de la propiedad5, en tanto que los recursos de fomento han ido a parar a manos de grandes empresarios, en ocasiones ligados al narcotráfico y al paramilitarismo. Pero en la medida en que crece el control monopólico de la tierra se acrecienta su precio y, por tanto, aumentan los costos de producción. El resultado es la disminución de las posibilidades de competir en los mercados internacionales, con la consiguiente reducción de la rentabilidad de las inversiones orientadas hacia la exportación.

La respuesta del Estado ha sido la compensación a los grandes productores con la asignación de recursos públicos, como es el caso del programa Agro Ingreso Seguro, creado por la ley 1113 de 2007, o la obligatoriedad del consumo de las mezclas en beneficio de sus productores en el caso de los agrocombustibles. Estos apoyos se suman a la reducida tributación de la tierra y demás beneficios fiscales que reciben quienes además controlan el Estado, circunstancias que explican la resistencia de estos sectores a cualquier política de democratización de la propiedad agraria y de asignación de los recursos para el fomento.

La usurpación de tierras, la destrucción de las comunidades y de sus territorios nos ha precipitado en el terror de una “guerra sin fin”, ahora acompañada por la amenaza de las grandes inversiones mineras. Su presencia se liga a la historia de las explotaciones petroleras en el Magdalena Medio, Arauca, en el piedemonte casanareño y en los territorios U´wa, a la expropiación del territorio wayúu por la minería del carbón, al arrasamiento social y ambiental del Cesar y Boyacá, así como a las circunstancias creadas por las presiones de las exploraciones mineras en el Cauca y el Tolima. Las cifras de las inversiones mineras, estimadas en 6.100 millones de dólares para este año6 vienen empujando cambios en la legislación favorables a estas empresas y los anuncios que se hacen por parte de los voceros de ésta y de la próxima administración no dejan duda sobre la consolidación de la tendencia hacia la expansión de las inversiones externas en minería. El paso a una nueva etapa de exportaciones mineras conlleva riesgos severos para las comunidades y para nuestro entorno, como nos lo indican las experiencias vividas acá, en otros países de la región y de otros continentes en el escenario de los grandes proyectos extractivos.

Estos riesgos se hacen mayores en ausencia de condiciones políticas que permitan a las comunidades impulsar caminos alternativos de desarrollo. La promesa de una política agraria guiada por un sentido civilizador podrá hacerse realidad si se neutraliza la alianza entre los poderes que han alimentado al paramilitarismo y los grandes intereses mineros, a través de la construcción de una sociedad en la cual los costos de la explotación de los recursos no sean la vida y el bienestar de la población.

El aprovechamiento del patrimonio de la nación ha de realizarse en función de las necesidades de la población; ha de responder a las demandas de las comunidades por la protección de sus derechos, por el mejoramiento de sus condiciones de vida en términos de su salud y educación, de sus condiciones y calidades productivas, comenzando por el acceso a la tierra, por el reconocimiento y el respeto a sus culturas. La superación de las causas de la guerra pasa por la democratización de la sociedad, por la dignificación de la vida.

Notas:

1. Dos publicaciones recientes dan cuenta del carácter generalizado de estas circunstancias: Sam Moyo, Paris Yeros, Recuperando la tierra. El resurgimiento de movimientos rurales en África, Asia y América Latina, CLACSO, Buenos Aires, 2008 y Oscar Bascuñán A., Campesinos Rebeldes. Las luchas del campesinado entre la modernización y la globalización, Catarata, Madrid, 2009

2. Según Alberto Valdés, el promedio de la participación de la agricultura en la economía de los países estudiados en 2004 era del 6% frente a l 11% de Colombia; en cuanto al empleo, el promedio de 17%, frente al 20% de Colombia (Políticas e inversiones para promover la competitividad agropecuaria en América Latina y el Caribe, BID, noviembre 12, 2008 Ver cuadro 1)

3. Ibídem (Ver cuadro 2)

4. Palma aceitera, banano, cacao, bosques comerciales

5. De acuerdo con el Banco Mundial, Colombia presenta un coefi ciente de Gini para la tenencia de la tierra del 0.829 que puede haber ascendido al 0.90 (The World Bank, Colombia: Land Policy in Transition, 2004)

6. El Espectador, Bogotá, mayo 3, 2010