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La Barceloneta: retrato de una agonía
Yezid Arteta Dávila / Jueves 5 de julio de 2007
 

Y donde se detenía la "Bola" se instalaba el cataclismo: volarían las techumbres, las romanillas, las rejas, las mamposterías, los árboles, las estatuas, los fuertes, como en ciudades antiguas condenadas a ser arrastradas por la ira del vencedor.

Alejo Carpentier, La Consagración de la Primavera.

Lo que no pudieron las dos epidemias de cólera morbo y la fiebre amarilla durante el siglo diecinueve, ni la metralla disparada por las bocas de fuego durante la Guerra Civil lo ha conseguido un simple operario, mientras daba un mordisco al sanduche que sostiene en una mano: menoscabar el espíritu de un barrio.

Un hombre de piel cobriza, de cabellos y bigote entrecano observa como la gigantesca grúa va arrancando pedazos de lo que horas antes era un recio edificio de paredes pintadas con un azul mortecino. El tipo parece estar bajo de forma para ostentar el uniforme que viste, y que lo identifica como integrante de una empresa de seguridad privada. Si no fuera por el arrogante pastor alemán que lleva atado con una resistente correa a lo mejor no infundiría ningún respeto. El hocico del perro esta cubierto con una canastilla metálica, es decir que su principal arma de ataque, los colmillos, está neutralizada. Reparándolos en su conjunto: ni el hombre ni el perro cuentan con recursos eficaces para reaccionar a un eventual ataque. Para los transeúntes desprevenidos, o más bien domesticados por el reglaje de la autoridad, el cuadro que reúne al hombre con la bestia les basta para sentirse amedrentados. Las apariencias sí engañan.

El largo brazo de la grúa ataca la estructura del edificio republicano como lo hace un boxeador contra su sparring. Cada manotazo arranca un trozo de pared. Desde las alturas, el joven operario manipula los controles sin dejar de masticar su bocadillo de queso y pepinillos. Traga en seco porque ha olvidado la botella de cerveza en el bolso que ha quedado abajo, en el baúl de la camioneta de la empresa. En la esquina que forma el paseo Joan de Borbó y la calle de La Maquinista se ha formado un rondín de gentes en su mayoría turistas que miran y toman fotos. Al fin y al cabo derribar un edificio no deja de ser un espectáculo pintoresco que vale la pena fotografiar y filmar, cuesta muy poco enviar los registros a los familiares y amigos por el correo electrónico. Seguramente ninguno de ellos sabe que el barrio La Barceloneta, el otrora arrabal marino, empezó a construirse desde hace más de dos siglos y medio. El brazo mecánico, al igual que el Dios de la creación, convierte en polvo aquello que concibió la mano del hombre.
La construcción de La Barceloneta fue un acto premeditado. El Capitán General Marqués de la Mina le vino en gana levantar una urbanización triangular en una superficie de 71 hectáreas, en aras a promocionar su carrera política. Le correspondió al Comandante General del Cuerpo de Ingenieros diseñar un plano de manzanas en forma de rectángulos, de casas barrocas y calles flacas que miran hacía el mar. En 1753, cuando se creó, sus primeros habitantes eran hombres de agua salada que hedían a gambas. Dormían entre tinajones que guardaban pencas de pescado en salmuera, y sus eructos desprendían el grosero olor del aceite de bacalao.

253 años después, una camioneta blanca con el logotipo de: "Francisco Alberich S.A. Chatarra y Demoliciones" se encuentra parqueada a escasos metros del edificio agredido. El conductor bosteza de aburrimiento. Espera que termine cuanto más pronto la faena para irse a casa donde lo espera un estofado de conejo que le preparó su mujer, y luego echarse en el sofá a mirar la televisión.

Un anciano de escasos dientes mira desconsolado lo que va quedando de la edificación. Lanza un escupitajo contra el piso y masculla un comentario ininteligible. Una joven periodista que trata de averiguar lo qué ha pasado le pregunta algo al viejo. "Allí estuvieron acuartelados los grises en los tiempos de Franco", le contestó el viejo rascándose una oreja. La mujer toma nota en un cuadernillo de espiral en la que se observa en una de sus tapas la imagen de un perro tercermundista olisqueando un cadáver. Es una bella chica que no aparenta más de 25 años, y posee todas las trazas de reportera de tabloide de distribución gratuita en las estaciones del metro. Deja al viejo hablando solo y atraviesa la calle buscando un "magnifico ángulo" para disparar su cámara fotográfica, la digital que le ha regalado su padre el día de su graduación, luego de contarle su deseo de convertirse en corresponsal de alguna guerra.

El número 11 del paseo Joan de Borbó fue caserna de la Guardia Civil por muchos años hasta que, no sabemos la causa, se mudaron de allí. Después llegaron unos muchachos estrafalarios que se hacen llamar "Okupas". Desempacaron sus mochilas e intentaron montar su historia hasta que en la madrugada del 29 de mayo, dos días después de las elecciones, fueron desalojados por la policía autonómica: los controvertidos Mossos d`Escuadra.

Alrededor del edificio las autoridades policiales han aislado un espacio con precinto, tal y como sí allí se hubiera perpetrado un crimen y hubiera que proteger algunas evidencias dejadas por el asesino. Unos metros más allá un grupo de vecinos de La Barceloneta expanden una pancarta de tela blanca que trae en pintura negra la leyenda: "Port 2000 expulsa y derriba. "Miles" para el barrio". Protestan contra el derribamiento del edificio y rechazan el desalojo de los Okupas. Los lugareños son once, entre ellos cinco vejetes que, mal contados, pueden sumar más de cuatro siglos. Hacen parte de una generación que agoniza simultáneamente con el viejo barrio, creen ellos ver en esa otra prole de ácratas, de muchachos de cabellos trenzados que, sabrá Dios si tienen o no una vivienda en donde dormir, a los últimos soldados que resisten a los especuladores del espacio urbano. Pobres muchachos –pensara alguno de ellos– no vivieron la Guerra Civil, y por tanto desconocen cómo hay que defenderse de los piquetes de policías. Pero aún cuando conocieran de táctica, de defensa, es poco lo que ésta les puede servir para hacer frente a la estrategia de los capitalistas, que esgrimen armas muy poderosas y letales: códigos urbanísticos, sentencias judiciales, apelaciones, abogados, en fin…

La vida prosigue en los bares y restaurantes aledaños al inmueble que desbaratan. El siglo veintiuno no se detiene y gusta de marchar veloz, sin mirar atrás. Hay comida a granel, las copas tintinean, las botellas se vacían. No hay lugar para la amargura, allí se viene a reír. Es una risa rara, deformada, que sale de una cabeza colorada. Son pieles que horas antes lucían amarillentas, demasiado frágiles para resistir la inclemencia del sol mediterráneo, sobretodo en esta época brillante del mes de junio.

Hay que caminar muy poco y allí está el mar, "espaciocísimo y largo" como lo vio aquella madrugada del siglo diecisiete, cuando transcurría el año cinco, el enflaquecido Quijote junto a su leal Sancho. No estaban solos. Había más gente con ellos. Entre otros: Roque Guinart, el celebre bandido catalán que lo llevó hasta la playa de La Barceloneta para que conociera el mar. El caballero de la Triste Figura siempre confió más en quienes desafiaban la autoridad que en aquellos que la ejercían. Eso explica porqué en su primera salida por los caminos de La Mancha se la juega y libera a un grupo de criminales conducidos a galeras por los tercios del rey, y tiempo después no teme realizar largas veladas con el popular bandolero catalán.

La mayoría de los ancianos de La Barceloneta habitan en los llamados quart de casa. Espacios de 35 metros cuadrados que resultaron de la división de las viviendas del siglo XVIII en dos partes –mitia casa–, que luego convirtieron en la cuarta parte de las habitaciones iniciales. El 30 % de quienes residen en el barrio son ancianos mayores de 65 años. Estos abuelos squatters son quienes aún conservan la cohesión alrededor del barrio y disputan una batalla desigual contra los especuladores, contra el aburguesamiento del barrio, contra los segregadores sociales, contra la desnaturalización del viejo arrabal. Para muchos de ellos la ciudad de Barcelona es un ente extraño, diferente a La Barceloneta, perciben al resto de la urbe como una cosa lejana.

Es la víspera de Sant Joan. Han pasado varios días desde que los Okupas fueron desalojados del edificio que, según los despiadados "tecnócratas", carecía de valor arquitectónico. Allí donde los muchachos albergaron la llamada "Universidad Pirata", los trabajos de demolición se han detenido, pero el daño está hecho, medio inmueble lo han convertido en escombros. Las ramas de un tranquilo plátano fueron trozadas para que el brazo de hierro acometiera su tarea. Todo parece olvidado y en las calles se ven transitar centenares de personas de un lado a otro a ritmo frenético. La Nit de Foc se avecina y hay que alistar la pólvora, la cava, las viandas y la coca catalana.

Son un poco más de las diez de la noche y los petardos estallan en la plazoleta del Marques de la Mina. Los Correfocs han comenzado su baile de los infiernos, los diablos brincan y esgrimen el fuego que alguna vez robó Prometeo para entregarlo a los hombres. Danzan como locos al ritmo de la gralla y los timbales. Desde las terrazas de las viviendas aledañas a la plaza pequeños grupos de habitantes del barrio observan la centenaria ceremonia mientras el humo de la pólvora se eleva por los cielos y un olor a azufre penetra por sus narices. En una de esas edificaciones vivió por muchos años un retador del orden de la naturaleza, se trató de Ferdinand de Lesseps, el constructor mefistofélico que unió las aguas del Mediterráneo con el mar Rojo y que fracasó en su intento por hacer lo mismo en la cintura de América. Allí, al lado de la iglesia de San Miguel está una placa que lo recuerda como cónsul de Francia en la Barcelona insurrecta de 1842, cuando la ciudad era bombardeada por orden de Espartero, el tristemente celebre militar que cuando se embarcó para el Nuevo Continente a enfrentar a Bolívar la guerra ya había terminado en el campo de Ayacucho.

Ha terminado lo vernáculo y la plazoleta de San Miguel ha quedado inmersa en una densa nube humo. El suelo está renegrido y las envolturas que depositaban la pólvora están regadas por dondequiera, algunos petardos han quedado sin estallar. Un cineasta amateur podría en ese momento recrear una escena de guerra con los restos de la fiesta sin ninguna inversión. Dos cuadras más allá el asunto se torna distinto. Hay millares de personas concentradas alrededor de los botellones, parecieran cumplir con un libreto harto conocido. Se podría pensar inclusive que allí nadie sabe ni entiende qué se celebra realmente. Un equipo de sonido instalado en una tarima reproduce música tecno a todo volumen, a un ritmo estridente, latoso. La gente baila o camina de la misma manera como lo hace en la discoteca o en el centro comercial.

Una estatua de bronce mira hacia la playa de La Barceloneta. Representa a un hombre de a pie, de facciones cancinas, arropado en un capote dieciochesco. Carece de pedestal y de cabalgadura. Quienquiera que colocó allí esa inmensa efigie lo hizo con la intención de que caminara a ras de piso, como arrastrando los pies en caso de que quisiera convertirse en un ser animado. Es El Libertador. Sí, es Bolívar. Qué diantre hace allí el "hombre de las dificultades" como se hacía llamar él. ¿Qué buscan sus ojos en ese mar homérico, en esas aguas que han tragado tantos cadáveres?