Seguridad democrática ha hundido a los reporteros gráficos en un oscuro abismo

por Guillermo Angulo
El Tiempo

17 de junio de 2005

El 18 de mayo de 2004, varios periodistas y camarógrafos de diferentes medios de comunicación fueron agredidos por la fuerza pública en una marcha contra el TLC, en Cartagena.

Los fotógrafos éramos gente respetable, aunque no de muy buena familia. (Cuando el presidente Betancur me nombró embajador, algunas intelectuales lo criticaron, alegando que yo era... fotógrafo). No nos sentíamos incómodos de estar en la parte inferior de la escala social, en la noble compañía de fotógrafos de parque que hoy apenas sobreviven, tal vez por milagro de la Chinca, precisamente en la plaza de Chiquinquirá, quizá en el Parque Santander o en la iglesia de Lourdes; a pesar de la luminosa escalada de Lord Snowdon en camas principescas, mientras manejaba --no con tanto talento, justo es decirlo-- lentes, cámaras, luces, rollos y grados Asa.

Pero cuando los fotógrafos teníamos la esperanza de subir algunos peldaños en la escala social, aunque fueran pocos, caímos --gracias a la seguridad democrática, supongo-- en un oscuro abismo que linda con la delincuencia. Ya policías, soldados y detectives la habían emprendido contra las cámaras y ejercían una visible censura con sus manos, indicando cuándo no se podía fotografiar o filmar una escena. De esta ilegal forma de censura (prohibida por la Constitución) nunca he visto u oído queja alguna. Ni siquiera por parte de los fotógrafos, quienes tampoco han dicho que los lentes no se deben tocar con las manos sucias. Ni con las limpias.

Pero las cosas han empeorado: un botánico de gran prestigio internacional, un verdadero experto en Heliconias, sale a tomar fotos de árboles bogotanos y acaba en una estación de policía. ¿Su delito? El árbol que quería retratar estaba frente a una multinacional y un agente de seguridad se acercó a decirle que "mi coronel lo quiere ver". ¿Quién es mi coronel? (A los militares, nadie sabe por qué, les encanta el nada machista posesivo). Pues era el jefe de seguridad de la compañía extranjera.

Nuestro botánico se negó a ir a hablar con mi coronel, y a pesar de identificarse como funcionario del Jardín Botánico lo hicieron llevar a una estación de policía en la que, por más esfuerzos que hicieron, no pudieron encontrar disposición que les permitiera detenerlo, y lo tuvieron que soltar. Nuestro amigo, hombre educado, ni siquiera los insultó, lo que hubiera dado pie para acusarlo de desacato a la autoridad y mandarlo por tan grave delito al calabozo.

Un fotógrafo de un periódico cultural estaba tomando una foto en un café al aire libre, por más señas llamado Juan Valdez, situado al borde de la vía pública. Llega el inefable guardia y le dice que "por razones de seguridad" está prohibido tomar fotos. El fotógrafo da un paso atrás y toma la foto desde la acera, donde el cancerbero ha perdido jurisdicción. Al publicar la foto, el periódico, aduciendo "razones de seguridad", borra con Photoshop el nombre a Juan Valdez y finge complicidad con la estupidez.

Yo fui a tomar unas fotos de la Plaza España, renovada por Lucho, y tres diligentes policías se acercaron a interrogarme. ¡Como si el peligro mayor en esa justamente malfamada zona (y en otras de la ciudad) fueran los fotógrafos! Y ni se les vaya a ocurrir tomar fotos en el Parque Nacional, donde hay que sacar permiso previo y hasta pagar. Esto sin hablar del cine.

Nueva York dejó de salir en las películas durante un tiempo, porque era complicadísimo, por razones burocráticas, filmar allí. Pero un alcalde progresista, hace unos 30 años, decidió cambiar las reglas. Una vez me tocó filmar en esa ciudad y me dijeron que si se ponía un trípode en suelo público había que pedir permiso (si se fotografiaba con cámara en mano, no). Yo me horroricé porque apenas disponía de una semana para la filmación y, pensando que era como en Colombia, me dije: "Eso es lo que me van a llevar las vueltas del permiso". Fui a la oficina donde daban las autorizaciones y --sin hacer cola-- una amable señora me dio el nulla obstat en unos cinco minutos. Moraleja: la ciudad de Nueva York es hoy en día la más filmada del mundo.

Pero yo me pregunto: ¿cuál es el peligro de los fotógrafos y de sus cámaras? ¿Cuántos atentados con cámara bomba ha habido? ¿Cuál es el poder de un explosivo escondido en una cámara? Como vamos, no sería raro que, de ahora en adelante, cada vez que se "turbe el orden público", además de las inocuas prohibiciones de llevar parrilleros o transportar gas, se diga: "Habrá ley seca y prohibición de llevar cámaras", o "las cámaras son de uso privativo de las Fuerzas Armadas", con lo que Castaño y sus secuaces y las Farc se dedicarían a comprar cámaras fotográficas, de las más caras. Pero, como se dice ahora, la diferencia entre el subdesarrollo y el desarrollo es la misma que hay entre 'Don Berna', Ralito y Berna, Suiza.

Digamos que las cámaras son cada día más difíciles de detectar, ya que vienen disfrazadas hasta de celulares. Pero, pensando positivamente, estas prohibiciones podrían ser un aporte agradecido de Colombia a Bush, "por los favores recibidos": el de indicar el camino a este nuevo tipo de control del terrorismo.

Aunque él ya intuyó algo y, después de las reveladoras fotos (de esas que no necesitan revelado) de vergonzosas torturas en la prisión de Abu Ghraib, en Iraq, se está controlando el uso de cámaras en la Fuerzas Armadas.

La fotografía forma parte importantísima de la memoria visiva, de las ciudades y su gente. Y queda la impresión de que, como en la novela de Orwell, esta memoria se quiere suprimir o controlar. Que Dios y la virgen de Chiquinquirá protejan a los fotógrafos, profesionales o aficionados, y los libren de todo mal, incluidos los de la seguridad democrática.

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