Neo reordenamiento territorial por Alfredo Molano Bravo
El asesinato del Mamo Arhuaco, Mariano Suárez en la Sierra Nevada de Santa Marta, sacó de nuevo a debate el escandaloso exterminio de indígenas en el país. En los dos últimos años han sido asesinados 184 miembros de las comunidades --la mayoría mamos, chamanes, payés-- sin que su muerte deje más que algunas notas informativas en los medios de comunicación. Cierto que sólo las autoridades son responsables de que nunca se condene a los autores de los crímenes, pero creo que las evasiones y silencios de la prensa contribuyen al clima de impunidad que protege esta masacre sistemática. De esos 184 asesinatos cometidos durante la administración de la Seguridad Democrática, ¿cuántos han sido registrados por los medios y a cuántos procesos se les ha hecho seguimiento? Temo que a muy pocos. Y más grave aún: ¿cuántos asesinos están condenados? ¿Qué pasó, para citar un caso, con el asesinato del padre Álvaro Ulcué Chocué en 1984? Nada. ¡Ni un condenado! La impunidad hace parte del orden institucional. El año pasado, por ejemplo, de las 2.700 quejas judiciales contra atropellos cometidos por diversos autores, sólo una tuvo curso, y el fallo obligó al Estado a la indemnización. Los académicos y los funcionarios oficiales se alzan de hombros y responsabilizan del desangre a los actores armados, de los que excluyen a la fuerza pública. Una manera de lavarse cara y manos. Los crímenes tienen otra lógica, de la cual hace parte, sin duda, la guerra. Pero detrás de la guerra hay un motivo central: la explotación de recursos naturales en los territorios indígenas. Hoy por hoy, la obtención de licencias para explotar esos recursos está condicionada legalmente por la autoridad indígena. Es lo primero que los grandes intereses del capital quieren cambiar para evitarse contenciosos como los de Urrá (recursos hidráulicos y forestales) o Pozo Gibraltar (petróleo). Lo segundo es quebrar --en cualquier sentido-- la resistencia indígena y desterrar a las comunidades. Es claro que los asesinatos de indígenas obedecen a esta estrategia; sin desconocer la lucha militar entre el Ejército, los paramilitares y la guerrilla por el control territorial. ¿En qué zonas se ejecutan las masacres, los asesinatos selectivos, las desapariciones forzadas? En la Sierra Nevada de Santa Marta, donde el pueblo cancuamo ha sido casi exterminado; en el Cauca, donde los nasa no han dado nunca el brazo a torcer; en el Medio y Bajo Putumayo, donde las matanzas de huitotos, cofanes, carijonas se han llamado caucho, coca, petróleo. En el Sur del Tolima, los pijaos, que sostienen una lucha permanente por sus tierras y aguas contra los ganaderos, el Gobierno ha decretado un censo indígena, que más que empadronamiento es una reseña masiva contraria a principios constitucionales. La lista de regiones atropelladas es larga: Bajo San Juan, Cumaribo, Carurú, Catatumbo, Mistrató, Guachucal, y un largo y sangriento etcétera. La tercera estrategia para sacar y reducir por hambre a los indígenas, es la fumigación aérea de sus territorios con el cuento de que, como dice el presidente Uribe, toda mata de droga es ilegal. El asunto es que el consumo cultural de la coca está garantizado por la Constitución, y desde los aviones militares esa cortapisa no se ve. Los indígenas consumen coca, tabaco, yopo, yagé desde hace siglos, son alimento y medicina, son el vínculo entre pasado y futuro. No están en la mira sólo los cultivos de coca, sino los cultivos a secas: maíz, yuca, plátano. Los hechos y cifras sobre fumigación de cultivos lícitos los esconde el Gobierno, porque han sido bombardeadas con venenos plantaciones de caucho, cacao y teca financiadas por el Estado. La fumigación es un arma de guerra química que no afecta el narcotráfico, como se ve por los precios de la coca en Nueva York; está diseñada como un medio para destrozar las comunidades y someterlas. Saben la DEA, Estupefacientes y la Policía Nacional que si los indígenas son desterrados de sus territorios, su cultura colapsa. En Riosucio, Chocó, se suicidaron 19 muchachos embera desesperados por la presión blanca y civilizada; los nukac makú, de 1.400 que eran hace 10 años, hoy sobreviven sólo unos 200 que se pelean a muerte con los chulos los desperdicios en el basurero de San José del Guaviare. La guerra química, opina un estudioso, prepara el TLC: si los cultivos tradicionales de indígenas, negros y campesinos se debilitan por efecto de la fumigación, no queda opción distinta a importar esos alimentos básicos. En el fondo, el Plan Patriota, por esta vía, está íntimamente vinculado al TLC. La tal Seguridad Democrática atenta gravemente --como lo ha sugerido entre otros el propio ministro de Agricultura-- contra la seguridad alimentaria. Y, claro está, haría desaparecer una sabiduría milenaria, que como escribió hace medio siglo el profesor Evans Schultes, es patrimonio de la humanidad. |