Perversa estrategia

por Alfredo Molano Bravo
9 de abril de 2005

La muerte del Papa, las declaraciones de López, la aprobación del malhadado proyecto llamado de justicia y paz, velaron un hecho dramático ocurrido en Santander: estudiantes de la Universidad Industrial denunciaron que en la región de Landázuri, Santa Helena del Opón y Vélez, es decir, en el Magdalena Medio, se registran 150 casos de leishmaniasis, de los cuales 105 se presentan en niños.

Las cifras por sí mismas son escandalosas, pero lo son más los tratamientos a que se ven obligados los campesinos para curarse: ácido de batería y formol. En realidad, el sistema de salud es excluyente y discriminatorio: tiene una baja cobertura y funciona, como se sabe, a punta de tutelas y palancas. Los campesinos, indígenas y comunidades negras no tienen acceso a estos medios para hacer cumplir sus derechos.

La leishmaniasis, que la gente confunde con el pito por tener síntomas muy similares, es un parásito trasmitido por un mosquito llamado palomilla o pringador, que vive en las zonas húmedas tropicales. En Colombia la población expuesta es de unos 10 millones, y en la década pasada los casos registrados pasaron de los 80 mil. Las Fuerzas Militares sostienen que entre 2003 y 2004 se detectaron unos 12 mil enfermos, de los cuales 3.900 son soldados. El aumento de casos en los últimos años podría ser superior al 60%, según el Ministerio de Salud. La cuestión es tan grave que la OMS (Organización Mundial de la Salud) considera la leishmaniasis como una de las seis enfermedades de control prioritario en zonas tropicales. Hay que tener en cuenta que, según los médicos del Ejército, sólo uno de cada 10 casos es registrado oficialmente. De suerte que las cifras reales deben ser aterradoras.

La leishmaniasis es una enfermedad curable en el 100% de los casos con una droga patentada comercialmente bajo el nombre de glucantime, un fármaco barato que cuesta legalmente unos siete mil pesos la ampolla, aunque se necesitan unas 60 dosis para el tratamiento. El Gobierno permite importarlo con licencia y, en este aspecto, la libertad es completa. No obstante, por presión de las Fuerzas Militares la venta está rigurosamente controlada porque el Alto Mando sigue considerando que es una "enfermedad guerrillera". Y no es del todo falso, porque las zonas húmedas tropicales, por donde trasiegan los insurrectos, son al mismo tiempo territorios donde se amaña la palomilla. No obstante, a diferencia de lo que cree la Fuerza Pública, en esas latitudes no hay sólo guerrilleros, paramilitares y militares: hay sobre todo colonos. Cabe añadir que hoy día, según estudios del hospital de Chaparral (Tolima), la dolencia tiende a ser cada vez más urbana. Es una vileza asociar campesinos con subversivos, como lo es también identificar a los militares con paramilitares. Lo más perverso de la tesis es que todo enfermo de leishmaniasis sea señalado como guerrillero o colaborador de la guerrilla. Los servicios de salud pasan el reporte a las autoridades de seguridad y el enfermo queda automáticamente en la lista negra de sospechosos. Sucede con este asunto lo que con las botas de caucho que usan los colonos: se convierten en pruebas de asociación para delinquir.

La estrategia para combatir la subversión controlando el glucantime ha criado, como es explicable, un gran mercado negro. En Bucaramanga, según el DAS, la droga de contrabando triplica el precio oficial y se vende por debajo del mostrador en muchas droguerías. El control del medicamento --por razones de seguridad-- ha creado una extensa red de corrupción en hospitales y centros de salud. La droga se pierde de los depósitos oficiales y se vende en la calle. De la Secretaría de Salud de Santander, por ejemplo, se escabulleron el año pasado mil ampolletas, informó en su hora Vanguardia Liberal, que son paradójicamente el número de dosis --agregamos nosotros-- con que se podrían curar los 105 niños a los que se les echa en las llagas ácido de batería. Se ha denunciado asimismo el contrabando y robo de glucantime por parte de la guerrilla. Hace poco, el gobierno brasileño incautó una remesa del fármaco encaletada por colombianos en la región de Sao Gabriel, vecina del río Vaupés. Estas dos tendencias ponen en evidencia el efecto real de la ridícula pretensión de acabar la guerra controlando la venta de medicamentos: mientras la guerrilla se roba o importa la droga, los niños del Magdalena Medio están sometidos al más cruel y bárbaro tratamiento empírico que uno podría imaginar.

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