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Sobrevivir en el exilio
Enjambre / Miércoles 2 de octubre de 2013
 

Aída Abella es la última concejal de la Unión Patriótica, el partido político al que le devolvieron la personería jurídica al reconocer que había sido objeto de un genocidio. Una sobreviviente en todo el sentido de la palabra. En 1996 le hicieron un atentado disparándole una bazuca a su auto en movimiento en la autopista norte de Bogotá; hoy vive en el exilio. Sigue siendo una mujer vital, fuertísima y dedicada a la causa de la paz en Colombia.

Le entrevistamos para Enjambre, con el fin de que la memoria ayude también a clarificar el camino de la acción colectiva en el presente. Le preguntamos sobre el exilio, el trabajo de la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los derechos humanos en Colombia y las lecciones que deben quedar para las nuevas generaciones sobre lo que ha ocurrido en el país.

Usted ha estado en el exilio por muchos años, ¿cómo cambió su vida en esta nueva condición?

La vida me cambió completamente. El hecho de salir rápidamente del país forzada por la intolerancia política, dejar el trabajo, la familia, los amigos, la casa y llegar a un país donde hablan otro idioma, donde tienen otra lectura de vida, donde los estudios realizados en Colombia no tienen ninguna validez y ni siquiera el pase de conducir sirve, produce en un primer momento una inestabilidad total. Volver a comenzar de cero, ir a la escuela de lenguas, aprender otro idioma, presentar el examen de conducción, intentar validar los estudios, buscar nuevos amigos, construir otro hogar y buscar un trabajo requiere algunos años de intensa actividad.

Después de mucho tiempo recuperé parte de mi trabajo con los sindicatos por medio de la FSM (Federación Sindical Mundial). Durante todos estos años he asistido a las conferencias internacionales, encargada de todo lo que tenía que ver con Colombia en la Organización Internacional del Trabajo. También me vinculé al Sindicato Interprofesional de mi localidad.

Enfoqué mi trabajo político en los derechos humanos. Afortunadamente muchos espacios dedicados a Colombia tienen su sede en Ginebra, así que nunca perdí el contacto con mis compañeros políticos y sindicales; la magia de las comunicaciones nos lo ha posibilitado. En esta ciudad siempre encuentras a la gente, a los dirigentes políticos, a los sindicales, a las mujeres, a los indígenas, a los afrodescendientes.

Tengo la sensación de que parte del día estoy en Suiza y parte en Colombia.

Se habla muy poco en Colombia sobre el asilo político como un problema de derechos humanos y de paz, ¿podría darnos una idea de su magnitud?

El asilo político para los colombianos lleva mucho tiempo, pero se recrudece desde hace unos 30 años. En el camino de la solidaridad nos encontramos con personas que abandonaron el país a finales de la década de los 70 en la oleada del Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay Ayala, cuando cientos de colombianos fueron amenazados, llevados a las cárceles y torturados, algunos hasta la muerte. Una segunda etapa de muchos asilos se produce luego de la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. A mediados de los 80 se inició el exilio para militantes del Partido Comunista Colombiano y la Unión Patriótica. La otra etapa fuerte de asilados políticos fue en la era de Uribe Vélez, miles de perseguidos inundaron el planeta.

No hay país de la Europa ibérica, de la central, de la escandinava, de la insular, donde no encontremos colombianos asilados políticos. Lo mismo ocurre en los EEUU, Canadá, América Central, América del Sur y Australia. Son los testimonios de resistencia que se negaron a morir para continuar trabajando por la justicia y la democracia en Colombia. Hay una diversidad enorme de obreros que por lo general pertenecieron a los sindicatos así como de abogados, defensores de derechos humanos, médicos, matemáticos, ingenieros, sociólogos, antropólogos, psicólogos, economistas, artistas, químicos, periodistas, escritores.

Generalmente, la figura de exilio político masivo está asociada a regímenes autoritarios, a las dictaduras. En América Latina todas las dictaduras del cono sur en las décadas del 70 y el 80 ocasionaron el exilio masivo a diferentes partes del mundo. También “la extraña democracia”, “la democracia genocida”, “la democradura”, como algunos definen la supuesta democracia colombiana, ha producido este fenómeno, pero con algunas diferencias. En primer lugar, en el cono sur asesinaron, desaparecieron, torturaron y desterraron por un tiempo limitado y la solidaridad internacional logró frenar estas vulneraciones. En Colombia las violaciones a los derechos humanos se han mantenido desde la década del 80 hasta nuestros días. Se ha vuelto un proceso interminable. En segundo lugar, los exilios masivos en Colombia han implicado la pérdida de toda una generación. En tercer lugar, podemos decir que la barbarie con que se ha actuado en Colombia supera a los métodos empleados por las dictaduras de América Latina.

Hay que reconocer que para los colombianos siempre ha sido muy difícil abandonar el país, por lo que sólo en casos extremos se ha tomado el camino del desplazamiento interno y del exilio para conservar la vida. A veces pienso que se hubieran podido salvar miles de compañeros si hubieran salido del país, pues frente al terrorismo de Estado, con la implicación de sus agentes en la violación de los derechos humanos, es imposible resistir. Pero también comprendo que muchos escogieran el otro camino, quedarse a defender sus ideas aún a costa de su propia vida.

Quisiera retomar una observación que ha hecho Hernando Valencia Villa, brillante abogado quien fuera Procurador Delegado para los Derechos Humanos y que hace más de 15 años vive en España. Él tuvo que abandonar el país después de ordenar la destitución del General Álvaro Hernán Velandia Hurtado por su implicación en la desaparición forzada de Erika Bautista: “Nadie, que yo sepa ha dicho que a través del éxodo a España, Ecuador, Panamá, Costa Rica y otros países, a lo largo de la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI, los colombianos han ‘votado con los pies’, es decir, han expresado su opinión adversa a su propio Estado con el gesto mismo de marcharse en busca de mejores horizontes a otras tierras, a otras patrias. Y esto no parece importar a los gobernantes y dirigentes del país”.

Usted conoce muy bien el trabajo de la Organización de las Naciones Unidas sobre Colombia. Hace un tiempo el presidente Santos dijo que la oficina en Colombia de esta organización ya no era necesaria en el país. ¿Para qué le ha servido la presencia de la oficina de derechos humanos de la ONU a Colombia? ¿Por qué debe irse o permanecer esta oficina en el país?

Por el cuadro grave, permanente y sistemático de violación de derechos humanos, Colombia es estudiada y supervisada por todos los organismos de derechos humanos a nivel internacional. En Ginebra, Suiza, la Oficina de la Alta Comisionada hace un seguimiento intenso desde hace más de 25 años al caso colombiano. Una de las medidas más importantes que se han tomado ante la grave situación fue la aprobación excepcional, en la antigua Comisión de los Derechos Humanos, de una Oficina de la Alta Comisionada en Bogotá.

El presidente Santos seguramente sabe que no es él ni su gobierno el indicado para decidir si la oficina continúa o no. Este mecanismo fue acordado en la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra en el año de 1996 por consenso y aprobación del gobierno colombiano. El Consejo de Derechos Humanos que reemplazó a la Comisión, la ha conservado porque las violaciones de derechos humanos persisten, con mejoramiento en algunos aspectos, pero con empeoramiento en otros. En esa época no habían asesinatos de jóvenes desempleados por parte de la fuerza pública -lo que diplomáticamente se llaman ejecuciones extrajudiciales- porque no había llegado el presidente Uribe con sus ofertas de pago por guerrilleros muertos y no habían establecido el millón de informantes. Las desapariciones forzadas aumentaron y en esto hay agentes del Estado comprometidos. El desplazamiento forzado crece todos los días. El uso excesivo de la fuerza para reprimir las protestas ciudadanas, el favorecer a las empresas transnacionales en la explotación de los recursos naturales y la minería perjudicando a los pobladores de vastas zonas que sobreviven artesanalmente de ellas, son algunas de las cosas que pasan cotidianamente en Colombia y que dan cuenta del empeoramiento de la situación.

Pero si algo causa estupor es la ampliación del fuero militar que se ve internacionalmente como una medida para reforzar la impunidad de los crímenes de Estado que ha sido una política desde siempre. Quien decide si la situación de derechos humanos ha mejorado son los órganos intergubernamentales de supervisión como los comités de supervisión de los tratados, los procedimientos especiales, el propio Consejo y la Oficina de la Alta Comisionada. En varias ocasiones todos estos organismos han manifestado que la situación en Colombia sigue siendo grave, mientras que el gobierno, en todos estos años, ha manifestado que la situación ha mejorado y que hacen enormes esfuerzos por superar las dificultades. La realidad se impone sobre los discursos de las nutridas delegaciones que viajan cada vez que Colombia se somete al Examen Periódico Universal en Ginebra.

Además, Colombia se ha caracterizado durante largos años por invitar a varios relatores especiales, permitir que delegaciones especiales de OIT la visiten ante los miles de asesinatos de dirigentes sindicales, aunque nunca cumple las recomendaciones dadas por los diferentes mecanismos de Naciones Unidas. Lo que falta es más control a un país que desafía permanentemente a la comunidad internacional con el incumplimiento de las numerosas recomendaciones. Lo que se requiere, en cambio, es un refuerzo al trabajo de la Oficina en momentos en que se avanza en los diálogos de La Habana ya que se crea una situación muy especial que debe ser supervisada internacionalmente. Con todo lo que pasa en nuestro país, lo que se necesita y con urgencia es un relator especial.

Por último, una inquietud muy importante en la sociedad colombiana y sobre la que usted se ha expresado (en el documental “El Baile Rojo“, por ejemplo) es acerca de las lecciones que le deben quedar al país, a las nuevas generaciones, a partir del reconocimiento del genocidio de la UP y de la realidad de las violaciones a derechos humanos en general.

Hay varias cosas a considerar. A los gobiernos presente y futuros tiene que quedarles claro que el respeto de los derechos humanos es esencial para que se considere una verdadera democracia. En esta inmensa tarea de su cumplimiento se han comprometido defensores que han pagado con su vida el buscar desaparecidos, llevar procesos contra militares, ser abogados de los presos políticos, defender a los que reclaman la tierra, a las víctimas y sus familiares.

Para las nuevas generaciones es necesario conservar la memoria histórica. Todos deben saber qué pasó, por qué la oposición política fue desaparecida físicamente, por qué cinco millones de colombianos han tenido que abandonar sus tierras y cuando intentan regresar son asesinados, por qué los sindicatos fueron liquidados con ayuda de los patronos y los gobiernos, por qué las bandas paramilitares actuaban con agentes del Estado.

¡Esto no puede repetirse en Colombia!