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Otro luto estudiantil
Manuel Humberto Restrepo Domínguez / Domingo 20 de octubre de 2013
 

Tuve la oportunidad de mirar el rostro del estudiante Marco Arley [1], como también el de Cindy y el de cientos más que hacen parte de la vida estudiantil de una universidad pública, en la que todos los días se recrean libertades y solidaridades bajo el manto de una única condición de igualdad definida por el ser estudiante. Los afectos completan el cuadro de garantías para vivir la esencia misma de la universidad y participar de las dinámicas de una permanente de ebullición de ideas.

Marco Arley era uno más de los 25.000 los jóvenes que entre los 17 y los 24 años, -la mitad del promedio de edad del profesorado-, encontró un lugar posible para estar en las aulas universitarias justamente para no dejarse arrastrar por el ánimo de guerra y violencias endémicas que acechan a los jóvenes en las calles de todos los lugares habitados del país. Era un estudiante que no le apostó a la muerte como proyecto de vida y por eso su deceso en la etapa final de su carrera de ingeniería, causa un nuevo dolor, otra desesperanza, otra derrota colectiva como claustro. Las evidencias de lo que ocurrió dejan ver una explosión, sinembargo los resultados de la investigación correspondiente indicaran al final lo que realmente sucedió.

No queda duda de que era un estudiante universitario, que como la mayoría de estudiantes del país y del mundo tenía un afiche del che Guevara en su cuarto y seguramente otros afiches con iconos de las libertades, las revoluciones, las artes y la música, incluso del deporte. Un estudiante es aquel que lleva la rebeldía en su corazón, señalaba el maestro Arciniegas y Arley parecía cumplir ese precepto, se ocupaba de sí, de formarse, de ser disciplinado en su aprendizaje y sus compromisos académicos según lo relatan sus compañeros de aula, pero también aprendía a poner en duda cada conocimiento y relación de este con la realidad de la vida cotidiana, es lo que hacen los estudiantes cuando superan la concepción de recibir formulas mecánicas y llevarlas acríticamente a los cuadernos que rápidamente se envejecen, se tornan amarillentos, se olvidan.

Mas allá o más cerca de las conjeturas o posiciones sobre su muerte, era un estudiante y este trágico y prematuro luto llena de dolor y tristeza la vida universitaria, de la que estudiantes, profesorado y trabajadores hacemos parte, como miembros de una institución, como padres, madres, hermanos/as, como responsables de unas ideas y visiones de mundo, de país, de grupo. No somos ajenos, no somos extranjeros, somos parte de este luto por encima de las causas y las consecuencias de la tragedia. Esta nueva pérdida de vida humana, es una pérdida de esperanzas, otro parte de derrota colectiva que flota en el ambiente universitario, precisamente en el escenario donde y para decirlo con mayúsculas: nadie se prepara ni para la guerra, ni para los combates a muerte. En la universidad los límites son éticos, sus modos de acción políticos y sus resultados el dialogo y la critica que construye otros mundos posibles. La universidad es el lugar de la solidaridad para construir y reconstruir, crear, generar otras teorías y otras prácticas y lo más revolucionario es la energía y capacidad de sus jóvenes para provocar las transformaciones sociales con la fuerza de sus ideas, y la imaginación en el contenido de sus símbolos.

Este estudiante tenia entorno, pertenencia a un lugar, a una familia, a unos amigos. Había nacido en provincia, en el municipio de Chivata, que hizo parte de la ruta libertadora de Bolivar y cuyo nombre hace referencia a “nuestra labranza”. Su muerte llama a reflexionar sobre el porqué de estos tiempos adversos para la labranza universitaria que en un corto periodo ha tenido que despedir de manera luctuosa a tres de sus estudiantes victimas de distintas situaciones de violencia. Para la universidad sus estudiantes son sus hijos y la pérdida de la vida de cualquiera una irremediable perdida por encima de la circunstancia en la que ocurra. No podemos ser ajenos a lo que ocurre, estamos convocados todos los estamentos a ocuparnos de ellos, de su cuidado, a oir sus voces, a atender sus llamados. Los estudiantes no son el reflejo de lo que nosotros somos, pero de alguna manera llevan partes de institución, de gobernabilidad, de discurso, de prácticas, de silencios, de olvidos.

Los tres (Ricardo, Jorge, Arley) procedían de hogares humildes, de familias honestas, trabajadoras, donde se lucha el día a día en un medio de desigualdades y exclusiones. Las familias coinciden en entender a sus hijos que van a la universidad como una apuesta contra la humillación y una oportunidad de progreso colectivo. La suma de las solidaridades del entorno llena la mochila de los estudiantes cuando parten para la universidad, adentro van los recuerdos de sus amigos, de sus parches, de las gentes del barrio, de los profesores del colegio, todos comparten el honor de que uno de los suyos hará parte de la elite de los universitarios. Los jóvenes que se quedan en su lugar de origen tendrán menos oportunidades, su condena al desempleo parece estar sentenciada y en su defecto los caminos de la guerra o la informalidad serán las grandes oportunidades.

Menos del 5% de jóvenes del mundo logra pisar un aula universitaria y terminar una carrera. En Colombia, un país cuya mayoría de población es joven, por cada dos que asisten a la universidad uno asiste a la guerra. Son 1.6 millones que van a las aulas justamente para interpretar las teorías que permitan construir otros mundos, mirar críticamente lo que ocurre a su alrededor y tomar partido por la justicia guiados por ideas que sirvan para salir de la guerra y defender los valores de la vida, de la convivencia y del dialogo. Alrededor de 800 mil más se enlistan en las fórmulas de la guerra regular, irregular y circunstancial, en donde a diferencia de la universidad la esencia está en la preparación militar para el combate a muerte y los valores de allí ponen en la misma balanza la vida y la muerte. En el telón de fondo apenas se dibuja un 0.4% del presupuesto nacional para la educación y un 17% para la guerra, la defensa y la fuerza que ofrece victorias aun a costa de la vida misma. Si las desigualdades aumentan y la guerra se sostiene las violencias traerán mas lutos.

[1] Marco Arley Fagua, estudiante de Ingeniería Civil en la Universidad Pedagógica y Tecnológica, perdió su vida la noche del lunes 14 de octubre. Según la versión oficial, una fuerte explosión registrada en un edificio de viviendas al sur de Tunja fue causante de la muerte del joven, de 22 años, y causó graves heridas a Cindy Johana Quintero Rodríguez, estudiante de octavo semestre de Licenciatura en Ciencias Naturales.