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Crimen y espionaje en Colombia
Yezid Arteta Dávila / Viernes 7 de febrero de 2014
 

“No sé qué películas verás tú pero en el mundo real no matamos a 11 personas tan sólo como medida de precaución”. Esta frase la escucharán de labios de uno de los protagonistas de una serie de TV que pronto se estrenará en Colombia.

La dice un expolicía corrupto que asesina y pone escuchas electrónicas para ganar dinero y alimentar a su familia. Un personaje exótico para una sociedad quieta. Pero en Colombia, un lugar en donde “no morir asesinado” ha pasado de derecho a controversia pública, esta clase de personajes abundan y andan tranquilos por las calles.

Empecemos por el espionaje. Enterarse a hurtadillas de lo que hace el otro es humano y por tanto antiquísimo. Espionaje entre familia, entre novios, entre vecinos, entre amigos, entre enemigos, entre partidos políticos, entre equipos de fútbol, entre Estados, entre países en guerra, entre combatientes y un largo etcétera. Miles de libros, películas, series y documentales sobre espionaje y contraespionaje. Un tema que fascina y engancha a millones de terrícolas.

Según las encuestas y los estudios de transparencia Colombia es una sociedad feliz y corrupta. Los informes de Naciones Unidas también dicen que es bastante desigual en el ámbito económico. La corrupción y la desigualdad van generalmente de la mano y el espionaje en estas condiciones se torna en una actividad absoluto criminal.

Vamos al grano. Los expedientes judiciales han probado que miembros de la policía política y militar han utilizado el espionaje para facilitar y cometer crímenes en Colombia. Los centenares de asesinatos con propósitos políticos que han sucedido en el país en las últimas tres décadas tienen sus orígenes en las cloacas del Estado.

No es una película. En el mundo real colombiano se mata por precaución. Se mata a la carta. De manera selecta. El cuento de las “fuerzas oscuras” es la sempiterna historia del gallo capón para no llegar a ninguna parte. No son “fuerzas oscuras” las que editan panfletos amenazantes, espían correos y teléfonos, hacen listas y pasan nombres para facilitar los crímenes. No lo son.

Son fuerzas con irrebatibles rasgos humanos que, los propios aparatos del Estado, pueden detectar, capturar y procesar a través de los medios logísticos y legales con los que cuenta. “Los enemigos agazapados de la paz” se ha vuelto un tópico en el argot político doméstico que carece de contenido real y se asemeja más a una abstracción.

Hasta el presente el blanco del espionaje ha sido el mundo de la izquierda y su gente que, por supuesto, ha llevado la peor parte. Ahora se descubre que hay un nuevo blanco: el proceso de paz que ocurre en La Habana.

Hasta un huevo de pato sabe que lo que hacían los espías del barrio de Galerías no era un mero pasatiempo. La información recopilada y procesada hubo de llegar hasta una o más mentes y de allí en adelante se pudo usar con fines estrictamente políticos o criminales. Dinamitar, como los demonios de Dostoievski y Camus, el dialogo entre el gobierno y la guerrilla, es un propósito que varios personajes públicos han demandado sin pudor. Es decir: apuñalear el corazón de la mayoría colombiana que desea paz, vida y reconciliación.

Me aparto de quienes ven en toda la burocracia estatal y en los miembros de las fuerzas militares a una suma de canallas empeñados en eternizar la guerra y el crimen. No es así. Estoy seguro que la mayoría de los funcionarios gubernamentales y los integrantes de las fuerzas armadas son gente con proyectos de vida y aspiraciones sanas.

Está bien que el jefe del Estado reciba en el Palacio de Nariño a los líderes de la Izquierda y el Ministro de Defensa ordene investigar las eternas amenazas contra la Unión Patriótica y los asesinatos de miembros de la Marcha Patriótica. Pero hay que hacer más. En estos casos la percepción no cuenta sino la realidad porque no se trata de mensajes publicitarios sino de gente que está muriendo a balazos.

Entre los miembros de la oposición de izquierda no están los demonios que actúan por fuera de la ley. Los demonios están prendidos como vampiros al cuerpo del jefe del Estado y otras criaturas rondan alrededor de las instituciones y los círculos de poder.

Son vampiros que no necesitan de la noche para rebuscarse la sangre. Salen a plena luz. El jefe del Estado tiene que sacudirse y juntarse con la gente que no quiere pasar el resto de su vida atormentada por las criaturas de las tinieblas y enfrentarlas sin miedo y con determinación. Resignarse a una nueva derrota en el objetivo de la paz sólo cabe en la mente de los perdedores.

Los miembros de las fuerzas militares, por su parte, ceñidos a la Constitución y sujetos a su propia humanidad deben emplearse a fondo para limpiar sus cuarteles. El “deber asesino” no cabe dentro de una poderosa institución que está llamada a desempeñar un papel determinante en la hipótesis del fin del conflicto.