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Colección “Colombia en camino hacia la libertad y la paz”
Capítulo 1: las víctimas de la prisión
Francisco Javier Tolosa / Martes 5 de agosto de 2014
 

“Todo cuanto existe merece perecer”

Federico Engels

Sin duda alguna, todos aquellos que logramos salir vivos y cuerdos de esa máquina de destrucción que es el sistema penitenciario, lo hacemos con el inmenso compromiso de luchar día a día por buscar la libertad de los miles de hombres y mujeres reducidos en su humanidad por la insania del régimen jurídico colombiano vigente. Adeudaba empezar a rubricar este deber para con mis compañeros retenidos por el Estado, así como saludar la ingente solidaridad nacional e internacional recibida para con mi caso, que tomo ante todo como un grito acompañante de los espíritus libres para con los prisioneros políticos colombianos, de apoyo a la Marcha Patriótica como opción política por la transformación, y como clamor por la auténtica democratización de nuestro país, que incluye necesariamente el replanteamiento de fondo de todo el sistema judicial y carcelario.

Sin pretender hacer jactancia, sería inenarrable saludar particularmente a todas las organizaciones, partidos, colectivos o personalidades democráticas de Colombia y el mundo que se han pronunciado contra mi judicialización –que hoy persiste pese a mi libertad-, pero para cada uno de ellos está el más inmenso agradecimiento a nombre no solo personal sino del pueblo colombiano que se mantiene luchando con vocación de poder, del conjunto de la población carcelaria sometida a la ignominia irracional y cotidiana de las prisiones, y especialmente de todos los prisioneros políticos del país, cuya liberación seguirá siendo una condición necesaria para la verdadera paz estable, duradera y democrática en Colombia.

Entrego para la discusión y el debate público un primer texto sobre la situación general de las prisiones colombianas, su crisis profunda y la necesidad de la transformación estructural, donde la demoledora frase de Engels toma pleno sentido en la medida que nos adentramos en esta realidad de la que no debiese quedar piedra sobre piedra. Vendrán a posteriori otras notas sobre la problemática particular de la criminalización y los prisioneros políticos, justo cuando hoy el país discute la posibilidad de la finalización del conflicto.

Aguda crisis del sistema penal y penitenciario colombiano

Doscientos años de lastre santanderista desembocan en la aguda crisis del sistema judicial y carcelario nacional, reconocida como tal desde los más diversos ángulos. Por razones políticas y económicas el estado colombiano ha venido desarrollando un auténtico “populismo punitivo”,-como la califica el mismísimo Viceministro de Justicia Miguel Samper- donde de forma falaz se pretende presentar la criminalización y encarcelamiento como salida mágica a los problemas sociales y de seguridad que sufre la ciudadanía. En los últimos 14 años se han tramitado 37 reformas al Código Penal para incrementar las penas o para crear nuevas figuras delictivas, y ninguna en cambio para rebajar condenas o despenalizar conductas. Esta plétora de enmiendas no ha significado una merma en la criminalidad ni una mayor seguridad para el ciudadano del común, como lo reconocen las mismas autoridades estatales. La reciente reforma al Código Penitenciario, Ley 1709 de 2014, si bien apunta al descongestionamiento carcelario, se convierte en un paliativo bastante ínfimo ante la crisis estructural del uso no racionalizado de la prisión por parte del estado colombiano, y aun así no ha logrado hoy producir los efectos esperados.

Esta política criminal liberticida, además de la ampliación sistemática de las delitos y las penas, tiene como particular característica el apresamiento incluso de personas que se encuentran en etapa de procesamiento judicial pero sin haberse juzgado su responsabilidad en ningún delito, haciendo que hoy el 30.8% de los reclusos que atiborran las cárceles sean sindicados, más de 36.000 personas que pudiendo defenderse en libertad entran a ahondar el crítico hacinamiento de los centros penitenciarios colombianos bajo la cuestionable figura de prisión preventiva, en medio de la categorización con suma ligereza de “peligro para la sociedad” que hacen los fiscales, quienes pareciesen funcionar en una cadena fordista de producción de medidas de aseguramiento. La obsesión por la cárcel de los legisladores y la rama judicial colombiana es tal, que ni siquiera condiciones excepcionales que deberían paliar este drama logran mitigarlo: los enfermos graves viven una versión penitenciaria del “paseo de la muerte” antes que obtener su excarcelación, mientras que hoy 155 niños menores de 3 años están prisioneros con sus progenitoras, 100 mujeres más gestan sus hijos tras las rejas y un número incontable de menores han sido arrancados de sus madres, ante la inexistencia de una reglamentación más humana en estos tópicos.

Sobrepoblación y hacinamiento es el panorama: 117.000 presos intramuros en 75.000 cupos, con hacinamiento nacional de 55,6% (más de 40.000 reclusos de sobrecupo) pero que en algunas penitenciarías puede llegar al 400%. Esta gigantesca cifra, sumada a los más de 30 mil presos extramuros en detención domiciliaria, convierte a nuestro país en un estado carcelero y punitivo como ninguno en América Latina. Por la cantidad de gente apresada, Colombia ocupa el tercer puesto en la región, –después de Brasil y México-, y el 13 en el mundo; mientras que en términos de sobrepoblación, estamos en el octavo lugar global. De lejos somos el país con mayor número de prisioneros por habitante en América Latina y solo baste recordar que esta crisis sostenida fue declarada hace ya 16 años, cuando la mismísima Corte Constitucional en sentencia T-153/98, decretó la existencia en las cárceles colombianas de un “estado de cosas inconstitucional”, por el hacinamiento que en aquel momento estaba en el 41%.

La sobrepoblación solo trae más penurias a los retenidos. El 45% de los reclusos no puede acceder a ninguna actividad de descuento u ocupación. Los internos subsisten en menos de los 3,4 metros cuadrados definidos como mínimos por el Comité Internacional de la Cruz Roja. Las condiciones de salubridad son insostenibles máxime en centros penitenciarios como el de La Tramacúa en Valledupar donde el suministro de agua es insuficiente y se usa como mecanismo de control a los presos, y las enfermedades epidémicas son pan de cada día en los patios de las distintas cárceles, mientras la atención de salud concesionada a la EPS Caprecom, célebre por su negligencia y corrupción, sigue cobrando la vida directa e indirecta de los presos que no reciben una atención adecuada y oportuna. Por no hablar de la palmaria negación al derecho de intimidad en los pabellones hacinados, donde se suprimen de facto las visitas conyugales y cualquier tipo de visita es sometida a tratos degradantes. La misma Corte Constitucional tuteló este derecho de los detenidos en sentencia T-815/13 a propósito de la existencia de solo 20 compartimentos “habilitados” para la visita conyugal de los casi 5000 presos del ERON Picota en Bogotá, pero al igual que las múltiples tutelas sobre salud, traslados o libertad han sido desconocidas flagrantemente por las instituciones carcelarias.

Ante estas cifras de seguro los defensores de este irracional modelo punitivo exigirán la construcción de más cárceles –cuando ya hoy se levantan 9 edificaciones nuevas- y pedirán más recursos para el INPEC, que representa hoy un desangre presupuestal que bordea el billón de pesos. Pero el problema es más complejo e insostenible para el estado colombiano: en un país con solo 30 universidades públicas hay 138 cárceles, de las cuales 129 registran sobrecupo. Desde el punto de vista económico, datos del Ministerio de Justicia muestran que sostener un cupo carcelario le cuesta al país cerca de 14 millones de pesos al año, (7 mil dólares aproximadamente) igual a lo que se invierte en 3,5 cupos universitarios en el mismo período.

El crecimiento de la población carcelaria es exponencial: mientras en el año 2000 había cerca de 50.000 reclusos hoy cuando se está cerca de 120.000, ha habido un aumento del 140% de la población carcelaria. Las 11 nuevas cárceles construidas en este mismo período han logrado casi duplicar los cupos de reclusión de 38.000 a 76.000 pero el hacinamiento subió de 16% en 2001 a más del 50% y el déficit de cupos de algo menos de 7000 a más de 40 mil. Detrás del populismo punitivo están no solo los intereses demagógicos de legisladores ociosos ignorantes de la problemática penal y criminológica, ni el sesgo conservador propio de los promotores de las soluciones de facto a los dramas sociales, sino la puesta en marcha en Colombia de un auténtico complejo industrial penitenciario, como bien lo define la luchadora norteamericana Angela Davis, un lucrativo negocio del castigo: macabra empresa del capitalismo en crisis, que crea una amplia masa “encarcelable” partiendo de la sistemática exclusión social, para luego incorporarlos al mercado a través del aprisionamiento masivo que representa ingentes consumos y gigantescas ganancias de los consorcios penitenciarios.

En el año 2000 en el marco del Plan Colombia, el Ministerio de Justicia firmó el "Programa para la Mejora del Sistema Penitenciario Colombiano", con la embajada de EE.UU. en Bogotá, gracias al cual, USAID y la Oficina Federal de Prisiones de los EE.UU. financiaron y asesoraron un proyecto para la construcción y / o rediseño de hasta 16 prisiones de seguridad media o máxima. La implantación de este nuevo régimen carcelario que pomposamente el INPEC llama “Nueva Cultura Penitenciaria”, no es nada distinto al calco y copia del fallido, nefasto y nefando sistema de prisiones norteamericano, que tiene tras las rejas a 1 de cada 30 de sus ciudadanos: encarcelamiento masivo, esquemas de aislamiento social, recias restricciones y controles para los presos, privatización progresiva de los distintos “servicios carcelarios” y tratamiento de guerra a los detenidos, a través de la militarización de los centros de reclusión, mediante transformaciones en la guardia y órganos de custodia del penal.

Más allá del derroche de concreto de las “mega-cárceles” están los mega-negocios bien concretos de los contratistas privados que surten como proveedores de estas instituciones. Con la masificación de la prisión, crecen las contrataciones y se consolidan un auténtico renglón económico que se lucra de la privación de la libertad de los seres humanos, negocio que se acentúa con la proliferación de las alianzas público-privadas también a nivel de centros penitenciarios. Se ceban con las prisiones colombianas grandes empresas ligadas al complejo militar industrial, bien sea de origen colombiano (empresas familiares de exmilitares fundamentalmente) o auténticas transnacionales del sector que blindan sus acciones en bolsa con la tendencia creciente de nuestros compatriotas privados de libertad.

Claro está, como es propio de Macondo el plagio sale peor que el original. Se copia el esquema restrictivo, se calca la mercantilización de las prisiones y se imita hasta la arquitectura de las cárceles, pero se ignoran presupuestos básicos de este mismo régimen penitenciario como el mínimo vital o la utilización plena del tiempo del detenido. Coloquialmente se dice en los patios de las cárceles colombianas: “Es un modelo gringo pero bajo la administración del INPEC”, institución desconocedora hasta de sus propias normas, de ineficiencia contumaz y carcomida por una corrupción que raya en lo gansteril. Dentro de esta institución actúa una auténtica “Cosa Nostra” que se convierte en el hostigamiento cotidiano para los detenidos, abogados y visitas que no entren a estimular su dinámica mafiosa, pero que al mismo tiempo se eleva a los más altos niveles. Solo a manera de ejemplo, bajo el gobierno Uribe, la construcción de las 11 nuevas cárceles y la adecuación de 19 más tuvo un sobrecosto de más de 1 billón de pesos, es decir 27 veces lo presupuestado inicialmente, según la Contraloría General de la Nación. O como olvidar que la directora de la indigna Cárcel de Valledupar, Emilda Vásquez Oñate está detenida por intento de homicidio contra el jefe de Vigilancia del mismo penal, en medio de una vendetta entre mafias y funcionarios.

Este maremágnum de ignominias,- que se pretende coronar importando prisioneros de la base norteamericana de Guantánamo-, es el que el establecimiento ofrece como “opción de paz” para sus interlocutores en la Mesa de La Habana, en su insistencia obsesa pero equivocada en identificar las mazmorras como conjuro infalible a todos los problemas nacionales, cuando por medio de sus tribunos editoriales exige cárcel para los insurgentes con quien dialoga, contrariando todas las experiencias de acuerdos internacionales al respecto.

Por un movimiento nacional carcelario

Los presos colombianos no hemos perdido nuestra ciudadanía ni ninguno otro de nuestros derechos. Somos sujetos sociales y políticos, parte del pueblo soberano y del poder constituyente en ciernes. Por ello la degradante situación sufrida por la población carcelaria, obliga a la participación directa de ésta en la búsqueda de soluciones. Los reclusos, los procesados, nuestras familias, nuestros defensores, las organizaciones solidarias y los mismos trabajadores del INPEC, debemos ser parte de esta necesaria transformación del régimen penal y penitenciario nacional, junto a otras voces autorizadas como las facultades de Derecho de las universidades del país y los centros de pensamiento alrededor de estos tópicos a nivel nacional e internacional, incluyendo la interesante vertiente abolicionista que se abre paso a nivel global.

De fondo dos aspectos insoslayables para repensarse la prisión: la causa y el fin de ésta. La causalidad estructural de la creciente criminalidad no puede ser leída como malignidad congénita, sino como producto de la grave crisis social y política, que requiere grandes cambios en todos los ámbitos, lejos de la fórmula unidimensional de la cárcel como salida a todas nuestras problemáticas. La población carcelaria somos fundamentalmente un sector del pueblo colombiano más víctimas que victimarios: antes que la formalidad legal nos declarase “peligro para la sociedad”, la sociedad previamente había sido un peligro real y efectivo para nosotros.

En segundo momento, nadie puede perder de vista que las penitenciarías no pueden ser vistas como depósitos sempiternos de hombres y mujeres disonantes con las normatividades sociales impuestas, sino que deben formar parte de un sistema integral de resocialización. Hoy nadie piensa que las cárceles colombianas sean un instrumento certero para corregir el crimen sino por el contrario un caldo de cultivo infinito para el crecimiento delictivo. Prima la noción judeo-cristiana del castigo antes que la racionalidad de la proyección de hombres y mujeres nuevas que han perdido momentáneamente su libertad pero no deben por ello perder su dignidad y demás derechos. En este orden de ideas se mantienen incólumes esquemas disciplinarios caducos e irracionales en cuanto a la comunicación, la socialización, la cultura, los horarios y demás, verdaderos reglamentos de panópticos decimonónicos en medio de la fragilidad absoluta de planes laborales y educativos, desbordados por la incontrolada sobrepoblación, riñendo plenamente con la auténtica posibilidad de reinserción social.

Estas realidades y marco de análisis, nos unen por igual a presos sociales y políticos colombianos cuyas reivindicaciones básicas deben empezar a tener curso y eco más allá de los barrotes, como lo propone el Movimiento Nacional Carcelario: Solución estructural al problema de hacinamiento mediante reformas de fondo al Código Penal; adecuación de infraestructura acorde a la actual población carcelaria; alimentación de calidad, balanceada y respetuosa de las distintas dietas especiales; régimen especial de salud y eficiente prestación del servicio médico; garantías de comunicación; no a los traslados de alejamiento familiar de los detenidos; contra la tortura, el aislamiento y otras formas de represión a los retenidos; por el acceso a la cultura, la recreación y el deporte; otorgamiento efectivo a los subrogados penales y beneficios administrativos a todos los presos; veeduría de la población carcelaria en la administración del penal y la necesaria mesa de diálogo entre el Ministerio de Justicia y los presos, son hoy los aspectos más sentidos y urgentes.

Un régimen legal y judicial ilegítimo que debe ser cambiado

Las prominentes problemáticas expuestas son solo la punta del iceberg de una crisis mayor: la de la justicia, la ley y por ende del mismo estado colombiano. Es esta crisis judicial y legal derivada de una profunda crisis política, la que encarna el deplorable panorama penitenciario.

No puede haber legitimidad de condenas cuando el ejercicio de la justicia en Colombia se halla mancillado por la cooptación de mafias legales e ilegales, intereses clientelistas y del bloque de poder. Es de público conocimiento el cuestionamiento a la rama judicial por haber transformado el sistema de contrapesos institucionales en un verdadero carrusel clientelar para beneficio de todas las camarillas que esquilman las diferentes ramas del poder público, así como la escandalosa politización de entes como la Fiscalía desde la administración de Luis Camilo Osorio y la Procuraduría bajo la tutela de Alejandro Ordoñez, que actúan realmente como inquisición macartista contra todos los procesados políticos del país y que ejercen su labor para beneplácito de los medios de comunicación, que acicatean el errado populismo punitivo. Mucho menos existe la llamada imparcialidad judicial, cuando las FFAA y la Policía Nacional bajo el control indirecto de la intervención militar norteamericana en Colombia, son los generadores de pruebas contra sus contradictores políticos, por no recordar el papel jugado por la policía política DAS y hoy reasignado a la SIJIN o cuando los conspicuos delincuentes del establishment son protegidos jurídicamente por sinnúmero de prebendas a las que no accede un procesado de a pie.

La cesión del estado colombiano de su soberanía jurídica a través de la extradición de nacionales y otros acuerdos de subordinación política limita efectivamente el ejercicio de impartir justicia, mientras la corrupción y clientelismo de las altas cortes que se han hecho más que prominentes en la última coyuntura, evidencian la ausencia de meritocracia y control popular en la rama, dificultades de diseño institucional y la creciente penetración de empresas criminales en todas las escalas. Pero paradójicamente se nos pide a los procesados que estamos fuera de este contubernio de poderes fácticos, que esperemos una administración salomónica de justicia de este aparato decadente, obsecuente con intereses imperiales y cuya legitimidad es cuestionada hoy desde mismos sectores del establecimiento.

De igual forma, se nos pretende inculcar la creencia en la ley, buscando que se obvie su origen: el desprestigiado poder legislativo. ¿Qué puede parir un Congreso de Names y Ñoños, Gerleins y Obdulios, Palomas y Uribes? Qué legitimidad puede tener una legislación definida por un parlamento elegido por menos del 40% de la población? Indefectiblemente estamos ante un poder legislativo que no representa los intereses de las mayorías, que no es el Congreso de la paz, ni de la transformación del régimen penal y carcelario colombiano, y que muy por el contrario diseña todo el andamiaje para que el sistema del que ellos se benefician, se mantenga intacto.

Viciadas por espurias las instituciones públicas que han gestado y perpetuado el actual estado de cosas, -incluida la sostenida y aguda crisis carcelaria-, la solución real a nuestras problemáticas no vendrá de este poder constituido, sino que requerirá su transformación desde el pueblo soberano en poder constituyente. Colombia necesita una nueva política criminal y carcelaria digna así como una rama judicial renovada y legítima, pensadas ambas para un país en paz, requerimos reinvertarnos como nación, rehacer el estado y sus poderes públicos; y el escenario más propicio para ello no son los manidos mecanismos institucionales actuales, sino el espacio democrático y participativo para todos los ciudadanos por excelencia, una Asamblea Nacional Constituyente que rompa de una vez por todas con los barrotes físicos e históricos que nos subyugan: una nueva carta magna para la paz y la libertad.

Compañeros víctimas de la rama Judicial, víctimas de la cárcel: Nos vemos en la Constituyente.