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Debate
Tierra y capital para los campesinos
Si este país se atreviera a poner capital productivo y entrenamiento en las mujeres y los hombres del campo y sus organizaciones, nadie tendría la tentación de cambiar azadones por armas
Francisco de Roux / Miércoles 18 de febrero de 2015
 

Hay en Colombia un campesinado victimizado por el despojo de la tierra y el desplazamiento, que cuando se organiza puede proteger la vida, el territorio y la producción sostenible. Hay también una agroindustria grande que ve el campo como oportunidad de inversión rentable. Ambos han padecido en todo la guerra. Los campesinos más en la vida, los empresarios más en el negocio. Ambos son parte del problema y de la solución del conflicto colombiano.

En la búsqueda de construir alternativas al conflicto, hace 20 años pobladores de 29 municipios iniciaron el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio (PDPMM), apoyado consecutivamente por Ecopetrol, Naciones Unidas, el Banco Mundial, el laboratorio de paz de la Unión Europea y Japón, con contrapartidas de los gobiernos Samper, Pastrana, Uribe y Santos. El programa surgió de una convención Ecopetrol-USO que creó el consorcio Seap-Cinep y después se trasladó a Barrancabermeja en la Corporación Cinep-Diócesis de Barrancabermeja. Hoy continúa.

El PDPMM, al lado de proyectos de seguridad ciudadana, cultura y educación, buscó la capitalización del campesinado en fincas de seguridad alimentaria y productos tropicales permanentes como cacao, búfalos, caucho, palma de aceite campesina y frutales; en articulación con empresas populares en los pueblos rurales.

Así mostró que, al contrario de lo que muchos piensan, la finca campesina puede alcanzar productividades por hectárea iguales o mayores que la de la gran empresa, incluso en terrenos de rastrojos; puede combinar cultivos en miles de hectáreas, controlar plagas como el PC de la palma y la monilia del cacao, alcanzar ingresos de cuatro millones mensuales por hogar, empujar la construcción de carreteras, sustituir la economía ilegal, proteger la naturaleza y los derechos humanos, y poner en la mujer rural su más alta fortaleza; y si tiene formación, crédito, propiedad de la tierra y respeto a sus asociaciones, puede alcanzar articulaciones ‘gana-gana’ con la gran empresa dentro de planes de ordenamiento territorial.

Contra la idea de que el desarrollo rural en muchas regiones debe ser solo con grandes compañías que poseen el capital de la tierra y las finanzas, el PDPMM mostró con Piketty (El capital en el siglo XXI) que excluir a la finca campesina es un error, pues debido a que la rentabilidad del capital rural es mucho más grande que la del trabajo, las grandes plantaciones agroindustriales tienden a hacerse cada vez más intensivas en capital y acumulación de tierras y acrecientan las desigualdades patrimoniales y las tensiones entre dueños de las compañías y los pobladores regionales que terminan por poseer muy poco o ningún valor; además de consolidar monocultivos gigantescos muy agresivos contra la naturaleza tropical.

Cuando, siguiendo las ecuaciones de Piketty, comparamos las fincas campesinas del PDPMM con las compañías agroindustriales, se ve que la relación capital-producción anual es mucho mayor en la compañía; y que la participación de los ingresos del capital (que van a empresa y accionistas) en la totalidad de los ingresos generados es mucho más alta en la compañía que en la finca campesina, donde los ingresos generados van directamente a la familia rural y a algunos trabajadores de apoyo, y se reinvierten en la finca y la región.

Si este país se atreviera a poner capital productivo y entrenamiento en las mujeres y los hombres del campo y sus organizaciones, nadie tendría la tentación de cambiar azadones por armas ni cacaotales por coca, y las empresas grandes encontrarían un entorno campesino exigente en sus derechos y al mismo tiempo dispuesto a recibirlos para construir juntos un campo productivo, sostenible y tranquilo.

* Tomado de El Tiempo