Asociación Campesina del Catatumbo
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Al Iguano se le frustró su salida de la cárcel
El relato de Yonny Abril muestra el terror que sembró en el Catatumbo dejando una estela de muerte. El comportamiento del paramilitar en prisión demostró que no estaba preparado para reintegrarse a la sociedad
Deisy A. Rodríguez Lagos / Lunes 11 de mayo de 2015
 
Jorge Laverde alias El Iguano, jefe paramilitar preso.

Yonny recuerda todo al detalle. Aquellos días de horror en que los paramilitares de Salvatore Mancuso en grupos de diez, montados en camiones y sin ocultar su rostro, se tomaban cada pueblo, cada corregimiento, cada vereda como se les daba la gana. Arrasando con todo, con todos. Este hombre que no viste ruana y sombrero sino gorra, camisetas sencillas y botas de caucho, guarda en su mente cifras y fechas con precisión. Desde que llegaron, el 29 de mayo de 1999, y durante cinco años asesinaron a más de 11 mil catatumberos, desaparecieron a 600 personas y consiguieron que al menos 145 mil como Yonny abandonaran sus casas.

Uno de los responsables de que este horror sucediera fue Jorge Laverde alias El Iguano, el lugarteniente de Mancuso en el Catatumbo. Una vez capturado se acogió a la Ley de Justicia y Paz cuyos beneficios le permitirán salir próximamente de la cárcel de alta seguridad de Itagüí en Antioquia sin haber tenido que pagar más de ocho años de prisión. El Iguano es uno de los 161 ex paramilitares que volverán a las calles, a las veredas y pueblos donde sembraron el terror. El 27 de septiembre estará libre con 36 años de edad.

El acento con el que habla Yonny se repite en el interior de las montañas de la provincia de Ocaña, de la que forma parte el Catatumbo, una región integrada por los municipios de Ocaña, Ábrego, Convención, Teorama, El Tarra, San Calixto, Sardinata, La Playa, El Carmen, Tibú y Hacarí. A sus habitantes les dicen ‘wichos’ y hablan -quizás- una mezcla exquisita entre el costeño del Cesar y el golpeado de Santander, los departamentos que los rodean en el que se repiten expresiones como “si vos vieras” o “vos vieras visto” para referirse a algo que sucedió, “mirá, bobo” que es lo mismo que amigo.

Yonny Abril nació en la vereda Las Palmas del corregimiento La Trinidad en Convención, en una familia conservadora con raíces en San Gil y con una gran tradición de lucha. Pedro Abril, su abuelo, escapó de la persecución liberal en tiempos de la Guerra de los Mil Días huyendo al Catatumbo, donde se estableció como colono. Su padre, don José de Jesús Abril, sin cambiar de partido, se unió al paro del Nororiente de 1987 para protestar por las ventas de petróleo que crecían mientras escaseaba la energía eléctrica y no construían acueductos en el campo. Cuando Yonny le preguntó un día si se sentía aún conservador, no dudó en responderle: “Soy godo hasta las entrañas y así moriré.”

De la infancia tiene un recuerdo triste. Su voz se quebró y sus ojos se inundaron de lágrimas cuando empezaron las reminiscencias. Fueron seis hermanos, pero calcula un total de 27 por parte de padre, por los nueve matrimonios que tuvo y sin embargo no hay lugar que le dé mayor arraigo y seguridad que la casa de su mamá, a quien visita siempre que pasa por la vereda Las Palmas donde vive.

Muchos de los niños, que sumaban hasta veinte, quienes se reunían a trepar árboles y bajar naranjas, ciruelas o cocotas, han muerto. Los han matado. Él no pudo avanzar de segundo de primaria porque la plata no alcanzaba para el transporte, los uniformes y los libros. Se ganaba la vida como arriero, primero de una mula pero llegó a tener doce que repartía de finca en finca alimentos traídos del mercado del pueblo. Los días de prosperidad son asunto del pasado. Con la llegada de El Iguano a la región lo perdió todo, las mulas y una vida tranquila construida en el campo bajo horas de sol y esfuerzo.

La tarea encomendada por Casa Castaño al Iguano y su gente fue la de combatir a “las guerrillas represoras” para quedarse con la espina dorsal: el negocio de la coca. Los cultivos y los corredores de salida. Había nacido en Turbo, en el Urabá antioqueño, donde se ganaba la vida antes de empuñar las armas conduciendo un camión. Así que era más que un extraño en el Catatumbo que aprendió a conocer en la guerra, dejando la huella macabra de hornos crematorios en carreteras y veredas.

Fue el asesinato en el 2002 de un grupo de jóvenes en Convención el factor determinante para el éxodo de Yonny y las 44 familias de la vereda La Trinidad que se fueron con él. Aparecieron en la mente de todos las dos masacres de La Gabarra en Tibú, que habían dejado cincuenta muertos, la de El Zulia y la de Sardinata, los hornos. Gloria, su esposa, tenía tres meses del embarazo de su hija que tiene hoy doce años, y sin más salieron dejándolo todo: la casa, la parcela, la comida, la tranquilidad. El cerco paramilitar era tal que hasta la Cruz Roja se vio forzada a abandonar la ayuda que le estaba brindado a los campesinos. El destino era Cúcuta, donde llegaron cansados, con hambre y sed, con un par de mudas de ropa y sin dinero, a vivir de la caridad.

La idea de regresar llegó pronto. Juan Alcides Santaella, el entonces gobernador de Norte de Santander, les prometió seguridad, hospitales, escuelas y vías. Y los campesinos le creyeron, una esperanza que se alimentaba del proceso de entrega de armas que habían iniciado los paramilitares a comienzos del gobierno de Álvaro Uribe.

De los paramilitares no se volvió a escuchar en Las Palmas pero tampoco llegó la paz y el paisaje cambió. La siembra de coca se generalizó como única alternativa de subsistencia y con ésta la lluvia de glifosato en el campo. El Ejército veía en cada campesino un guerrillero y con ello la amenaza de los falsos positivos, de los asesinatos selectivos por la presión del gobierno de la “seguridad democrática” que pedía resultados. Las brigadas 15 y 30, con presencia en la zona, se mostraban eficientes aumentando el número de “positivos”, muchos de ellos campesinos inocentes.

Fueron 68 los falsos positivos, campesinos presentados como guerrilleros caídos en combates inexistentes reportados entre el 2006 y 2008, según denuncias posteriores. Labriegos que portaban como única arma el machete para cortar la maleza y abrir la corteza del cacao.

Yonny estaba al corriente de todo. Fue el primero en percatarse de aquella mañana de junio de 2005 cuando cayó una bomba mientras los niños recibían clases en el patio de la escuela de la vereda El Suspiro en Teorama. “El Suspiro era objetivo militar porque estaba cundida de guerrilleros”, le explicó a la maestra uno de los oficiales de la base de La Gabarra. Y Yonny fue el primero en acompañar a las 55 familias aterrorizadas que abandonaron la vereda para tender carpas en un potrero del corregimiento San Juancito en el mismo municipio. Y estuvo con ellos durante más de dos meses, convencido como siempre de que “juntos podemos más”.

Su experiencia como miembro de la Junta de Acción Comunal de Las Palmas le mostró a él y a otros líderes como José del Carmen Abril, Nidia María Figueroa y Juan Carlos Quintero que no había alternativa distinta para defenderse que organizarse. Para que la violencia dejara de ser un disco rayado que se escuchaba repetidamente en la región.

Invitados por la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra presentaron en el auditorio Camilo Torres de la Universidad Nacional la realidad del Catatumbo. Conocieron la Asociación Campesina de Arauca y se animaron a constituir la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat), de la cual hoy Yonny es miembro directivo. A San Juancito regresaron con la “responsabilidad de defender su territorio al precio que fuera necesario”. Muchos de ellos, años más tarde, conformarían el movimiento Marcha Patriótica.

Comunicar, “hacer ruido”, advertir, fue su estrategia de protección y sobre todo la condición para mantenerse unidos. Los enfrentamientos entre guerrilleros y militares los han llevado a instalar campamentos de hasta 400 personas, como el de abril de 2009 en Teorama y el de julio de 2014 en Hacarí. Con banderas blancas elevadas y avisos pintados en pancartas le piden a cualquiera que porte armas que se mantenga lejos de sus familias. Su presencia provoca a unos y otros grupos, y ellos quedan en medio.

Por ahora su mayor obsesión es lograr que el gobierno reconozca la Zona de Reserva Campesina del Catatumbo que abarcaría 345 mil hectáreas de tierra entre El Carmen, Convención, Teorama, San Calixto, Hacarí y Tibú para acceder a apoyos gubernamentales, ser reconocidos como propietarios y erradicar poco a poco la coca, a medida que la siembra de alimentos vuelve a ser de buen provecho.

No conoce la paz. La guerra simplemente, dice Yonny, ha cambiado de nombre muchas veces. La del abuelo la llamaban violencia bipartidista; la del padre bonanza petrolera y la suya, la guerra paramilitar. Pero al final es la misma. Y lo cierto es que en el Catatumbo, los campesinos quieren vivir distinto. Saben muy bien del dolor que las armas les han dejado. Quieren dejar atrás el miedo, trabajar la tierra y estar cerca a su familia, bailar machetilla y carranga, y cómo no, escuchar los discos del cantante que tanto admiran: Jorge Veloza.

El Iguano, Pedro Fronteras o Raúl Sebastián, los alias de Jorge Laverde, solo con mencionarlos causan miedo entre los habitantes de los más de 27 municipios que estuvieron sometidos bajo el dominio del Bloque Catatumbo durante casi una década. Esperarían no volverlo a ver. Y también que la Fiscalía haga su trabajo y lo mantenga bajo control. Cuando recupere su libertad deberá reportarse y estar presto a presentarse cada vez que sea requerido.

No podrá entrar en contacto con los familiares de sus víctimas, ni portar armas, ni desplazarse sin previo aviso, ni salir del país, ni organizar reuniones sociales fuera de su vivienda. De lo contrario volverá a prisión y perderá el abrigo de la Ley de Justicia y Paz. Pero con criminales de esta talla que lo ha vivido todo, nunca se sabe.