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Serranía del Perijá
Sin derecho a ser civil
El escritor y sociólogo, Alfredo Molano, recorrió esta región del departamento del Cesar para entender la historia de la violencia hasta llegar a la ganadería y la minería de hoy
Alfredo Molano Bravo / Martes 14 de julio de 2015
 

Un poco antes de llegar a Codazzi, Cesar, desde Valledupar, aparecen grandes plantaciones de palma africana; un paisaje aburrido y monótono. Media hora larga de recorrido y hay una enorme fábrica de biocombustible y su batallón militar respectivo. El panorama no cambia hasta llegar a Becerril, donde de un lado comienzan los extensos bosques artificiales de teca, eucalipto y acacia mágnum, y de otro el carboncillo producido por la compañía Glencore, que explota las reservas carboníferas de la mina La Jagua con tres proyectos mineros: Carbones de La Jagua S. A., Consorcio Minero Unido S. A. (CMU) y Carbones El Tesoro S. A. (CET).

Más allá, hacia el río Magdalena, pastan miles de cabezas de ganado. En el piedemonte de la serranía del Perijá, al noreste de Becerril, está el corregimiento Estados Unidos, al que se llega por una trocha destapada —que en invierno se vuelve un barrizal— limitada por cercas, unas de alambre de púas y otras eléctricas. Ya no existen los gigantescos caracolíes, y los samanes son escasos. Un extraño silencio entra por las ventanas de la camioneta a medida que nos acercamos a un pueblo que fue y no ha vuelto a ser.

De entrada, la trocha se convierte en calle principal, a cuyos lados hay 33 casas abandonadas invadidas por bejucos y amenazadas de ser devoradas por el rastrojo, la primera avanzada de la selva para recuperar su poder. Mirando las ruinas, las casas vacías, las ventanas como cuencas sin ojos, las puertas destrozadas, no se puede dejar de pensar que hace 10 años había mujeres con niños, hombres trabajando, escuela, puesto de salud; que por los caminos de herradura bajaban mulas cargadas con café, con aguacate, con maíz, y que en la plaza principal se reunían, los días domingos de cosecha, más de 300 bestias.

Estados Unidos era entonces el centro de la economía campesina del sur de la serranía del Perijá. Becerril, un pueblo de carretera que tenía la virtud de haber conservado una iglesia colonial, pequeña, blanca y adornada con tres cúpulas, donde fue bautizado Rafael Orozco, la más pura voz del vallenato. El obispo mandó derribar la iglesita porque, según su leal saber y entender, era estrecha y oscura, y en su lugar —en el mismo sitio—, dándole frente a la plaza donde hay dos árboles de mango y un gran caucho, las compañías carboneras mandaron construir una catedral que parece una bodega. Rafaelito Orozco fue asesinado en Barranquilla en el mismo año en que se colocó la primera piedra de ese esperpento.

Becerril fue fundado por Bartolomé de Aníbal en 1594 y es, por tanto, uno de los pueblos más antiguos de la región Caribe. Era la época en que, en la zona del Cesar, los ganaderos se apropiaban de tierras a ojo, parados en los estribos de sus caballos, desde donde tiraban el lienzo —hilo de alambre— y ponían madrinas —de ganado—.

Los dueños de la tierra

La colonización del Perijá, como todas las colonizaciones en el país, comenzó por ser puntos de aserrío. Los aserradores entran buscando cortes de madera fina, abriendo trochas y sembrando pasto para las mulas que acarrean los bloques. Son la avanzada de los campesinos que entran una vez se acaba la madera fina. En el lugar donde se hizo el corte para pasto se construye un rancho de vara en tierra y en el abierto se siembra maíz, yuca, plátano y arroz.

Durante la violencia de los años 50 llegaron campesinos de los Santanderes y de Tolima a refugiarse en las selvas de la serranía. Se fundaron pueblos como San José de Oriente y Pailitas. Otros, ya fundados, como San Diego, Codazzi y Becerril, aparecieron en los mapas. En las zonas planas, más fértiles y cercanas a los pueblos, las haciendas ganaderas comenzaron a expandirse avanzando colonos. Los hacendados adelantaban remesa a los campesinos para que tumbaran monte, sembraran pasto y transfirieran el abierto a su propiedad. Así se hizo la hacienda Estados Unidos, propiedad de Rodolfo Danies, quien por su apellido de origen francés pudo ser amigo del general Lafaurie.

El señor Danies tenía un hijo estudiando en EE.UU. y como homenaje al imperio le puso ese nombre a su gran hacienda, que comenzaba en el río Tucuy y terminaba en la serranía del Perijá, seguramente en el quiebre de aguas, límite con Venezuela. Para los colonos, el nombre evocaba una tierra lejana y ajena. A la región llegaron por aquellas fechas Mari Hidalgo, Rogelio Bohórquez y Hernán Ceballos a montar un aserrío y a cultivar maíz. Las cosechas fueron tan abundantes, que la región hizo nombre y atrajo a numerosos campesinos.

El litigio de tierras entre Danies y los colonos quedó planteado. Del maíz se pasó al café. El origen andino de los colonos, el clima favorable y el precio estable del grano favorecieron la siembra de pequeñas plantaciones de arábica, una variedad tradicional que requiere sombrío, para lo que los colonos usan los árboles de guamo. La agricultura implica trochas, puentes y tiendas. Un pequeño caserío se formó alrededor de un punto de encuentro de caminos. La gente lo distinguía con el nombre de la vereda, que era el mismo de la hacienda de Danies.

A finales de los años 50 se terminó de construir la carretera entre Aguachica y Valledupar, y una cadena de pueblos ignorados como Becerril, Codazzi y San Diego se volvieron centros de mercado y puertas de colonización hacia la serranía del Perijá, estimulada por el buen precio del café y la fertilidad de la tierra. En la zona plana el algodón compitió con la ganadería hasta desplazarla hacia el suroccidente. Fue la época del Oro Blanco.

El precio del suelo se disparó, Codazzi se volvió sinónimo de bonanza y los campesinos fueron expulsados de las parcelas que habían logrado salvar de la expansión ganadera. En el Perijá se comenzó a hablar de otra bonanza, la marimbera, originada en la Sierra Nevada de Santa Marta; los Cuerpos de Paz de la Alianza para el Progreso la habían vuelto famosa en EE.UU. y los poderosos contrabandistas de La Guajira la vincularon a sus negocios. Estas dos bonanzas coincidieron con el fracaso de la reforma agraria y la firma del Pacto de Chicoral en 1974. Tres procesos que empujaron un conflicto armado no resuelto que se venía gestando desde mediados de los años 40.

La revolución

El contingente de estudiantes que recibió instrucción militar en Cuba a comienzos de los 60 creó un foco revolucionario, siguiendo las tesis del Che Guevara, en San Vicente de Chucurí, la misma zona donde el general Uribe Uribe licenció sus tropas después de la derrota de Palonegro, en 1899, y la misma zona donde Rafael Rangel organizó un grupo liberal guerrillero que se levantó contra el gobierno de Ospina, en 1948. Uno de los fundadores del Eln fue Víctor Medina Morón, natural de La Paz, Cesar, un pueblo cercano, en la base del Perijá.

Medina fue fusilado en 1968, lo que dio lugar a divisiones internas y a un debilitamiento progresivo que fue sellado por la gran derrota que sufrieron los insurgentes, en 1973, en Anorí. Una de las consecuencias del demoledor golpe fue el desplazamiento de un grupo del Eln al Perijá, justamente a una zona cercana a San Diego, el pueblo donde había nacido Medina Morón. A San Diego habían llegado un tiempo antes los supérstites de otro grupo guerrillero fundado también en Cuba por Tulio Báyer, comandante de un frustrado levantamiento en el Vichada en 1962, encabezados por Pedro Baigorri, un vasco que había sido amigo y cocinero del Che y de Fidel en La Habana.

Baigorri abrió la zona y murió hacia el 70 en un enfrentamiento con el Ejército Nacional en la vereda Media Luna, donde el Eln echó raíces. Durante los años 70 el Eln creció silenciosamente hacia el sur del Perijá. Uno de sus comandantes, Carlos Bustamante, creó una zona de apoyo entre Becerril y Pailitas, y un campamento permanente en las cercanías de la vereda Estados Unidos.

Mientras tanto, las Farc, que ya eran fuertes en el Catatumbo y Arauca, llegaron a la Sierra Nevada de Santa Marta y al Perijá en momentos en que la bonanza marimbera se debilitaba y los combos se dividían. Las guerrillas se apoderaron con facilidad del armamento de los combos y se fortalecieron como poder regional. Hicieron acuerdos territoriales con el Eln, uno de los cuales les permitió concentrarse en Becerril y organizar un comando fijo en un pequeño caserío llamado Santafé, en la vereda La Victoria de San Isidro, que se conoció con el nombre de La Fiscalía por el poder que tenía; era una especie de embajada del frente XLVII en la región.

El algodón no había entrado en crisis, la ganadería era próspera y el comercio muy activo. Total, el dinero corría a chorros y la financiación de la guerra mediante el secuestro y la extorsión se les facilitó a las guerrillas. La Fiscalía se transformó en el lugar donde se negociaban los secuestros y, de hecho, se gobernaba la zona.

El factor ‘Trinidad’

Uno de los más influyentes comandantes del frente se llamaba Ricardo Palmera, cuyo nombre de guerra se hizo célebre como Simón Trinidad, dos de los nombres del Libertador Bolívar. Hijo de una familia aristocrática de Valledupar; su padre, don Ovidio, fue un jurista destacado por su honestidad —reconocido como “La conciencia moral del Cesar”—, senador de la República y, como muchos profesionales vallenatos, tenía una hacienda ganadera.

Se recuerda el escrupuloso tratamiento laboral que daba a sus trabajadores, al pagarles todas sus prestaciones antes de que fueran obligatorias por ley. Ricardo estudió en el colegio Helvetia de Bogotá y por eso hablaba francés. Estudió economía en la Universidad Jorge Tadeo Lozano y luego en la Universidad de Harvard, por lo tanto, también hablaba inglés. Fue gerente del Banco del Comercio en Valledupar y miembro de la recién creada en la época Unión Patriótica, que llegó a tener en el país cinco senadores, 15 representantes a la Cámara y 200 alcaldes; una amenaza para los políticos locales, que se vieron desplazados de la noche a la mañana por un movimiento que trataba de cambiar los fusiles por las papeletas electorales.

Ricardo fue amenazado de muerte. Se le consideraba un traidor a su clase y autor de los numerosos secuestros que tuvieron lugar en Cesar. Cuando comenzaron a ser asesinados los miembros de la UP, y antes de que las balas lo alcanzaran, optó por ingresar a la guerrilla. Hizo cursos en la escuela militar de las Farc, situada entre los ríos Duda y Sinaí, en la región del Sumapaz, y una vez preparado para la guerra fue nombrado en la dirección política del frente en la serranía del Perijá.

La historia de Becerril

Becerril de la Sierra, de fundación incierta y cercano a Madrid, fue en el siglo XIII un lugar de paso de los rebaños de ovejas de la Meseta que se movían hacia el norte de España en verano y hacia el sur en invierno. Con el descubrimiento del Nuevo Mundo y la derrota de los moros, muchos pastores se “enrolaron” en las expediciones que llegaron a nuestras costas. Becerril, Cesar, fue fundado por Bartolomé de Aníbal en 1594 y es uno de los pueblos más antiguos de la región Caribe. Abastecía de ganado a Mompox, ciudad a la que debía obediencia y lealtad. Fue parte del territorio de guerras entre los indígenas chimilas y los yukpas, situación que impedía el paso de los españoles por tierra hacia el sur. La navegación por el Magdalena mantuvo la región ignorada y baldía hasta el fin de la guerra de los Mil Días, cuando los ejércitos se dispersaron y los soldados se volvieron colonos. Entonces, un general conservador, Antonio Lafaurie, y un gran terrateniente, Lázaro Ovalle, organizaron un “ejército civil” para sacar a los yukpas de sus tierras y obligar a huir a los chimilas. En el Catatumbo, recién descubiertos los yacimientos de petróleo, la Texas organizó una fuerza similar, con idéntico objetivo, pero contra los indígenas bari.

Estados Unidos

La vereda Estados Unidos se convirtió en corregimiento y llegó en cierto momento a ser rival de Becerril en población, riqueza y comercio. Por aquellos días —fines de los 80— Estados Unidos estaba habitado por 180 familias; 1.240 personas, exactamente. Las Farc habían organizado algunas invasiones a haciendas sin cultivar o con muy poco ganado y muchos campesinos llegaban tras la posibilidad de conseguir tierra. En realidad fue la continuidad de un movimiento campesino que se fortaleció después del Pacto de Chicoral, de la crisis del cultivo tanto de algodón como de marihuana.

Estos dos renglones agrícolas fracasaron por factores externos vinculados a EE.UU.: el algodón —por la competencia de la fibra americana— y la marihuana, que comenzó a disminuir con la fumigación aérea patrocinada por la DEA y fracasó definitivamente con los cultivos en California y Oregón, muchos de ellos hidropónicos. En cambio en la serranía las cosechas de café y de aguacate eran abundantes y el precio del grano se mantenía estable hasta el rompimiento del Pacto Mundial.

En La Lucha, una finca del padre de María Victoria Rubio Giraldo, Simón Trinidad conoció a la Toya, una mulata de ojos bellos y enmarcados por unas cejas negras y pobladas, nacida y criada en Becerril; su padre negociaba con ganado y café y por tanto conocía las diferencias entre estos dos mundos. Vivían en una casa de clase media con un gran mango en el patio trasero, donde se hacen tertulias por las tardes y desde donde por la mañana se oía discutir a los vecinos. La Toya estudió en el colegio Ángela María Torres.

Un grupo de profesores inquietos y críticos creó un centro literario, una institución ideada por Luis López de Mesa cuando fue ministro de Educación de la administración de López Pumarejo (1934-1938). En el centro literario se leían y discutían textos de autores célebres, pero poco a poco los temas derivaban hacia la política, la economía, la sociología. Entonces se encendían los debates, los enfrentamientos entre las diferentes ideologías que dominaban las preocupaciones de un pueblo ganadero en las sabanas y campesino en la serranía.

Se empezaba a discutir también el tema minero porque las compañías carboníferas ya exploraban la zona. A la Toya, que era alta y agraciada —fue capitana del equipo de básquet— no le faltaban pretendientes. El grupo de profesores se perdía los sábados por la tarde con el cuento de que iban a los pozos del río Maracas a bañarse. Sin duda iban a entrevistarse con la guerrilla a La Lucha. Es natural pensar que a Simón Trinidad le hubiera gustado una mulata tan bella y tan interesada en las ideas de la guerrilla. Es natural también pensar que un hombre buen mozo, instruido y amable le hubiera gustado a ella. La Toya ingresó a la guerrilla. Sería conocida como Lucero. Tendría una hija con Simón Trinidad.

Las Farc apoyaron invasiones de tierras, una de ellas a una hacienda en la vereda La Victoria de San Isidro, donde se instalaron 50 familias. El propietario negoció el predio con Incora en 1987. Y en 1991 les tituló las fincas. Al mismo tiempo, el Ejército atacó a las Farc y los campesinos huyeron despavoridos.

La era paramilitar

En 1997 un comando mandado por Juancho Prada desalojó a los parceleros. Apareció entonces un testaferro llamado Percy Diazgranados que compró las fincas que luego fueron adquiridas por Carbones del Caribe, que a su vez las vendería a Glencore. Hacia 1975, La Jagua de Ibirico, un municipio que limita con Becerril por el sur, tenía 3.000 habitantes. Diez años más tarde, cuando se comenzó a explotar el carbón, la población llegaba a 7.000 habitantes. En 1992 tenía 12.000.

El crecimiento demográfico tan acelerado se explica por la explotación a gran escala. También, y por la misma causa, comenzó la matazón de miembros de la Unión Patriótica, que se había hecho fuerte en la región. Uno de los casos más lamentados fue el asesinato de Alexis Hinestroza. Fue además un campanazo de terror que se oyó en toda la región: los paramilitares habían llegado. A Estados Unidos entraron entreverados con el Ejército. La gente creyó en un principio que era fuerza pública, pero cuando notó que no todos los uniformes eran iguales comenzó a dudar y a sentir miedo.

Entraron sólo a mirar, a “dar vuelta —como le dijeron al pueblo— porque se han robado por aquí mucho ganado”. Uno de los suboficiales, el sargento Mayo, se haría muy conocido después porque entraba a la vereda por el lado de La Victoria de San Isidro, perteneciente a La Jagua y zona de explotación minera. Los paramilitares volverían después con frecuencia; la guerrilla se retiró hacia la serranía, pero seguía dominando el territorio. Por esa razón no decidió establecerse en la montaña hasta cuando comenzaron las masacres en 1992.

Fueron varias masacres, es decir, asesinatos de más de cinco personas en un mismo sitio, un mismo día; gente pajareada, tiro a tiro, fue mucha. Se habla de 100 personas durante el dominio paramilitar de las Auc. Se comenzaron a oír rumores que venían del sur, del Magdalena medio. Se tenía miedo, pero del mismo miedo no se creía que alguien fuera capaz de matar a tanta gente inocente. Pero las amenazas se repetían: que los paramilitares se iban a encarnizar con Estados Unidos. Por fin, en noviembre de 1998 entraron las Auc al mando de alias Tolemaida —Óscar José Ospino Pacheco, un sujeto que había sido suboficial del Ejército— y de alias El Tigre —John Jairo Esquivel—, orgánicos del bloque Norte de las Auc, mandado por Jorge 40, Rodrigo Tovar Pupo, quien fuera vecino de barrio de Ricardo Palmera.

En la primera masacre mataron a seis personas en una parcelación llamada El Banco. El Ejército acompañó a los paramilitares y muchos testimonios dan cuenta de su activa participación. Después mataron a todos los perros del caserío. Una madrugada se oyeron ladrar, casi morder, y luego el silencio fue total. En la mañana, los animales, entre aullidos de dolor que hacían más tétrica la situación, agonizaron. Los habían envenenado.

Al mediodía entró una patrulla paramilitar. Venían ensangrentados: habían asesinado siete campesinos en La Victoria de San Isidro. En la vereda El Novillo habían matado seis. Los descuartizaron. Los familiares cosieron los restos para enterrarlos completos. El cura fue testigo de semejante crimen. En el camino entre Becerril y Estados Unidos todos los días se encontraban muertos; no siempre de la vereda y ni siquiera del municipio.

Muchos desaparecían una noche y los encontraban a los tres días en el río Tucuy, ahogados y maneados como reses. Se reportaban a las autoridades muchas personas desaparecidas que aparecían en otros municipios o que nunca aparecían. En el parque del caserío, el 18 de enero de 2000, a la 1 de la tarde, a pleno sol y a la vista de todo el pueblo, mataron en fila, al lado de las bancas, a siete vecinos que los paramilitares seleccionaron al azar. Uno había llegado por la mañana a comprar un café y ahí quedó, boqueando, debajo de un almendro donde amarraban las mulas. Los carros no volvieron. La gente hacía un atado con sus cosas y se iba a pie para Becerril. “Es que —como dijo un sobreviviente— no se tenía el derecho a ser civil”. Todos eran acusados de ser guerrilleros.

Cuando se oía sonar un motor todo el mundo corría a esconderse en las rastrojeras porque los paramilitares eran los únicos que transitaban por la carretera. Subían en camiones vacíos y bajaban con ellos llenos de ganado. Lo que no se robaban ellos, se lo robaba el sargento Maya.

A mediados de 2004 sólo quedaron en Estados Unidos tres familias. La mayoría huyó hacia Valledupar y Barranquilla, donde podían pasar inadvertidos, pero también donde era más difícil ganarse la vida y sostener la familia. Las plazas de mercado eran los únicos sitios donde podían encontrar —o robar— un desperdicio para sobrevivir. Los más jóvenes y fuertes lograban ganarse un plato de sopa cargando o descargando camiones.

A la plaza de mercado de Santa Marta no podían asomarse porque estaba en manos de uno de los más temibles paramilitares de la costa, Hernán Giraldo. Hubo también una parte de la población que optó por enmontarse, es decir, irse detrás de la guerrilla. Fue una marcha de 20 o 30 familias completas que migraron a las selvas de Machiques, un lugar fronterizo con Venezuela; una colonización forzada que terminó por echar raíces y, aunque es colombiana, recibe auxilios médicos y subsidios educativos de parte del gobierno bolivariano.

Hoy el caserío de Estados Unidos continúa casi deshabitado porque, aseguran, un nuevo grupo paramilitar, los Rastrojos, ha hecho dos o tres visitas. El sargento Maya, Tolemaida y El Tigre están en el programa de Justicia y Paz. Simón Trinidad está preso en la cárcel de Virginia, condenado a 60 años de prisión por conspiración. La Toya murió en un bombardeo en el Putumayo, junto con su hija de 15 años, Álex, que estaba de visita en el campamento. Había sido seguida desde Becerril por la inteligencia militar que la tenía vigilada.

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