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Paramilitarismo hoy
Las negociaciones en La Habana andan más rápido que el llamado desescalamiento
El Espectador / Lunes 20 de julio de 2015
 

El cese unilateral se inicia por parte de las Farc el 20 de julio; el presidente lo da por hecho y asegura que las elecciones de octubre serán ejemplarmente pacíficas. El vicepresidente, sin embargo, pregunta con cierta insidia que por qué razón el 15 de julio no es 20 de julio. El cese el fuego es tema del día. Tema de muchas patas. Una de ellas es la existencia del paramilitarismo hoy.

Uribe sacó de su sombrero aguadeño un pañuelo amarillento —abra cadabra, pata de cabra— y sentenció: Los paramilitares se esfumaron. Sus asistentes agregaron sumisos: Así es. A los que no se les ha avisado, se llamarán desde este histórico día Bandas Criminales Emergentes (Bacrim). ¡Un auténtico cambiazo! En el año 2013, la Defensoría del Pueblo denunció que había “presencia de Bacrim en al menos 409 municipios en 31 departamentos del país”.

El paramilitarismo tiene una larga y sangrienta historia y se diría que es una forma de reaccionar de la extrema derecha, favorecida por sus íntimos vínculos con el Estado y con las fuerzas militares y de policía. Durante la época de la Violencia (1946-1962) se organizaron cientos de grupos civiles armados: los chulavitas en Boyacá, los pájaros del Valle y las guerrillas de paz en los Llanos, protegidos todos por los directorios conservadores, consentidos por los gobiernos y armados por la fuerza pública. Actuaban como paramilitares en el sentido en que eran cuerpos auxiliares del Ejército y de la Policía. No se puede decir lo mismo de los grupos armados liberales ni de los comunistas, puesto que carecieron del apoyo oficial. Rojas los amnistió a todos.

En la presidencia de Guillermo León Valencia (1962- 1966) se dictaron decretos y leyes que autorizaron legalmente armar grupos civiles para defender el orden público, medidas que se complementaron luego con el Estatuto de Seguridad, decretado por el general Camacho Leyva en el gobierno de Turbay Ayala. Las detenciones arbitrarias, la tortura y la desaparición forzada fueron el pan de cada día de la inconformidad. La represión se hizo masiva, pero cuando tocó a las clases medias, la lucha por los Derechos Humanos se hizo visible y detuvo la brutalidad.

La extrema derecha buscó entonces, amparada en la ley, organizar cuerpos paramilitares regulares con la colaboración de los narcotraficantes, de los ganaderos, de los transportadores y, naturalmente, de las manzanas podridas —muchas, muchas— de la fuerza pública. Días interminables y negros de sangre, de masacres, de matanzas. Fue la respuesta de una extrema derecha impotente ante el crecimiento de las guerrillas y la formidable organización popular de la década de los 80. Según el informe del Centro de Memoria Histórica, el conflicto les ha costado la vida a 166.069 civiles desde 1985. Pero más allá de golpear el movimiento social, fue también una estrategia para sabotear los acuerdos de paz de La Uribe, Tlaxcala y el Caguán, e inclusive la Constituyente del 91. Es el recurso acostumbrado cuando se toca el statu quo. Es la regla del oro.

El paramilitarismo es un arma recurrente y espasmódica de la extrema derecha, más peligrosa y acerada en cuanto los acuerdos de paz amenazan —y así debe ser— los privilegios sociales nacidos, criados y defendidos por la guerra. La Unidad de Fiscalías contra las Bandas Emergentes denunció en 2013 que “de los 208 investigados, 114 pertenecen a la fuerza pública, diez son concejales o aspirantes a concejos municipales, y siete son alcaldes o candidatos a ese cargo. También se encuentran jueces, fiscales, asistentes, investigadores del CTI, exdetectives del DAS, secretarios judiciales y hasta el coordinador de una Casa de Justicia”.

Desde Betancur, el paramilitarismo se les ha salido de las manos a todos los gobiernos cuando la paz aparece en el horizonte. Quizá no estemos viviendo una época de excepción. Pero si el poder civil tiene realmente el control sobre la fuerza pública, el paramilitarismo carece de juego y se volvería un mero asunto de policía. El reto de Santos es gigantesco: Si quiere hacer historia, tendrá que retarla. Y en ese intento hay que acompañarlo.

* Tomado de El Espectador