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Consejo verbal de guerra absuelve a militares implicados en la masacre de Pueblo Rico, Antioquia
Aberrante fallo de la justicia penal militar
Humanidad Vigente / Martes 19 de diciembre de 2006
 

Humanidad Vigente, como parte civil de las víctimas de una de las más atroces masacres cometidas contra menores en Colombia, no puede sino lamentar profundamente la sentencia emitida el pasado 15 de diciembre por el juzgado octavo de la Cuarta Brigada del Ejército Nacional por la masacre ocurrida el día 15 de agosto de 2000.

Como se recordará, cerca de la escuela del municipio de Pueblo Rico, Antioquia, fueron asesinados por las balas oficiales los niños Paula Andrea Arboleda Rúa (8 años), Álex Alejandro Arboleda Rúa (10 años), Marcela Sánchez (6 años), Harold Giovanni Tabares Tamayo (7 años), David Andrés Ramírez López (10 años) y Gustavo Adolfo Isaza Carmona (9 años) y lesionados gravemente César Augusto Arboleda Rúa (10 años), Oswaldo Alejandro Muñoz Madrid (7 años), Cristian David Isaza (5 años) y Andrea Sánchez (15 años).

En aquella ocasión, militares del Batallón de Infantería No. 32 “Pedro Justo Berrío”, perteneciente a la Cuarta Brigada del Ejército Nacional, atacaron la excursión ecológica de un grupo de niños de la escuela del citado municipio, confundiéndolos con insurrectos.

Para la juez, ha merecido plena credibilidad la versión de los militares implicados dentro del caso y muy especialmente del comandante de la tropa del Grupo Arpón I, sargento segundo Jorge Mina González, debido al “tiempo de servicio de 14 años” en dónde “ha participado en un número no inferior a unos 40 combates, sin que registre antecedentes de ninguna naturaleza, por éste servicio prestado a la institución”, puesto que se “trata de soldados del Ejército Nacional, entrenados para el combate y no delincuentes comunes, como se pretende hacer ver”.

Según tan torpe argumento, que sólo busca la impunidad en un crimen de lesa humanidad, el Ejército Nacional no estaba en la obligación de atender su deber objetivo de cuidado, puesto que para la juez “los implicados no podían prever que por este sitio, donde resultaron muertos y lesionados los niños, éstos fueran a pasar”. Según la funcionaria, pesaba que en el lugar “no había ningún indicio de actividad humana, agroindustrial, comunitaria, escolar, religiosa, ni avisos o caminos veredales que señalaran el tránsito de población civil y menos de población infantil” y que por tanto el ejército no tiene por qué prever que en los campos colombianos, además de ellos y los grupos armados ilegales, transiten miembros de la población civil, ya sean hombres, mujeres o como en el caso, niños y niñas.

La juez, a pesar de la experticia de los investigadores, se atreve a “corregir” el tema de las trayectorias de los disparos, debido a que no “se tiene plenamente establecido cuál era la posición de las víctimas al momento de ser impactadas, las que varían por el movimiento del cuerpo y por la clase de tejido humano en el interior del organismo que hace variar su trayectoria, por lo que las mismas pueden ser erráticas”. Para la juez fue desafortunado que los funcionarios que realizaron la inspección del lugar de los hechos luego de la masacre, no hubiesen recibido las vainillas calibre 7.62 que “fueron entregadas por un campesino, y otras por un oficial”, que en efecto y tal como fue anotado por los investigadores en el expediente, “no daban la apariencia de estar allí por efectos de disparos, sino que daban la impresión de haber sido colocadas”. Textualmente la juez afirma: “llama poderosamente la atención que se hubiera subvalorado el hallazgo de unas vainillas en el lugar de los hechos y cerca de los cuerpos”.

Aduce el fallo además que las vainillas calibre 5.56, que es la munición utilizada por los militares para la fecha de los hechos, la cual tiene como característica que cuando hace contacto con el blanco se fragmenta, que por tanto que a una distancia de 400 metros (que es en la que estaban los uniformados), la velocidad de un proyectil de este carácter se ha reducido de tal forma que no actuaría como proyectil de alta velocidad y que por lo tanto no podría causar las lesiones descritas en las necropsias de los menores y que “también es difícil aceptar que los cuerpos tuvieran recorridos tan bien definidos como los que se demuestran en las autopsias y los que se muestran en los esquemas realizados por técnicos de la Fiscalía”.

La juez termina diciendo, para lavar por todas el execrable, crimen reconocido o incluso como un error por los propios militares hace seis años, que “al tener en cuenta que existen otras vainillas cerca de los cuerpos se debe suponer que a una distancia mucho menor que 400 metros y con una munición diferente sí se pueden encontrar lesiones con trayectorias mejor definidas, pudiéndose aceptar que todas las heridas tengan orificio de salida por cuanto la distancia es menor y el proyectil llega con toda su velocidad al cuerpo y por último se puede aceptar que no tengan tatuaje los cuerpos porque el tatuaje se produce a unas distancias menores a 1.2 metros”.

“Por todo lo anterior y con fundamento en las pruebas técnicas, se concluye que los aquí implicados no pudieron ser los responsables de haber causado la muerte y lesiones a los menores mencionados, por cuanto no se tiene acreditado que los proyectiles por ellos disparados hubiere hecho blanco en la humanidad de los mismos”.

La conclusión del infame fallo, que ha sido ya demandado, determina que los niños muertos y los lesionados no lo fueron por la tropa como lo reconocieron en su momento, amargamente, los mismos soldados al ser abordados por la prensa. Los culpables no existen. Sólo se trata de un oscuro montaje y aquellos menores murieron súbitamente por un hado del destino.

Hoy, seis años después, los disparos que retumbaron en aquella mañana eran sólo saludos a la bandera y jamás buscaban herir a la población civil. La masacre de Pueblo Rico se convierte así en otro cínico crimen de estado que además pretende otra cota más de impunidad