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Editorial
Preocupante balance de la "parapolítica"
El Espectador / Domingo 21 de diciembre de 2008
 

A pocos días de que acabe el año, el balance de la parapolítica es preocupante. El número de personas y regiones involucradas es alarmante, no guarda relación alguna con las medidas punitivas adoptadas y riñe con patéticas estrategias diseñadas por algunos políticos para obstaculizar las investigaciones.

Quizá sea conveniente recordar el comunicado de prensa de Salvatore Mancuso en el que afirmaba, después de las elecciones del Congreso en marzo de 2002, haber superado “la meta original del 35%”. Comparable en cinismo con la entrevista del jefe paramilitar Vicente Castaño Gil, con fecha 13 de junio de 2005, en la que sostiene que tienen “más del 35% de amigos en el Congreso”. Tres años después la presunta simbiosis entre políticos y paramilitares resultó ser enteramente verídica.

A la fecha, 34 de los 102 senadores electos en 2006, vale decir el 33%, son investigados por vínculos con el paramilitarismo. A su vez, 25 de 168 representantes a la Cámara se encuentran en las mismas. Es más, la Fiscalía adelanta 334 investigaciones en todo el país por procesos de parapolítica que involucran a políticos nacionales, regionales y locales, así como a miembros de la Fuerza Pública y contratistas.

Contrario de lo que se suele creer, el paramilitarismo no sólo se dio en departamentos de la Costa Atlántica. A partir de Córdoba, Antioquia y Magdalena Medio, el fenómeno se ha expandido al resto del país. Pese a su magnitud, hay quienes encubren sus consecuencias y disminuyen sus implicaciones. Ya el propio presidente Uribe se había referido al paramilitarismo como “engendro de la crueldad de las Farc” y a los paramilitares como “víctimas” de la ausencia de Estado y la seguridad que debe prestar en los territorios más apartados. Lo cierto es que, más allá del delictivo poder de la subversión y las razones para justificar el uso de ejércitos privados, la usualmente denominada autodefensa derrapó en la mismísima captura de las funciones de Gobierno y Estado de los candidatos que resultan electos con el apoyo de las armas. El propósito, se sabe, supera el de la representatividad política.

En este orden de ideas no puede uno menos que extrañarse con las declaraciones de la política cordobesa Eleonora Pineda. Veinte meses después de haber sido recluida en la cárcel de El Buen Pastor de Bogotá y tras ser sentenciada a siete años de cárcel, Pineda obtuvo una rebaja de pena por buen comportamiento y en las próximas horas quedará en libertad. Pese a su participación en el Pacto de Ralito, con el que políticos de la Costa y paramilitares acordaron “refundar la Patria”, argumenta que nadie la obligó, en ningún momento engañó y prácticamente no se arrepiente de ninguna de sus acciones. Como lo argumentara al ser encarcelada por nexos con el paramilitarismo la dirigente conservadora del departamento de Sucre, Muriel Benito Revollo, los nexos con líderes paramilitares estarían más que justificados por gestiones de paz que los colombianos deberíamos agradecer.

Entre tanto, las investigaciones judiciales no avanzan en pactos que se sabe se dieron en Magdalena Medio y el Eje Cafetero. Lo mismo ocurre con los de Chivoló, Pivijay, Urabá y la llamada “Reunión de Coordinación”. Igual de grave, la inocua reforma política con que el Congreso pretendía recuperar su legitimidad fue aprobada levantando impedimentos, con el claro objetivo de que no afecte a quienes ya fueron elegidos —o a sus reemplazos— y con la firme intención de que entre en vigencia a partir de 2009.

El Congreso infiltrado e incapaz de autorregularse, las investigaciones obstaculizadas o avanzando a pasos muy lentos, con personas involucradas que cumplen penas irrisorias y aun después se enorgullecen de sus anteriores delitos, que no consideran tales, el balance de la parapolítica deja mucho que desear.