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Columna de opinión
De la refundación de la Patria a la Bandas Criminales
Recuento histórico del fenómeno paramilitar entre 2001 – 2015
Jorge Orjuela Cubides / Jueves 19 de noviembre de 2015
 

El Pacto de Ralito se realizó entre cerca de 100 políticos y funcionarios de Córdoba, Sucre, Bolívar y Magdalena, y reconocidos jefes paramilitares, entre ellos, ‘Don Berna’, Salvatore Mancuso, ‘Jorge 40’ y ‘Diego Vecino’. Buscaban traducir el control territorial que tenían en representaciones políticas, así como posicionarse como un tercer actor en el conflicto y forzar una negociación política con el gobierno. “Las invitaciones se extendieron a través del entonces gobernador de Córdoba, Jesús María López, a quien Mancuso consideraba como “su segundo padre” y se hicieron a nombre de las Auc semanas antes, y “de ninguna manera” se hizo bajo amenazas” [1].

Las elecciones al Congreso de la República, realizadas meses después de firmado el Pacto, eran el primer objetivo formulado, en busca de refundar la patria. “El Pacto de Ralito no fue un acuerdo simbólico. Tuvo consecuencias prácticas. A través de la intimidación y de masacres como las cometidas en Macayepo, Chengue y El Salado, el fenómeno de la parapolítica cobró vida en cientos de municipios y en el Congreso de la República” (Cepeda, 2009, p. 87).
Los resultados políticos del nuevo contrato social se dieron en las elecciones del 2002-03, cuando alcanzaron una tercera parte del Congreso, ejercieron control sobre 250 alcaldías y nueve gobernaciones. Influyendo, asimismo, decididamente en la campaña presidencial de Álvaro Uribe Vélez, aquel agricultor, propietario de una ‘modesta’ hacienda en Córdoba de miles de hectáreas.

Además la desilusión y la frustración de la sociedad ante el fracaso de los diálogos de paz con la guerrilla ayudaron al triunfo de Álvaro Uribe: el desastre del Caguán le permitió ascender al poder. Terco en negar la existencia de un conflicto interno, descartaba cualquier posibilidad de diálogos con la guerrilla, su gobierno desencadenó la más grande ofensiva militar y política en contra de éstas. Ofensiva que presionó e incentivó a la Fuerza Pública para mostrar resultados, desatando comportamientos criminales, casi innatos en las fuerzas militares colombianas, como los “falsos positivos”, el hostigamiento contra organizaciones sociales y defensores de derechos humanos, así como las interceptaciones y los seguimientos ilegales del Departamento Administrativo de Seguridad –DAS–. A pesar de ello la ofensiva del gobierno no logró acabar con las guerrillas, las cuales se han adaptado a la nueva dinámica del conflicto, volviendo a la táctica de guerra de guerrillas, asestando golpes contra la Fuerza Pública para luego replegarse rápidamente.

Tan pronto se posesionó como presidente Álvaro Uribe buscó iniciar negociaciones con los grupos paramilitares, luego de unos meses el país asistía a la firma del Acuerdo de Santa Fe de Ralito entre el Gobierno y las Autodefensas Unidas de Colombia.

La instalación formal de la zona de distención se dio en julio de 2004 en Santa Fe de Ralito, Córdoba. Días más tarde, jefes paramilitares visitaron el Congreso de la República, Zulema Jattin, parlamentaria por Córdoba, había gestionado la visita de Salvatore Mancuso, ‘Ernesto Báez’ y Ramón Isaza a una sesión en el templo de la democracia colombiana, allí se evidenciaron las diferencias internas del paramilitarismo, debido a que los tres representaban tendencias distintas, “Isaza representaba a las autodefensas históricas herederas de la experiencia de Puerto Boyacá, de mediados de los años ochenta; Mancuso, la segunda etapa de mediados de los años noventa, con epicentro en Córdoba y Urabá; y Báez, la expansión nacional del Bloque Central Bolívar, a finales de los noventa y comienzos del siglo XXI, que expresaba la emergencia de los nuevos narcotraficantes con pretensiones de actores políticos” (CNMH, 2013, pp. 184), aunque todos con una estela de muerte sobre sí. En sus discursos exaltaron su gesta patriótica y heroica de lucha contra el enemigo comunista, los casi 60 parlamentarios asistentes ovacionaron a los jefes paramilitares. Mientras un centenar de víctimas reclamaban justicia a las afueras del recinto.

En el tiempo que duró la zona de ubicación, los paramilitares la utilizaron para traficar, cometer múltiples asesinatos y realizar extravagantes festejos, “los paras ingresaban cajas de whisky y se divertían con reconocidas modelos, actrices y prostitutas traídas de Medellín, Barranquilla y Bogotá. Organizaban bacanales con los mejores conjuntos vallenatos, cuenta chistes y hasta pianistas” (Cepeda, 2009, p. 107). En Santa Fe de Ralito los paramilitares continuaban gobernando a sus anchas ante la aquiescencia del Estado.
En las luchas internas entre paramilitares se desenvolvió el asesinato de Carlos Castaño, el 16 de abril de 2004, después de denunciar públicamente la cooptación del movimiento por el narcotráfico y su intención de entregarse a la justicia de los Estados Unidos. El asesinato fue ordenado por varios comandantes paramilitares, incluido su hermano Vicente Castaño, evidenciando la hegemonía interna del sector ligado al narcotráfico.

La Ley de Justicia y Paz diseñada por el Gobierno permitió a los paramilitares desmovilizarse en la casi total impunidad, desconociendo los derechos de las víctimas, a quienes después de la extradición de los líderes de las autodefensas se les esfumó la esperanza de su derecho a la verdad, justicia y reparación, exportando así las verdades más atroces sobre el desarrollo y consolidación del paramilitarismo en las últimas décadas en Colombia.
Hacia marzo de 2006 se empezaría a saber, públicamente, hasta dónde el paramilitarismo había permeado el Estado, por entonces fue incautado el computador del jefe paramilitar Rodrigo Tovar, alías ‘Jorge 40’, que contenía información sobre los pactos suscritos por empresarios, políticos y fuerza pública con grupos paramilitares. Entre los congresistas comprometidos estaban Miguel Alfonso de la Espriella, Zulema Jattin y Eleonora Pineda, todos cercanos al presidente de la república. El primero de ellos fue quien dio a conocer la existencia del Pacto de Santa Fe de Ralito, en 2001, en el que políticos y paramilitares se comprometían a refundar la patria. Luego de conocerse el Pacto, la congresista Eleonora fue expulsada de uno de los partidos uribistas, a pesar de que ésta, junto con Miguel Alfonso de la Espriella, había acompañado al presidente en su nueva candidatura, salpicada por un escándalo de cohecho, gracias al cual logró la aprobación de la reforma constitucional que le permitía reelegirse.

Más de dos décadas tuvieron que pasar, desde el surgimiento de los primeros paramilitares contemporáneos en el pequeño municipio de Puerto Boyacá, para que el modelo de control social, político y económico paramilitar implementado por primera vez allí se extendiera a casi todo el país, controlando además una importante parte del Congreso. Así era impensable una desmovilización total y efectiva de los grupos paramilitares, aquellos no renunciarían al control del territorio y de la población ni tampoco a sus lucrosos negocios.

La reestructuración era cuestión de tiempo, y no hubo que esperar demasiado, para el 2007 la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación identificó 34 grupos resultado del rearme paramilitar, entre los que se destacan Los Urabeños, Los Rastrojos y el Ejército Revolucionario Antisubversivo de Colombia –Erpac–. Desde la finalización del proceso de desmovilización los paramilitares han incrementado su accionar, manteniendo los órdenes sociales, políticos y económicos en los bastiones de las Autodefensas Unidas de Colombia.

Desde el 2010 el rearme paramilitar se desarrolla en un nuevo contexto: Álvaro Uribe, a quien los paramilitares veían como aliado, cercano a la ideología de las autodefensas, dio paso al Gobierno de Juan Manuel Santos (2010 – 2018), el cual decidió continuar la ofensiva militar contra la insurgencia, aunque situando a las víctimas y la solución política del conflicto como sus banderas de gobierno. Así en julio de 2011 implementó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras y en octubre de 2012 inició formalmente el proceso de paz con las FARC–EP en La Habana.

Lamentablemente, y debido a que la institucionalidad aún está infiltrada por los neoparamilitares, la restitución de tierras se ha convertido en una nueva orgía de sangre ante la mirada inmutable del Estado que observa como asesinan uno a uno a los reclamantes de tierra, quienes vuelven a ser victimizados. Un informe del 2012 de la Defensoría del Pueblo señaló que durante los últimos años han sido asesinados 71 líderes de procesos de restitución de tierras [2], develando la incapacidad del Gobierno para enfrentar el proyecto económico, social y político paramilitar que construyeron durante varias décadas. Hasta aquella fecha -2012- la justicia colombiana solo había “emitido una condena por el asesinato de un reclamante de tierras. Se trata de la muerte en el 2010 de Rogelio Martínez quien, según establecieron las autoridades, fue víctima de integrantes de la banda criminal ’Los Paisas’” [3].

El Gobierno y los medios de comunicación ahora denominan a los grupos paramilitares como ‘Bandas criminales’, paradójicamente las estructuras están conformadas por antiguos paramilitares, además sus fines, financiamiento y accionar parecen calcados: el paramilitarismo, entonces, se ha transformado superficialmente porque, en esencia, sigue activo controlando el territorio y a su población.

Libros citados
1. Centro Nacional de Memoria Histórica (2013). ¡Basta! Colombia: Memorias de guerra y dignidad.
2. Cepeda, Iván (2009). A las puertas del Ubérrimo. Bogotá: Editorial DEBATE.

[2Revista Semana. Reina impunidad en asesinatos de líderes de tierras. Abril de 2012

[3Ibid.