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Análisis
El paramilitarismo es una realidad que no se puede tapar con las manos
Aparte de sembrar la muerte y el terror entre las pobrerías del campo y la ciudad, borró de un plumazo los múltiples intentos de reforma agraria.
Edison Romaña / Lunes 23 de noviembre de 2015
 

De manera bastante generalizada, las instituciones del Estado están contaminadas por la concepción de la política contrainsurgente del enemigo interno, contenida en la Doctrina de la Seguridad Nacional.

El paramilitarismo no es un fenómeno reciente; ha sido una práctica política a la cual han recurrido las elites políticas, económicas y de la mafia para conseguir el poder, expandirlo y afianzarse en él. Si bien es cierto hubo un ambiente interno propicio para su aparición y auge, el paramilitarismo no puede ser visto al margen de la incidencia geopolítica de Estados Unidos que, en materia de estrategia contrainsurgente, se lo inculcó a los militares formados en sus escuelas, país este que a su vez fue influenciado por Francia. El paramilitarismo es uno de los principales factores incidentes en la violencia y en la degradación de la misma. Se calcula que una parte de sus víctimas, aquellas arrojadas en fosas comunes, en número superan con creces a las registradas en los países del cono sur donde hubo dictaduras militares.

El Estado colombiano no ha mostrado voluntad para enfrentar y erradicar el paramilitarismo; por el contrario, el Bloque de Poder Dominante a través de miembros de las fuerzas armadas lo han gestado, adiestrado, apoyado, sostenido… como uno de sus instrumentos más sanguinarios contra la subversión.

Han aplicado concepciones y métodos implantados del exterior, como aquello de que era preferible eliminar a un inocente que dejar libre a un subversivo.

Concluyeron que quien controlara y ganara la población tenía el éxito asegurado, y ante las dificultades para su adhesión, dedujeron que el desplazamiento de la población civil era una forma de quitarle el apoyo al enemigo y por eso forzaron los desplazamientos. Para sus genitores, entre los argumentos simples y perversos que incluían estaban: ” todo sospechoso es un muerto con la ejecución aplazada”; “Si la población no coopera hay que buscar dicha cooperación por medio del peligro”; “El dolor exacto, en el lugar exacto, en la cantidad exacta, para obtener el efecto deseado”, etc. Y todo ello era rasgo común de los escuadrones de la muerte o paramilitares, creados por el contubernio de fuerzas regulares de cada país, con el concurso de la CIA.

La estrategia del Estado colombiano de formar, entrenar, armar y utilizar organizaciones armadas al margen de la ley contra aquellos que considera sus enemigos no es reciente. Se encuentran en la vieja práctica de las elites colombianas la utilización de la violencia para obtener y mantener sus propiedades y sus privilegios, respecto a lo cual tienen todo el respaldo del Estado. Los antecedentes más cercanos se encuentran en los grupos que surgieron en la llamada “violencia” de los años cuarenta y cincuenta. Para la época, grupos privados, como los denominados Pájaros, operaron con el apoyo y la complicidad de las autoridades.

En los sesenta, se estableció el fundamento jurídico para la conformación de grupos de autodefensa bajo el auspicio y control de las fuerzas armadas, mediante el decreto legislativo 3398 de 1965, que fue convertido en legislación permanente por la ley 48 de 1968.

Después se expidió la Resolución 005 por medio de la cual se aprobó el llamado “Reglamento de Combate de Contraguerrillas”. Para ese entonces, se recomendó desde Estados Unidos que “Si una guerra limitada convencional entraña demasiados riesgos, entonces las técnicas paramilitares pueden proveer una manera segura y útil que permita aplicar la fuerza a fin de lograr los fines políticos”

El paramilitarismo como estrategia contrainsurgente en Colombia ha sido una política de Estado, no ha sido un hecho aislado o coyuntural, y ha correspondido a una ideología de terrorismo de Estado con sus naturales variaciones dependiendo de las circunstancias de cada momento.

En los años ochenta, en el contexto de la política de paz impulsada por el presidente Belisario Betancur Cuartas (1982-1986), los militares, la derecha y los narcotraficantes consideraron que el Estado había otorgado ventajas inadmisibles a las organizaciones subversivas y desde su perspectiva ideológica e intereses se consideraron obligados a asumir la defensa del establecimiento. Para ello impulsaron, crearon y financiaron grupos paramilitares como estrategia contrainsurgente, como: Castigo a Firmantes o Intermediarios Estafadores (CAFIES), el Embrión, Alfa 83, Pro Limpieza del Valle del Magdalena, Tiznados, Movimiento Anticomunista Colombiano, los Grillos, el Escuadrón Machete, Falange, Muerte a Invasores, Colaboradores y Patrocinadores (MAICOPA), los Comandos Verdes, Terminador, Menudos, Justiciero Implacable, Mano Negra y Plan Fantasma, los Grises, Rambo, Toticol, los Criollos y Black Flag, Muerte a Secuestradores (MAS), el Escuadrón de la Muerte, Muerte a Abigeos (MAOS),entre los más conocidos.

Dentro de la dinámica referenciada, la expansión del paramilitarismo en Colombia tuvo varias vías: la adelantada por las propias instituciones y estamentos que lo crearon; la propiciada a raíz de la indiferencia de los distintos gobiernos nacionales frente a tal fenómeno; la liderada por gobernadores a través de organizaciones de apariencia legal como fueron las Convivir y la implementada por narcotraficantes, consistente en formar grupos armados para su servicio, los cuales fueron incorporados al paramilitarismo, incluso comprándole franquicias a éste para evadir de tal modo la acción de la justicia nacional e internacional.

Frente al fenómeno descrito, con pocas excepciones, lo común fue que las autoridades civiles del orden ejecutivo como gobernadores y alcaldes, los organismos secretos de seguridad como el DAS y la SIJIN, personalidades políticas como concejales, diputados, representantes a la cámara y senadores, el poder judicial, la iglesia católica y los medios de comunicación, guardaran silencio, y no en pocos casos también resultaron involucrados y estructuralmente vinculados, como fue el caso del DAS.

La expansión del paramilitarismo ha dado lugar a una especie de Estado mafioso y gangsterizado. Un Estado mafioso que, en materia de la geopolítica regional, ha profundizado su servilismo frente a Estados Unidos, al tiempo que genera tensión y desconfianza entre sus vecinos. Quizás la máxima expresión de este carácter se evidenció durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Este, como Jefe de Estado, señaló a sus opositores como “terroristas vestidos de civil” y a periodistas independientes como “voceros de la guerrilla”; es decir, su paradigma se identificaba con los parámetros de los paramilitares, y dentro del mismo círculo vicioso, el paramilitarismo dio origen a una especie de clientelismo armado.

Entretanto, los grandes medios de comunicación plegados al establecimiento, han hecho del escándalo un espectáculo, muchas veces ocultando, desinformando, sirviendo de mampara a los principales responsables intelectuales y financiadores; de lo cual se deriva que tienen una enorme responsabilidad ética, moral, social y política respecto al esclarecimiento de estos hechos de la historia colombiana. Pero es evidente que para ellos pesan más los intereses de grupos y de elites oligarcas, que los de la nación a la cual informan; o mejor dicho, desinforman. La información que poseen la manipulan, o no la difunden completamente.

El paramilitarismo en Colombia, transformó negativamente a Colombia. Por decir lo menos, aparte de sembrar la muerte y el terror entre las pobrerías del campo y la ciudad, borró de un plumazo los múltiples intentos de Reforma Agraria. Así para alcanzar la paz estable y duradera que tanto clama el pueblo colombiano y las FARC-EP es necesario que el Estado tenga voluntad de esclarecer y terminar de una vez por todas con estas prácticas de guerra sucia. Se debe desarticular sin más demoras el paramilitarismo; desde su concepción, hasta los mecanismo de su ejecución.