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Columna de opinión
La tendencia re-afirmativa del para-estado en la crisis del régimen de dominación
José Honorio Martínez / Martes 11 de octubre de 2016
 

“De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas”. Nuestra América, José Martí

El proceso de negociación emprendido por el gobierno colombiano con las Farc-EP no responde a un impulso narcisista o altruista del presidente Santos, sino a un meditado cálculo estratégico del régimen político en su búsqueda por dar salida a la profunda crisis de dominación que enfrenta. Para la clase dominante, la guerra –con sus acumulados de todo tipo- resulta hoy más cara económica y políticamente que la paz; la paz, traducida en la leve reconfiguración y relegitimación del pútrido régimen político, convertiría al país en un lugar aún más atractivo para el capital.

La clase dominante, guiada por el imperialismo norteamericano, ha apoyado durante más de medio siglo la salida militar como la vía más idónea para poner fin a la rebelión desarrollada por la guerrilla. Sin embargo luego de un prolongado desangre y un vasto proceso de destrucción y degradación de la sociedad, la victoria militar continúa sin afirmarse. Sin un pleno triunfo militar que garantice con certeza el control territorial del país, el modelo rentista-extractivista, bajo el cual guían las clases dominantes la vinculación de Colombia al mercado mundial, es imposible de consolidar. La valorización y apropiación del territorio para la explotación de la tierra y los recursos naturales enfrenta numerosas dificultades, comenzando por la legalidad de los títulos de propiedad de la tierra. La insistencia, y prácticamente exigencia, del Banco Mundial en este sentido no es gratuita. Valga decir que los fines implícitos a los cuales responden la Ley de víctimas y los Acuerdos de paz firmados entre gobierno y guerrilla se encaminan en primera instancia en dirección a resolver este problema.

La guerrilla, moderando su histórica reivindicación de una reforma agraria, ha coincidido en la perspectiva modernizadora de formalización de la propiedad rural y el esclarecimiento de la propiedad de la tierra; sin embargo la clase latifundista mantiene su inflexibilidad, manifestando un gran temor ante la posibilidad de que se conozca quiénes son (ojalá con nombre propio) los dueños de la tierra en Colombia. La defensa de la intransigente postura del latifundismo combina todos los medios a su alcance, sean legales o ilegales, obteniendo con ello un importante efecto en la valorización rentística de sus propiedades, por las cuales se construirán en los próximos años proyectos de infraestructura, minero-energéticos, turísticos, militares y agroindustriales. En las actuales circunstancias, el latifundismo no teme tanto a la guerrilla como a quedar en un papel secundario dentro de los negocios en curso y los que se avecinan, por eso se ha atravesado al tren de la paz.

Al gobierno Santos le correspondió constatar que la inserción de Colombia en el desarrollo capitalista mundial no puede continuar estando mediada -primordialmente y de forma indefinida- sobre la pura y cruda violencia, que ésta requiere mínimas condiciones de legitimidad, lo cual exige la búsqueda de acuerdos y consensos políticos. Un modelo de desarrollo, como el actual con un énfasis tan arraigado sobre el territorio, requiere mediaciones que garanticen su aceptación por parte de las poblaciones rurales y urbanas; de lo contrario está abocado a permanentes contingencias y azares.

Al plantear, el delegado gubernamental de paz Sergio Jaramillo, que el problema que se pretende resolver con los acuerdos de paz es el de la gobernabilidad; lo que reconoce es que el desarrollo económico apuntalado únicamente en la fuerza no tiene garantías de sostenimiento en el tiempo debido a las interpelaciones o impugnaciones sociales (como los movimientos populares de protesta) y al costo económico del factor seguridad que encarece “la producción” echando abajo las posibles ventajas comparativas. Así los acuerdos son urgentes para seguir viabilizando el modelo de subdesarrollo con el que persisten las clases dominantes para el país, son la mejor garantía para el despliegue y la acentuación de los procesos de valorización y apropiación territorial, y constituyen el camino más expedito para proseguir en la expansión del modelo rentista-extractivista fundado en el alquiler y la venta del suelo nacional con todos sus recursos. Tal modelo, defendido bajo el discurso de las ventajas comparativas, la economía de exportación y la confianza inversionista, en suma lo que el presente gobierno denomina como la prosperidad; constituye la reafirmación de “la dialéctica de la dependencia” mediante la cual el país se ha articulado históricamente al sistema mundial.

El entramado coyuntural expresado con el plebiscito tiene el mérito de poner nuevamente en el escenario a los tradicionales y demacrados actores con sus gastados plumajes, sus grandilocuentes discursos y sus fieros intereses. En ese sentido, no solamente permiten apreciar la vigencia del latifundismo con su virulento y amargo carácter reaccionario, sino también a un actor que se ha formado casi en silencio, pero que hoy detenta el poder tras el poder: el estamento militar.

En el transcurso de estos últimos cincuenta años la oligarquía forjó una clase guerrero-mercenaria (con su respectivo complejo militar industrial [1]) a la cual otorgó enormes potestades, garantizándoles condecoraciones e impunidad por sus crímenes y llenándolas de privilegios, al punto de hacer de la institución militar un “estado” dentro del Estado, y junto a dicho “estado” permitió la conformación de un para-estado [2]. Los adversos resultados obtenidos por el gobierno Santos en el plebiscito no pueden provenir más que del pliegue social [3] del militarismo galopante en la historia contemporánea de Colombia [4].

La elevada abstención y el triunfo del “no” hacen más notoria la crisis de legitimidad del régimen político. Con el plebiscito el gobierno Santos no solamente buscaba refrendar los acuerdos alcanzados con la guerrilla, sino avanzar en salidas a la crisis de la dominación oligárquica, abriendo un compás de legitimidad para el descompuesto régimen político. Sin embargo, el resultado ha dado lugar a lo contrario: la acentuación de la crisis oligárquica.

El problema que enfrenta la facción menos reaccionaria de la clase dominante es que tiende a ser víctima de los monstruos que ha creado o contribuido a crear. Si la gente no vota ni tiene interés por participar electoralmente, o si lo hace guiada por la manipulación [5] y el fanatismo [6], ello es en gran medida el fruto más granado de la construcción [7] que ellos han hecho del país durante los siglos que lo han conducido. Si los miembros del estamento militar son opuestos a la finalización de la guerra con todos sus –paradójicos- privilegios [8], ello es el resultado del pensamiento militarista prevaleciente históricamente en la conducción del Estado. Si el latifundismo, el paramilitarismo y las mafias controlan vastas regiones del país [9], donde no casualmente se impuso el “No”, ello es efecto del “corazón grande” con el que la clase dominante ha tratado a quienes han fungido como mayorales de la explotación de la fuerza trabajo en el campo. Si un grupo importante de “señores feudales” de la burocracia estatal asumen conductas tribales en la defensa de sus “feudos y cotos de caza”, y arrojan a su “servidumbre” en contra de todo lo que atente contra sus antiguos y heredados privilegios, ello no puede provenir más que de la reproducción de la costumbre instituida por parte de la oligarquía respecto al manejo del Estado.

El triunfo del "No" en el plebiscito demuestra que la democracia colombiana funge como un mito sostenido en la existencia de mediocres partidos dirigidos por castas dinásticas que reproducen una y otra vez los mismos métodos y las mismas prácticas: el liderazgo fundado en la racionalidad pastoral, la fidelidad al jefe basada en el reparto clientelar de cargos y contratos, la acumulación de riqueza con base en el manejo patrimonial del Estado y el cierre de espacios a la crítica y la oposición mediante el autoritarismo y terror de Estado.

El nudo acontecimental del 2 de octubre es una reedición grotesca de las viejas y pequeñas disputas en el seno de la clase dominante, viejas porque se asientan en las mismas cuestiones de los orígenes de la república: la renta de la tierra y el reparto burocrático; y pequeñas porque revelan la mezquindad, la perfidia y la infamia de “la dirigencia nacional” frente a un país que enajenadamente les sostiene y conserva en sus posiciones de poder.

¿Hasta cuándo “los condenados de la tierra” van a seguir soportando sobre sus espaldas los costos de las disputas entre facciones oligárquicas? De la podredumbre de un régimen de dominación en estado de descomposición no pueden brotar las semillas de una nueva Colombia, dicha siembra le toca exclusivamente al pueblo consciente, organizado y movilizado.

[1Colombia se orienta en materia de Defensa y seguridad en una dirección similar a la trazada por los Estados Unidos para Israel.

[2La irrupción del para-estado no habría sido posible sin la aquiescencia de las clases dominantes, el respaldo norteamericano y el protagónico concurso de las fuerzas militares. Este “incluye una poderosa fracción capitalista; un aparato represivo militar; gastos en bienestar social; control territorial regional; y un restringido pero eficaz apoyo social. Es obvio que no es un antiestado (...)". La irrupción del paraestado -Ensayos sobre la crisis colombiana-, ILSA, Bogotá, 1989, p.97.

[3Ciertamente los militares tienen restringido el derecho a ejercer el voto, pero no a agenciar sus intereses entre sus familiares, “socios”, allegados y amigos. El término pliegue social refiere a dicho ejercicio.

[4Incluso durante la firma de los Acuerdos de paz, el pasado 26 de septiembre en Cartagena, estuvo presente el tenebroso sobrevuelo de los aviones Kfir de la Fuerza Aérea Colombiana, precisamente en el momento en que el comandante de las Farc-EP Timoleón Jiménez mentaba en su intervención un poético pasaje de “Cien años de soledad” sobre el “amor eterno”.

[5Fueron numerosas las mentiras con las que el bando aglutinado en torno al “No” movilizó a sus electores. Se dijo por ejemplo que a los jubilados se les recortarían sus mesadas para dárselas a los guerrilleros, que los acuerdos conducirían a la disolución de la familia al oficializar “el libertinaje sexual”, que se llevaría a cabo una masiva expropiación de tierras, que en Colombia se impondría un régimen castro-chavista, que el presiente Santos no era más que un guerrillero infiltrado en el Estado, entre otras. Corroborando lo dicho, el 5 de octubre en entrevista con el diario La República, Juan Carlos Vélez gerente de la campaña por el No, expuso sin ninguna vergüenza cómo se desenvolvió la estrategia mediática de manipulación y quienes la financiaron.

[6La lectura según la cual el “No” triunfó gracias a la movilización de las iglesias “cristianas” debe ser complementada con las preguntas por la financiación, la asistencia y la organización de tales emporios para el tráfico de “la fe”.

[7En particular, los medios de comunicación han sido durante décadas vertederos de veneno sobre “la opinión pública”. Dos factores han convergido para hacer de los medios de comunicación dominantes el principal motor de la cretinización y el envilecimiento de la sociedad colombiana: de una parte, su dependencia de la financiación privada ha hecho que hablen según mandan los intereses de sus anunciantes; de otra, su decidida contribución al “esfuerzo de guerra” hizo que construyeran un imaginario demoniaco del opositor político.

[8Las fuerzas militares gozan de un régimen excepcionalmente benefactor de seguridad social y pensiones, el cual incluso se fortaleció en la época neoliberal.

[9Ciudades como Medellín, departamentos como Casanare y regiones como el sur del César y el norte del Valle, donde el paramilitarismo impone sus condiciones, se alinearon claramente con el “No”.