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Análisis
Colombia o la trivialización de la guerra
Iván Olano Duque / Domingo 6 de noviembre de 2016
 

El primero de marzo de 2008 la Fuerza Aérea colombiana bombardeó, en territorio ecuatoriano, el campamento del vocero internacional y miembro del Secretariado de las FARC-EP alias “Raúl Reyes”, matándolo a él y a veintiún guerrilleros más. El entonces presidente Álvaro Uribe dijo en una alocución por televisión: “Hoy hemos dado otro paso en la dirección de derrotar la farándula del terrorismo sanguinario, un terrorismo que hace cincuenta años es narcotraficante”.

El 22 de septiembre de 2010, en medio de un inmenso operativo militar que en el que participaron —según algunas fuentes— más de cuarenta aviones y treinta helicópteros, la Fuerza Aérea bombardeó el campamento de alias el “Mono Jojoy”, miembro del Secretariado y comandante del Bloque Oriental de las FARC, matándolo a él y a veinte guerrilleros más. El ya presidente Juan Manuel Santos, quien había sido ministro de defensa de Álvaro Uribe, se encontraba en Nueva York participando en la Asamblea General de la ONU. En una conversación telefónica transmitida por televisión con Rodrigo Rivera, entonces ministro de defensa, este le dijo: “Estamos hablando, señor presidente, de uno de los colombianos más odiados por nuestros compatriotas por lo sanguinario, por lo cruel, por lo terrorista (...) es un día de gloria, de júbilo para los colombianos”.

El 4 de noviembre de 2011, a pesar de que ya habían iniciado los acercamientos secretos para un eventual proceso de paz con el gobierno de Juan Manuel Santos, las FARC sufrieron el golpe militar más duro de toda su historia. En las montañas del Cauca, miembros de las Fuerzas Militares lograron rodear mientras huía en medio de la selva, herido y desarmado, al entonces Comandante de las FARC, alias Alfonso Cano, después de un intenso bombardeo y del hostigamiento con ametralladoras al área en la que se encontraba. Los comunicados oficiales dijeron que murió en combate, pero según las FARC, el Arzobispo de Cali y distintos analistas, lo que realmente sucedió fue una ejecución extrajudicial. Esa noche, en directo por televisión desde Cartagena de Indias, el presidente Juan Manuel Santos, quien confesaría después que dio directamente la orden de matar al comandante de las FARC y lloró de felicidad al recibir la noticia, le enviaba un mensaje a los guerrilleros: “Desmovilícense, porque de lo contrario, como lo hemos dicho tantas veces y como lo hemos comprobado, terminarán en una cárcel o en una tumba”.

Estos son apenas tres momentos, tres pronunciamientos por televisión por parte de funcionarios públicos en medio de la guerra civil irregular que padece Colombia desde hace más de medio siglo, pero que sirven para ilustrar un hecho fundamental: la guerra está condicionada también por el lenguaje, y este puede alimentarla —o detenerla— tanto como los intereses económicos en pugna.

El lenguaje y los medios

Durante muchos años, los limitados medios de comunicación masiva, propiedad de los hombres más ricos de Colombia, se acostumbraron a reproducir y a usar los mismos términos deshumanizantes que los funcionarios públicos para referirse a las guerrillas (comenzando por el uso sistemático del eufemismo “dados de baja” en lugar de “asesinados”). Con la excepción —como es usual— de algunos periodistas independientes, el buen trabajo periodístico estaba prácticamente vedado; los grandes medios se limitaron a amplificar los comunicados oficiales, sin investigación ni contexto, sin dirigirse a la fuente ni confrontar los hechos. Y se evitó a toda costa, en el lenguaje, la más mínima posibilidad de legitimidad de estos grupos, lo que pasaba por ignorar en todo análisis las causas de la guerra y las condiciones que la perpetuaban. Los guerrilleros eran de fábula: seres sanguinarios, ruines, mezquinos, violadores, mentirosos, ladrones y, para rematar, narcotraficantes.

Y mientras se festejaba en las noticias los informes cotidianos de “guerrilleros dados de baja”, y se buscaba deshumanizar al otro tanto como fuera posible, se informaba, de vez en cuando, sobre una “salvaje” y “cobarde” emboscada que miembros de la columna tal del frente tal de tal guerrilla propició a unidades del Ejército Nacional o de la Policía. Los guerrilleros —de nuevo— eran crueles, cobardes, sanguinarios; los soldados eran valientes, patriotas, defensores de la propiedad y la vida.

Alguien podría decir que en todos lados la retórica bélica de los medios de comunicación masiva suele ser simplista, suele caricaturizar la realidad; tendría razón, pero hay que advertir que en el oligopolio mediático colombiano, y después de un conflicto de tantas décadas, donde los enfrentamientos y los muertos son el pan de cada día, esta retórica deja de ser apenas un reflejo de la guerra y se convierte en uno de sus agentes. Los medios de comunicación en Colombia han sido, como le oí decir a alguien alguna vez, actores desarmados del conflicto. Su lenguaje —calcado de aquel que se usa en los cuarteles de las Fuerzas Armadas del Estado— y la estructura de su relato cotidiano se convierten en el principal cómplice de la guerra. Y por estructura no me refiero sólo a la noticia bélica, sino a todo aquello que la rodea. Alrededor de las muertes, día tras día, hay pequeñas noticias cotidianas: un perro que atacó a alguien, el rector de un colegio que es denunciado por los padres de familia, los destrozos que una tormenta causó en alguna ciudad del país. Y después sigue, día tras día, el fútbol, los últimos goles, y luego las noticias de farándula, las vidas íntimas de los famosos y los desfiles de belleza. Así, la masacre a cuentagotas de un conflicto de más de medio siglo se vuelve incluso menos relevante que la telenovela de la noche.

Basta con ver la emisión de noticias de uno de los dos canales privados de televisión de ámbito nacional para sentir hasta qué punto el conflicto armado interno se convirtió en parte del paisaje cotidiano de la sociedad colombiana. En el imaginario colectivo —y quizás mayoritario— la realidad es el relato del establecimiento, una Colombia de fábula, con gente muy, muy malvada que busca desde la selva hundir a la sociedad en el caos y el crimen, y que se convierten entonces en la causa de todos los males, pero que, paradójicamente, son intrascendentes. Una realidad de fábula no consiste sólo en la caricaturización de los personajes, en antagonismos morales bien definidos, en la simplificación de los caracteres, las intenciones y los hechos, sino ante todo en la asimilación de cierta falsedad, cierta irrealidad. La ficción se acepta, pero no deja de ser ficción, y por lo tanto pasajera. En el aire queda el mensaje de que aquello que nos están contando realmente no importa; que esos demonios son, al fin y al cabo, ficticios. Pero como no estamos hablando de liebres y de tortugas, sino de seres humanos que, a pocos kilómetros, se asesinan los unos a los otros, nos enfrentamos a un hecho dramático. La tolerancia a la guerra como parte del paisaje cotidiano, y la aceptación de la fábula para explicar los hechos, no pueden suceder sin ocasionar profundos desgarros en la identidad colectiva, la forma en la que los colombianos interpretan la realidad y el proyecto de país.

El barniz de lo trivial

Creo que la principal manifestación de esos desgarros es la trivialización de la guerra y la normalización de un orden —material, institucional y cultural— adverso a la convivencia y la democracia. Es claro que, en política, el principal enemigo del cambio es la normalización del orden existente, por muy oprobioso que este sea; en otras palabras, sólo en la medida en que la realidad cotidiana sea percibida por las mayorías como un hecho excepcional, anormal, esas mismas mayorías acogerán la idea del cambio para establecer una nueva normalidad.

Pero ya en Colombia hemos recorrido un camino de muchas décadas de guerra (algunos dirán que no hemos tenido un verdadero periodo de paz en nuestros doscientos años de vida republicana) como para que esta sea percibida como algo excepcional. Aclaro, de todos modos, que si bien pretendo hacer referencia a un rasgo cultural generalizado, me refiero particularmente a un posicionamiento de la población urbana que recibe los coletazos del conflicto —inseguridad, cinturones de miseria, corrupción y colapso estatal— pero para quienes los bombardeos, las emboscadas y los enfrentamientos son meros hechos televisivos; sin embargo, hay otra Colombia profunda, rural, indígena, campesina y afrodescendiente, que sí se despierta con los tiroteos, que sí ve los blackhawk pasar por encima de la escuela y aterrizar en el campo de fútbol, que sí pone muertos y mutilados, y para quienes la continuación o el fin de la guerra se traduce en la vida o la probable muerte de un ser querido.

Pero esta Colombia de víctimas directas del conflicto armado, aun siendo multitudinaria, muchas veces ni siquiera es reconocida por el Estado, lo que la hace invisible y prácticamente impotente en el terreno político. Por otro lado, aunque en el recientemente creado Registro Único de Víctimas hayan llegado a la cifra increíble de más de ocho millones de víctimas directas, esta población es tan heterogénea como la misma Colombia, y en todo caso no puede entenderse como un colectivo que tenga una lectura unificada del conflicto. A ellos, por desgracia, no les ha tocado la fábula; no les ha tocado interpretar la violencia sino padecerla.

Bien quisieran los casi siete millones de desplazados, muchos de los cuales alimentan los cinturones de miseria de las grandes ciudades, que la guerra fuera un relato ficticio, como creo que la entiende una buena parte de la Colombia propiamente urbana. Como decía antes, a fuerza de tiempo y del arrollador relato que han impuesto las élites políticas, económicas y mediáticas, la guerra en Colombia es para muchos un intrascendente hecho televisivo, un elemento más del paisaje cotidiano. Esto es peligrosísimo, en primer lugar, porque lo que se normaliza, por muy terrible que sea, queda de cierto modo anclado en la realidad, extiende sus raíces en la consciencia colectiva hasta el punto en que removerlo requiere de una fuerza sobrehumana. Y es peligrosísimo, en segundo lugar, porque una sociedad que trivializa la violencia hace lo mismo con la vida y el sufrimiento humano, y se niega a construir un proyecto de país al trivializar su futuro, su propia voluntad, sus posibilidades y su dignidad.

Porque no es sólo que se trivialicen la guerra y la muerte, sino que ese mismo barniz empieza a recubrir todos los males que empeoran la vida de las mayorías: se trivializa la inexistencia de un verdadero proyecto democrático, se trivializa el colapso estatal, se trivializa la corrupción, se trivializa la precariedad laboral y el desempleo, se trivializa la violencia machista y el racismo estructural, se trivializa la privatización de derechos fundamentales como el acceso a servicios de salud y a la educación, se trivializa la desnutrición infantil, se trivializa la depredación medioambiental en virtud de intereses económicos particulares, se trivializa el despojo de tierras y el desplazamiento forzado de campesinos por parte de una oligarquía latifundista y ligada al narcotráfico, se trivializa el uso de la violencia por parte del Estado y las élites económicas para silenciar la alternativa política.

¿Cómo transformar un país para el cual ni los horrores ni la corrupción institucional ni el sistema que perpetúa la violencia y el drama humanitario tiene mayor importancia? ¿Cómo construir un verdadero proyecto democrático en una sociedad que ha trivializado el sufrimiento, que acepta su cotidianidad desgarradora como “la normalidad”, que sólo entiende de privilegios, que es salvajemente individualista y a la que le suena extraño hasta el mismo discurso de los derechos fundamentales?

Es claro: la reacción política no es el resultado de un despertar súbito de la dignidad humana, ni de las condiciones objetivas materiales, ni de la vulneración de un relativo orden de derechos y garantías; la reacción política —organizada o no— parte de una interpretación particular de la realidad como algo excepcional, como algo que debe ser cambiado. Pero entonces creo que surgen con urgencia algunas preguntas: si la guerra y la muerte son consideradas algo trivial, ¿tiene algún sentido esperar que las mayorías sociales vean con extrañeza ese orden de cosas que les es adverso? ¿Es posible invertir la interpretación de “lo normal” y “lo excepcional”, mientras que la violencia siga haciendo parte del panorama cotidiano? O dicho de un modo más directo: ¿Podemos esperar alguna transformación de la sociedad mientras haya guerra?

La magnitud del drama

Según el Centro de Memoria Histórica, el conflicto armado colombiano ha causado en poco más de medio siglo la muerte de alrededor de 220.000 personas (el Registro Único de Víctimas sube esta cifra a casi 270.000), 80% de las cuales eran civiles. Sólo en el 2002 se registraron más de 19.000 homicidios ligados al conflicto armado; ese mismo año se llegó a cifras récord en desplazamiento, despojo de tierras, tortura, delitos contra la integridad sexual y desaparición forzada. Por otro lado, no es sólo que la violencia —que corre por las venas del establecimiento— le cierre las puertas a la alternativa política a nivel estatal, sino que vuelve cuestión de vida o muerte la defensa de derechos fundamentales, la organización comunitaria y los liderazgos locales, de modo que incluso las reivindicaciones sociales más modestas entrañan un riesgo considerable a la integridad y a la vida. Prueba de ello son los 69 líderes sociales y defensores de derechos humanos que, según la ONU, fueron asesinados en Colombia en 2015, así como la impactante cifra de la ONG Somos Defensores: en lo que va de 2016, cada cinco días en promedio ha sido asesinado un defensor de derechos humanos.

El drama, sin embargo, convive con la relativa normalidad del país. Ahí están los barrios marginados de las grandes ciudades, las heridas abiertas del conflicto entrecruzadas con la efervescencia propia de las ciudades latinoamericanas. Pero la verdad es terrible: mientras los centros comerciales están llenos, y continúan los espectáculos masivos, y la gente parece contenta en su lucha por la supervivencia cotidiana, en el fondo hay temor. No podría ser de otro modo, si uno de cada siete colombianos ha sido víctima de desplazamiento por el conflicto armado.

Pero lo más grave no es que el país esté lleno de heridas, sino que el drama humanitario sigue creciendo día a día. Según el último informe de la CEPAL sobre el panorama social de América Latina, si en las mediciones de desigualdad del ingreso se tienen en cuenta los registros tributarios (incluso ignorando elementos cruciales como la concentración de la tierra), Colombia podría ser el país más desigual del continente; de hecho, somos los únicos que superamos el 20% de ingreso total en manos del 1% más rico de la población. Por otro lado, el gasto público social en Colombia —la cuarta economía de América Latina— equivale a 400 dólares por habitante, mientras que en el resto de la región el promedio es de 1841 dólares. Mientras tanto, tenemos las fuerzas militares y de policía más numerosas de toda América Latina, con alrededor de 450.000 miembros (hay que decir que la Policía Nacional de Colombia, aunque teóricamente es una fuerza civil, en medio del conflicto armado cuenta con estructura, armamento y cumple funciones de naturaleza militar). Para hacernos una idea de la desproporción en el tamaño de la Fuerza Pública colombiana, sirve notar que Brasil, con cuatro veces más población y 7,5 veces más territorio, cuenta con 120.000 miembros menos.

Podemos imaginar la carga presupuestaria que debe implicar esta inmensa maquinaria de guerra. Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, el gasto militar en Colombia corresponde actualmente al 3,5% del PIB (hace pocos años llegó al 3,9%), mientras que el promedio latinoamericano es del 1,4%. Pero aunque el PIB sirve como medida de referencia, es más revelador ver el gasto militar en relación al gasto público total. Según el mismo Instituto, el gasto gubernamental en Colombia dedicado al sector militar es hoy del 11,5% en relación al total (hace algunos años llegó casi al 14%), mientras que el promedio latinoamericano es del 4%.

Así que por un lado tenemos una población total de víctimas cercana a los ocho millones, una vergonzosa concentración de la tierra, un modelo de economía extractiva, ríos de dólares del narcotráfico, una corrupción sistémica en la administración pública, una de las mayores tasas de desigualdad del continente —si no la mayor— y un sistema de justicia colapsado, y por el otro tenemos un gasto público social inferior al de la mayoría de países de la región, y un gasto militar proporcionalmente superior al de cualquier otro país de América o de Europa occidental. Y todo esto sin mencionar que la violencia sigue ahí, retroalimentándose con los elementos anteriores, con esa lógica desgarradora que vuelve casi imposible la reacción política masiva y organizada ante semejante catástrofe.

Es por esto que, en Colombia, todo aquel que busque la justicia social, la atención y reparación a las víctimas, la dignificación de los habitantes y el territorio, y, en suma, todo esfuerzo por atender la catástrofe debe enfocarse primero en ponerle fin a la violencia.

Estoy convencido de que, puesto que el espíritu de la democracia se fundamenta en la dignidad de todo ser humano, sólo tendremos posibilidad de embarcarnos en un verdadero proyecto democrático en Colombia en el momento en que la violencia deje de ser una trivialidad y se convierta en lo que realmente es: la negación tácita de la dignidad de todos; el desgarro fatal de la voluntad y la inteligencia; la destrucción de toda posibilidad de diálogo para construir un futuro compartido y, por lo tanto, un fracaso como nación. Y es que es claro: la magnitud del drama en Colombia nos impone un pacifismo radical. Pero no se trata sólo de lograr que se silencien los fusiles, sino de acabar con esa fábula que esconde a la verdadera Colombia y trivializa la guerra.

Pero nos chocamos contra una pared: en el último medio siglo en Colombia, todo intento de diálogo por acabar con la violencia parece ser el preludio de periodos incluso más violentos. Y aunque la consciencia de este hecho no significa de ningún modo que debamos renunciar al diálogo y a la salida política al conflicto armado, y, por el contrario, nos exige una mayor determinación por alcanzar la paz, ahí está de todos modos ese fantasma. Aun sólo refiriéndonos a las FARC, podemos constatar que los sucesivos diálogos de paz con los distintos gobiernos no sólo no han logrado detener el desangre, sino que, al final, su fracaso ha logrado darle oxigeno a los discursos de guerra y a la inercia de la muerte.

Prueba de esto fueron los ocho años de gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010), quien encarnó por un lado ese discurso —tan atractivo electoralmente— de “guerra total”, de populismo punitivo y de autoritarismo patriotero, y que por otro lado fue el triunfo electoral en diferido del cartel de Medellín y del proyecto, ligado al narcotráfico, de despojo y acumulación de tierras. No es casual que el 2002, año del triunfo electoral de Uribe Vélez, sea el año que produjo más víctimas en la historia del conflicto armado en Colombia. Le siguieron ocho años de un discurso omnímodo, de deshumanización del adversario y de culpabilización: todos los problemas de Colombia eran ocasionados por ese grupo de “sanguinarios secuestradores”. En el relato oficial de entonces no había guerra ni conflicto armado interno sino un problema de “bandoleros” y “terroristas” (luego el término sería “narcoterroristas”); y los desplazados no existían: lo que había era “migrantes”. Y es que lo señalaba antes: el lenguaje ha sido reflejo y combustible de la guerra; ha servido para enmascararla, para frivolizarla, para perpetuarla. Durante los años de fervor belicista de Uribe Vélez, y los primeros de Juan Manuel Santos, no era inusual escuchar referencias a miembros de las guerrillas por parte de la cúpula militar y el ministro de defensa mismo como: “¡esas ratas!”

Pero en Colombia nunca estamos sólo ante “palabras, palabras, palabras”, como le contesta Hamlet a Polonio cuando este le pregunta qué está leyendo. Ojalá el conflicto se limitara a ellas, pero cuando hay una guerra de tantas décadas, cuando hay tantos intereses económicos en juego, cuando de por medio hay tanta tierra, tantos dólares y tantos traficantes de armas, las palabras tienen una fatal correspondencia con los hechos. Bien sabemos la dura realidad que hay detrás de esos “bandoleros”, detrás de esos “migrantes”, detrás de “esas ratas”; bien podemos intuir la estela de sufrimiento que han dejado estas palabras a su paso.

Y sin embargo, a pesar de que hace sólo seis años esto parecía imposible, estamos hoy ante una oportunidad histórica (la frase hecha es, como de costumbre, la más acertada). Un proceso de paz que ha llegado más lejos que ningún otro, con clara voluntad de las partes —incluyendo las Fuerzas Militares y de Policía—, con una ejemplar participación de las víctimas, con vocación de esclarecer las causas del conflicto y de comenzar a sanar tantas heridas. Hay esperanza, sí, pero sería necio negar que también está ahí el fantasma del fracaso, el posible regreso de la confrontación armada, las “palabras, palabras, palabras” que al mismo tiempo han reflejado y alimentado el conflicto. Y hacemos un esfuerzo por ignorar que, en el aire y como una suerte de maldición, reaparece la frase más dura y que con más crudeza retrata el absurdo de esta guerra fratricida. Una frase que bien podría ser el epitafio de todas las ocasiones en las que el diálogo ha fracasado, y hemos regresado a la espiral de la violencia, al eterno retorno de la frustración y la muerte. Se la atribuyen a uno de los negociadores de las FARC—probablemente Pablo Catatumbo— e iba dirigida a los delegados del gobierno colombiano, como reconociendo un hecho evidente y fatal, cuando se rompieron los diálogos de paz en Tlaxcala, México, en 1992: “Nos vemos dentro de 10.000 muertos...”

¿Por qué La Habana?

Las condiciones materiales, sociales y políticas que originaron la guerra hace más de medio siglo todavía están ahí. Las FARC, a diferencia de muchos otros grupos guerrilleros, no surgen a la luz de la Revolución cubana —con su idea de tomarse el poder por las armas en nombre del pueblo— sino de la histórica violencia rural en un trasfondo de violencia política; el despojo sistemático y violento por parte del establecimiento de tierras en manos de campesinos humildes. Las FARC tienen su origen, entonces, en autodefensas campesinas, gente del campo que decidió no dejarse despojar ni desplazar ni matar. ¿Pero acaso esta dinámica de despojo a sangre y fuego se ha detenido? En todo el país no sólo padecemos la más vergonzosa desigualdad en la tenencia de la tierra, sino que el conflicto en torno a ella continúa de la mano de los grupos paramilitares —ejércitos privados al servicio de grandes terratenientes—, el narcotráfico y el negocio de su represión, la ganadería extensiva, los monocultivos agroindustriales y la minería.

Pero hay más: el mismo narcotráfico —y hace poco la minería—se convirtió en una fuente de financiación casi ilimitada de la guerra. Es más fácil volver pacifistas a los distintos comandantes de ambos bandos que lograr que escasee el dinero para comprar armamento. Y si enfrentamos todo esto al hecho de que buena parte de Colombia se siente cómoda conviviendo con la guerra, y que las élites políticas y económicas tienen en ella la principal excusa para conservar el orden de exclusión del que son las únicas beneficiarias, alguien podría preguntar: ¿Por qué estamos, entonces, ante unos diálogos de paz en la Habana que prometen —con más probabilidades que nunca— acabar con el conflicto armado en Colombia?

Creo que la respuesta más acertada a esta pregunta la tienen aquellos que señalan la división de la oligarquía colombiana —la dirigencia histórica del país—en dos sectores: el primero correspondería a esa oligarquía que ha tenido siempre relación con la concentración y el despojo de tierra, que se ha beneficiado con la violencia rural, que teme a un proceso que cuente la verdad de lo que ha sucedido en el campo colombiano y que saque adelante una mínima reforma agraria devolviendo una porción de la tierra a sus legítimos dueños. Este sector de la oligarquía, cuya cabeza más visible es la del expresidente Uribe Vélez, ha tenido además relación con el narcotráfico y el paramilitarismo, y ha sido la que más ha instrumentalizado ese discurso político autoritario y efectista que solemos asociar —usando la habitual metáfora política— con la extrema derecha.

El otro sector de la oligarquía no ha sido menos beneficiaria del conflicto pero maneja claramente otra agenda económica. Se trata de un sector que no debe tanto su poder al latifundismo, sino al monopolio económico, financiero y mediático, y que se refleja en el hecho de que no han salido nunca de los ministerios de gobierno ni de la Casa de Nariño (sede y residencia presidencial). Este sector, representado hoy por Juan Manuel Santos, es mucho más pragmático que el primero, más urbano, más elitista —si tal cosa es posible—, y entiende bien que en una economía globalizada y en un país con tantos recursos naturales el conflicto armado interno, que excluye al Estado de una amplia porción del territorio nacional, no implica otra cosa que la perdida de mucho dinero; para sus intereses de clase, la guerra en Colombia es hoy ante todo una frontera comercial, una cerradura que se interpone entre ellos e inmensas oportunidades de negocio.

Es desalentador —pero no por ello menos cierto— que lo que le abre las puertas a una salida negociada y definitiva al conflicto armado en Colombia no es la sociedad civil organizada, ni un clima social de rechazo a la guerra, ni la presión de la comunidad internacional, y ni siquiera —así lo creo— un cambio radical de perspectivas políticas o militares de las guerrillas, en particular las FARC; lo que le abre las puertas al proceso de paz es, nos guste o no, el pragmatismo económico y político de un importante sector de la oligarquía colombiana.

Pero esto no significa que los diálogos de paz de la Habana entre el gobierno colombiano y las FARC —y aquellos que se establecerán en Quito con el ELN— dejen de ser una oportunidad histórica. Aunque las motivaciones sean distintas, el escenario actual impone una alianza entre antagonistas políticos que hace pocos años habría parecido completamente absurda: ante la perspectiva de la terminación del conflicto, y conscientes del desafío político que esto implica, hoy vemos junto a ese sector urbano de la oligarquía colombiana, representado por Juan Manuel Santos, a las asociaciones de victimas, los activistas sociales, los defensores de derechos humanos, buena parte de la academia, los movimientos políticos de izquierda y, en suma, prácticamente todos aquellos que buscamos construir una nueva Colombia en paz y con justicia social.

Y si el lector me permite una declaración tan personal, diré acá que considero a Juan Manuel Santos un adversario político, un individuo que está en el extremo opuesto del espectro ideológico. Creo que él representa buena parte de aquello que tiene a Colombia postrada ante la violencia y la precariedad, y que, en virtud a las cifras de corrupción e impunidad estructural, la aproxima a definirse como un Estado fallido.

Pero hay que reconocerlo: nadie esperaba ese giro político de Juan Manuel Santos. En pocos años él pasó de ser el ministro de defensa de Álvaro Uribe, de celebrar los bombardeos a campamentos guerrilleros en la madrugada —que no eran otra cosa que masacres de colombianos en estado de indefensión—, de evadir su responsabilidad como superior jerárquico y esconder los “falsos positivos” —asesinatos en todo el país de jóvenes humildes por parte de miembros del Ejército para hacerlos pasar por guerrilleros y cobrar prebendas—, de haber ordenado como presidente el asesinato del comandante de las FARC alias “Alfonso Cano” —noticia que, como él confesó, le provocó lágrimas de felicidad—; pasó de todo esto, a ser el presidente que más lejos y con mayor determinación ha llevado a cabo un proceso de paz con las FARC.

Hay que reconocer que para esto se necesitaba una inmensa voluntad y capacidad política, y que él las tuvo. ¡Y claro que él y los suyos son los mayores responsables de la violencia en Colombia! ¡Y claro que con este proceso no pretenden renunciar sino afianzar su orden de privilegios! Pero hay que decirlo: nos guste o no, nadie en Colombia ha conseguido jamás sacar adelante un proceso de paz como él lo ha hecho.

Y mucha gente merecería en Colombia el Nobel de la paz. Las víctimas, que han perdonado a pesar del dolor; los defensores de derechos humanos, que se juegan la vida día a día; los pueblos indígenas, en especial los del suroccidente colombiano, que han sido siempre un ejemplo de dignidad, solidaridad, organización y lucha por sus derechos; la activista Piedad Córdoba, quien contra viento y marea, aún en los momentos de mayor fervor belicista y poniendo en riesgo su vida, no ha dejado de luchar por la salida negociada y por la humanización del conflicto. Pero se lo ganó Juan Manuel Santos, el que mandó a matar y lloró lágrimas de felicidad al recibir la noticia. Aun así, si ello contribuye a que se termine el conflicto armado con las guerrillas en Colombia, somos muchos los que celebramos y defendemos su premio.

Porque estamos al fin ante la posibilidad de transformar el paisaje político colombiano, de cambiar la gramática y revitalizar el terreno para sembrar, al fin, un verdadero proyecto democrático.

Más que las reformas, el símbolo

Y acá surgen interesantes debates. Tengo un amigo, cuyos análisis sobre Colombia suelo admirar y compartir, y cuyas lecturas sobre la realidad política y social merecen, a mi juicio, el estudio más detallado, con quien sin embargo discrepo en un planteamiento esencial respecto al proceso de paz y la coyuntura actual. Afirma él que es absurdo pretender acabar con la guerra si persisten las condiciones que le dieron origen; que la paz debe sentirse en las calles, debe ser un hecho multitudinario y popular, antes de ser decretada por los mismos poderes mezquinos que la originaron. Afirma que la paz es justicia social y no apenas el silencio de los fusiles, y ha sido muy crítico ante un proceso que no pretende transformar a Colombia, ni revisar el modelo económico y de desarrollo, ni dignificar a las mayorías sociales postergadas, y que en cambio pretende lavar la fachada y darle un aire de modernidad a la vieja y corrupta oligarquía colombiana.

Creo que mi amigo tiene toda la razón en ser crítico, en denunciar la hipocresía del establecimiento y en reclamar las grandes transformaciones que Colombia requiere con urgencia. Pero tengo la impresión de que se equivoca al no aceptar las competencias limitadas de la mesa de diálogos de la Habana, lo que equivale a esperar demasiado de ella. Por mucho que en la Habana se hable de reparación a las víctimas, o de restitución de tierras, o de apertura democrática, no hay manera de que las profundas transformaciones que mi amigo reclama y entiende como la verdadera paz de Colombia surjan de una mesa de negociaciones entre dos bandos beligerantes. A mi entender, lo que se pacta en la Habana no es ni mucho menos “la paz de Colombia” sino algo mucho más modesto y sin embargo importantísimo: el fin del conflicto armado entre el Estado colombiano y las FARC.

Desde luego que hacen falta las voces que señalen con argumentos: esto no es la paz. Y también hacen falta las voces que le reclamen al establecimiento su arrogancia, pero sospecho que este énfasis puede desviarnos de lo más importante: para que en Colombia se abra camino un programa mínimo de reivindicaciones sociales es imprescindible que salgamos de esta espiral de muerte y envilecimiento. Por otro lado, me pregunto hasta qué punto el señalamiento de la mezquindad y el proyecto elitista de la oligarquía colombiana puede ser una consecuencia del análisis, cuando tal cosa es claramente redundante, del mismo modo en que una “oligarquía democrática” es una contradicción en los términos.

Ahora bien, tengo también la impresión de que mi amigo se equivoca al caer a veces en el dudoso mito de la paz y, por ende, de reclamárselo a los diálogos de la Habana. En primer lugar, porque las FARC, por mucho que acaparen buena parte del abanico noticioso del conflicto colombiano, no representan en realidad sino una fracción de la violencia generalizada (algún estudio afirma que del 15%). En segundo lugar, porque la paz es más un legítimo —y quizás necesario— eslogan político que una realidad palpable en Colombia. Y en tercer lugar, porque la mitificación de la paz, es decir, la tergiversación fantástica de lo que ella implica, es útil sólo a aquellos que intentan perpetuar el orden de exclusión imperante.

Hay que ser muy cuidadosos. Muchos podremos coincidir en que la búsqueda de la paz debe ser una suerte de imperativo ético ciudadano, pero creo que discreparemos bastante sobre la conveniencia de esa mitificación de la paz que la instrumentaliza cual si se tratara de un horizonte apolítico de fraternidad y generosidad. A nadie le interesa tanto esta paz edulcorada como a los que siempre han tenido el poder económico, financiero, político y mediático en Colombia.

El mismo establecimiento que ha dictado la fábula de la guerra, y que le ha vendido a buena parte de la población el relato de las guerrillas como la causa de todos los problemas sociales y las frustraciones como país, quiere vender ahora una paz también fabulada; una paz planteada como la llegada de una Colombia idílica —léase sumisa—, sin conflictos ni contradicciones, donde todos nos unamos en un inmenso abrazo de júbilo para sacar al país adelante (y de paso firmemos un cheque en blanco a las élites). Una paz de fábula, sin tensiones, apolítica y, por lo mismo, antidemocrática.

La paz es un derecho y un deber, pero el mito de la paz es una estafa infantil. Lo que debemos buscar no es una Colombia idílica, fundida en un abrazo de resignación, sino una Colombia vital, deliberante, intensamente politizada, y donde el conflicto social pueda tener una expresión organizada sin que ello implique el resurgimiento de la guerra. Lo que debemos buscar es el silencio definitivo de los fusiles, el destierro de la violencia como arma política, mientras que las diferencias y tensiones se acentúan y desarrollan en un marco de garantías y de respeto a la vida.

Entonces se vuelve imprescindible entender los diálogos de la Habana —y ojalá los de Quito con el ELN— como lo que realmente son: la búsqueda de un acuerdo de mínimos entre bandos beligerantes que establezca el final de la política con armas, y no de la política a secas, y que permita a la ciudadanía ver, al dispersarse el humo de los cañones, las grietas en el muro del establecimiento. Sólo entonces, y a la luz de esas grietas, empezará el momento de la confrontación abierta, de la definición de nuevas identidades colectivas, del choque arduo de las contradicciones en un terreno propicio y en el que valga la pena luchar.

Y es bajo esta óptica que se vuelve imprescindible apoyar el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, firmado recientemente por el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC. Después de cuatro años de negociaciones públicas, y después de haber logrado atravesar grandes dificultades —como las emboscadas y bombardeos que, en plena negociación, dejaron decenas de muertos en los dos bandos—, se ha conseguido un acuerdo serio, de mínimos y no de máximos, y que nos acerca más que nunca al final del conflicto político armado en Colombia.

Es un acuerdo que debe no sólo ser respetado y cumplido por las partes, sino que debe ser respaldado por la ciudadanía y la comunidad internacional. Por muy incompleto que nos parezca, por muchas deficiencias que podamos señalar, es evidente que se trata de un acuerdo serio, riguroso, y que pone en primer plano buena parte de los temas cardinales del drama colombiano.

Uno de esos temas es la resistencia histórica del establecimiento —que se ha traducido en violencia— a que otras ideas e intereses participen en política, se organicen, tengan iniciativas públicas y puedan acceder a cargos de representación popular, lo que implica establecer un nuevo marco de garantías de participación política para los partidos, líderes y movimientos sociales.

Otra sección del Acuerdo reconoce que la desigualdad y violencia rural es una de las causas históricas del conflicto —según las FARC— y una de sus consecuencias —según el Gobierno nacional—; ambas cosas son ciertas. No es poca cosa que el Gobierno reconozca algo que se aparta de su propia narrativa tradicional: que en el primer plano del conflicto armado están tanto el abandono estatal como el despojo violento de tierras que durante décadas ha padecido la población rural, los campesinos, las comunidades indígenas y afrodescendientes, y que se refleja en esos millones de desplazados, en la persistencia de condiciones de pobreza extrema, en el latifundismo ocioso y en la vergonzosa concentración de la tierra. Hay quienes aseguran, incluso, que el despojo asociado al paramilitarismo puede llegar a la cifra increíble de diez millones de hectáreas cultivables, casi un cuarto del total nacional. Ante esta situación, el Acuerdo reconoce que es indispensable una transformación del campo colombiano y establece una serie de medidas con miras a una reforma rural integral que, aunque no resuelvan los problemas, lograrán que este tema sea protagonista de la agenda política de los próximos años.

Pero el corazón del Acuerdo está en el tratamiento a las víctimas. Esto, hay que decirlo, es admirable, pero no podía ser de otro modo; en un país lleno de víctimas, un mínimo de reconocimiento y reparación es indispensable para que las heridas del conflicto no supuren con el paso del tiempo y mantengan latente la violencia. Se manejaron varios procesos simultáneos: por un lado, distintos foros de víctimas en todo el país, en los que se recogieron miles de propuestas para la mesa de la Habana; por otro lado, distintas entidades —Naciones Unidas, Universidad Nacional y Conferencia Episcopal— seleccionaron sesenta víctimas que debían ser representativas de todo el espectro de victimarios, y que divididas en cinco delegaciones viajaron a la Habana a reunirse con los representantes de las FARC y el Gobierno. La idea no era sólo entablar un diálogo, ni apenas abrirles un espacio para la iniciativa y el enriquecimiento del proceso, sino ante todo reconocer sin ambages de que ellas son su razón de ser, que todo conflicto armado es menos el choque de grandes ideas que un drama humanitario, y que todos los esfuerzos deben enfocarse en atender ese hecho fatal: aun cuando se callen las fusiles, toda guerra pervive en sus víctimas.

¿Cuál es la mayor justicia a la que puede aspirar una víctima? Creo no equivocarme al afirmar que esta puede ser la pregunta más importante de todo proceso de paz, pues el ejercicio de responderla es al mismo tiempo un esfuerzo por salir de la espiral perversa de la guerra. Y es que es claro que nuestra cultura ha privilegiado el castigo en la reflexión y administración de la justicia; esto es, impartir al victimario un daño equivalente al ocasionado. Y hay acá dos errores garrafales: el primero, reflejo de los impulsos más primitivos aunque esté cobijado por las instituciones, consiste en la interpretación de la justicia como un supuesto derecho a la venganza; el segundo, y que implica un giro radical en el concepto mismo, es que el énfasis se ponga en el victimario y no en la víctima.

Lo que se ha resuelto en la Habana dignifica el concepto de justicia y va en contravía de nuestra interpretación cultural tradicional. De nada le sirve a las víctimas que los victimarios pasen toda su vida en la cárcel si ellas continúan sin saber qué fue lo que sucedió, padeciendo las consecuencias sociales, económicas y morales de los hechos violentos y expuestas a que en cualquier momento se repitan. Por otro lado, cuando hay tantos actores armados, que en décadas de conflicto y en la degeneración inevitable del mismo han cometido los mayores horrores, no hay modo de que alguien baje las armas si se le dice que va a pasar el resto de su vida en una cárcel. Ante esto se dijo en la Habana y dijeron las víctimas: la mayor justicia posible es la verdad, la reparación y las garantías de no repetición.

El capítulo sobre víctimas del Acuerdo final de la Habana establece entonces la creación de la Jurisdicción especial para la paz, la cual tendrá competencia para juzgar a todos los actores del conflicto: guerrilleros, agentes del estado y miembros de la sociedad que hayan cometido delitos relacionados con el conflicto, lo que incluye —y esto es muy importante— a empresarios y latifundistas que hayan financiado o colaborado con grupos paramilitares (al único que no podrán juzgar será al Presidente de la República). Esta jurisdicción tendrá dos procedimientos claramente diferenciados: uno en el que el que se reconoce la verdad y la responsabilidad, y otro en el que no. La intención es privilegiar la verdad sobre el castigo, pero también advertir: si alguien no se acoge a esta oportunidad histórica, y decide no confesar su responsabilidad en el conflicto, estará expuesto a sentencias mucho más duras.

Según los tratados internacionales, los crímenes de lesa humanidad no son indultables, por lo que aquellas personas que confiesen haberlos cometido recibirán penas de entre cinco y ocho años de restricción efectiva de la libertad. Quienes sean hallados culpables de estos crímenes sin haberlos confesado deberán ir a prisión hasta por veinte años. Por otro lado, se otorgará una amnistía a “los delitos políticos y conexos cometidos en el desarrollo de la rebelión”, lo que incluye a todos aquellos que tienen procesos en curso o que ya fueron juzgados por la justicia ordinaria, anteponiendo siempre, en todo caso, el reconocimiento de la verdad y la responsabilidad. Además de esto, y en el marco del Sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición, se establece la creación de una comisión para el esclarecimiento de la verdad, y de otra para la búsqueda de personas dadas por desaparecidas.

Lo dicen en el Acuerdo mismo: esto no es un pacto de silencio. El esclarecimiento de la verdad, el reconocimiento de las responsabilidades y las garantías plenas de que esos hechos dolorosos jamás se repetirán no son elementos accesorios del Acuerdo: son la aplicación efectiva de los derechos de las víctimas. Sólo así será posible empezar a desterrar el miedo, a reconstruir la confianza y la reconciliación. E incluso más: sólo así será posible acabar con lo que podríamos llamar la “guerra profunda”, las heridas en la consciencia y la identidad de buena parte de la población colombiana.

Pero insisto: más que las reformas, es el símbolo. Por muchas carencias que podamos señalarle al Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, este es el resultado de los diálogos de paz más ambiciosos en la historia de Colombia, y pueden ser por lo tanto uno de los documentos fundacionales del nuevo país que será capaz de vivir el conflicto sin degenerar en violencia. Y somos muchos los que, aun sin participar en su discusión o redacción, lo suscribimos, pues Colombia tiene en él no sólo la oportunidad de decirle “No más” a la confrontación armada más vieja del hemisferio occidental y de reconocer al fin la estela de sufrimiento que ha dejado su historia reciente, sino sobre todo de romper el cristal de la fábula que trivializa la guerra y, junto a ella, los innumerables dramas nacionales.

Y sí: es un acuerdo que dudosamente sería aplicado en su totalidad, y que, aun en el caso hipotético de que así fuera, no traería consigo las reformas que Colombia necesita con urgencia; sólo ayudaría a amortiguar unos ejes específicos. Y sí: es un acuerdo que en otros contextos políticos calificarían como conservador o, cuanto mucho, como la hoja de ruta de un reformismo tímido; sin embargo, contrastado con la agenda de políticas públicas que suele manejarse desde el poder en Colombia, bien parece de corte progresista.

Pero es ante todo un acuerdo que se sale del libreto de la oligarquía colombiana, porque tiene todo el potencial para marcar una cesura histórica, para ser el símbolo de un nuevo horizonte de posibilidades, y para convertirse en el desencadenante de nuevas dinámicas políticas, éticas y estéticas.

Cría cuervos y te sacarán los ojos

Pero Juan Manuel Santos decidió someterlo a un plebiscito. Fue una jugada política arriesgada que salió mal, muy mal. Ante la pregunta “¿Apoya usted el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?” ganó el No por una diferencia de 55.000 votos, apenas el 0.4% de un total de casi trece millones de votos válidos (increíblemente, los votos no marcados y nulos sumaron más de 250.000). Pero lo más inquietante no es esa mínima diferencia entre el Sí y el No, sino el hecho de que tan pocos colombianos se hayan dado por aludidos ante un tema tan trascendental. La abstención fue del 62%.

Todos sabemos que no había necesidad legal de refrendar esos acuerdos. No es sólo por el hecho de que la Constitución delegue en el Presidente de la República la autoridad para conservar y restablecer el orden público, o porque Santos haya sido reelecto en el 2012 con el mandato expreso de seguir y llevar a buen puerto el proceso de paz con las FARC, y tampoco creo que sea así porque la Constitución lo declare (“La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”); es, ante todo, por algo más elemental y, por lo mismo, más determinante: la búsqueda de la paz es uno de los objetivos tácitos de todo proyecto de convivencia.

En otras palabras, el Estado, que en teoría es el andamiaje que hace posible la voluntad popular, debe buscar siempre, sea quien sea el administrador de turno, establecer la paz en el territorio. Por otro lado, si lo que se quiere es construir un proyecto democrático, hay que reconocer que este nos impone un marco ético y unos fundamentos irrenunciables, y que por lo tanto no puede entenderse como una simple dictadura de las urnas. Dicho de otro modo, no pueden llamarse democráticas preguntas del tipo: “¿Respetaremos o no los derechos fundamentales?”, o “¿Permitiremos que gente de otra raza pueda acceder a la ciudadanía?”, o “¿Llegaremos a un acuerdo para establecer la paz en el territorio?” Tales preguntas son, en sí, una contradicción del proyecto democrático.

Entonces no había necesidad de abrir un proceso de refrendación del Acuerdo de la Habana, ni por cuestiones jurídicas ni políticas, pero el Ejecutivo en cabeza de Juan Manuel Santos tomó la decisión política de hacerlo. ¿Por qué? Algunos argumentan que era un deseo impostado de legitimidad, un reflejo de vanidad, un acto más para la comunidad internacional y los libros de historia que para saldar alguna tensión nacional (en Colombia las élites hacen siempre, día tras día, lo que quieren, aunque sea inmensamente impopular); otros argumentan que era una apuesta agresiva y en apariencia triunfadora, de jugador de póker, equivalente a decirle a las voces críticas: “todo o nada, lo toman o lo dejan”. Lo que sí es claro, de todos modos, es que presenciamos una torpeza política de antología: si uno toma la iniciativa de plantear dos alternativas, debe reconocer a los demás —y a sí mismo— que ambas son posibles, y por lo tanto establecer dos planes a seguir. Pero la soberbia fue más grande y plantearon una dicotomía cosmética, donde una puerta era real —conducía a un nuevo espacio— y la otra estaba simplemente pintada sobre un muro de ladrillos.

Y el 2 de octubre pasado la pregunta de todos fue el reflejo de esa torpeza: “¿Y ahora qué?” Nadie salía de su asombro, ni siquiera los promotores del No, quienes esperaban que la maquinaria política del establecimiento, sumada en esta ocasión a la movilización de las víctimas, los partidos y líderes de izquierda, la academia y los comentaristas políticos impulsara un triunfo categórico del Sí. Otra pregunta fue indispensable: ¿Por qué, mientras había un entusiasmo casi unánime de la comunidad internacional, y parecía que el final de medio siglo —por lo menos— de conflicto armado dependía del Sí al Acuerdo, casi seis millones y medio de colombianos dijeron que No, al tiempo que casi veintidós millones se abstuvieron?

Antes del Plebiscito del 2 de octubre, gran parte de los que votarían por el Sí decían que era inimaginable el triunfo del No; una vez que salieron los resultados, cuando buena parte de Colombia eligió —activa o pasivamente— la puerta que la irresponsable oligarquía colombiana pintó sobre ese muro de ladrillos, tocó reconocer que la guerra no son sólo los ejércitos, sino todo un orden cultural.

Y aunque hoy nos enfrentemos a una división de la oligarquía colombiana en dos bandos, uno urbano y financiero y el otro de naturaleza casi feudal —ambos fervorosamente neoliberales—, lo cierto es que ese orden cultural ha sido históricamente cultivado por la oligarquía en su conjunto.

Dijeron durante décadas que los guerrilleros eran unos bandoleros sanguinarios, y mucha gente se preguntó: ¿Cómo es que el Estado se sienta hoy con ellos a negociar unas reformas, en lugar de una rendición? Durante años se repitió desde el establecimiento que las FARC no eran más que narcotraficantes; hoy mucha gente pregunta: ¿Cómo es que el narcotráfico es, de repente, un delito cometido en función de la rebelión? Dijeron que eran ratas, que eran viles secuestradores, que eran asesinos, y de repente a la gente se le dice que podrán hacer campaña política, que podrán ocupar cargos de elección popular y que tendrán unos escaños garantizados en el Congreso de la República.

Pues claro: crearon un fantasma, todos los altavoces del establecimiento vendieron una fábula, y hoy una parte de esa oligarquía, que por distintos intereses quiere acabar con el conflicto, se pregunta cómo es que la gente no los apoya. Por eso me pareció que había que abrir este texto con distintos pronunciamientos de funcionarios públicos hace algunos años. La campaña del No no la hizo sólo esa oligarquía casi feudal representada por el uribismo; la campaña del No la ha hecho durante décadas la totalidad de la oligarquía colombiana.

Y por eso me parece que, para comenzar a entender las profundos trastornos que genera la convivencia de décadas con la guerra, hay que explorar la aparente paradoja de unos sectores rurales que han padecido el conflicto y que dijeron Sí en el plebiscito, sí a la verdad y a la reconciliación, y unos centros urbanos que dijeron No, que prefieren la guerra antes de permitir ver a los enemigos en el Congreso. Y digo que es una paradoja aparente, porque suele decirse —y comprobarse en las urnas— que las grandes urbes son las impulsoras del cambio político, las más progresistas, en la medida en que el tejido social, más dinámico que en las zonas rurales, las predispone a las transformaciones y a problematizar viejos paradigmas. Pero Colombia es un país curioso. Si bien es cierto que ha sido Bogotá la que, a pesar del feroz conservadurismo del discurso imperante y el religioso neoliberalismo de las élites, ha elegido alcaldías de izquierda, con un claro mensaje de justicia social y de fortalecimiento de lo público, también es cierto que son las principales ciudades las que más se desconectan con la realidad de la guerra, las que más la fabulan y, por lo tanto, las que más méritos hacen para prolongarla en el tiempo.

En Colombia las ciudades viven “la fiesta de la guerra”, como la señalaba el filósofo Estanislao Zuleta, porque no saben cómo es el sonido de una ametralladora, pero en cambio saben muy bien cómo se siente culpar a una gente que está muy lejos, en la selva, de todos los problemas del país. Esto hace que, respecto a la guerra, los inmovilistas, los que más detienen el cambio político, los que prefieren continuar en la misma dinámica de venganza y muerte sean los habitantes de los centros urbanos, y en cambio estén más dispuestos a explorar alternativas que pongan fin al desangre aquellos habitantes de las zonas rurales que sí han padecido en carne propia el conflicto armado.

Los que esta vez impulsaron el No sólo tuvieron, pues, que atizar una hoguera que lleva décadas encendida. Y una guerra trivial es el caldo de cultivo de argumentos triviales, pues nadie que reconozca la gravedad del conflicto tomará una decisión influenciado por tergiversaciones y mentiras como buena parte de los votantes del No lo hicieron, y se tomará la molestia de acercarse a la fuente; se tomará la molestia de leer por sí mismo si es cierto que el Acuerdo final abolirá en Colombia la propiedad privada, o establecerá una “dictadura castrochavista”, o —lo que es aun más absurdo— una “dictadura homosexual”.

Quien no esté muy informado de lo que sucede en Colombia pensará que estoy exagerando, que estoy caricaturizando los argumentos de los promotores del No. Lo entiendo: ante cosas tan absurdas la reacción natural es la negación. Pero, les aseguro, es imposible ridiculizarlos: ellos no tienen ningún problema en repetir cuantas veces sea necesario sus propias tesis. Además de incentivar ese discurso de deshumanización de las guerrillas y de decir que habría impunidad total para “los narcoterroristas”, tomaron la decisión, muy efectiva en términos electorales, de asociar el Acuerdo con distintos temas de índole ultraconservadora que movilizan hoy a amplios sectores de la opinión en Colombia: lo asociaron con el debate sobre derechos fundamentales, con la adopción por partes de parejas del mismo sexo, el aborto y el matrimonio igualitario; lo asociaron con las reivindicaciones del movimiento feminista, y con el reconocimiento especial que se ha empezado a hacer de la violencia contra las mujeres en medio de la guerra; lo asociaron con las campañas de pedagogía contra la discriminación por orientación sexual; lo asociaron con la impopularidad de la Ministra de educación, no por neoliberal o por no tener ni idea del sector educativo, sino por ser lesbiana.

De la mano del uribismo, las distintas iglesias cristianas evangélicas estuvieron a la cabeza de este argumentario que poca o ninguna relación tiene con los acuerdos de la Habana. Pero se encargaron de repetir a sus feligreses, domingo tras domingo, el mensaje que sintetizó un concejal de Bogotá: si se aprueba la paz, Colombia será entregada a una ideología “ateo-marxista” y a una “dictadura homosexual”. Da igual que Colombia sea un Estado constitucionalmente laico; los evangelistas, que aseguran movilizar diez millones de votos (la cifra es improbable), declaran sin ninguna vergüenza que están en campaña política permanente, lo que para ellos equivale a una guerra “de naturaleza espiritual” en defensa —dicen— de Cristo, la familia y los valores. Por otro lado, y además de estas iglesias que se autodenominan “la derecha evangélica”, la Conferencia Episcopal de Colombia guardó un silencio cómplice frente a este argumentario y frente al plebiscito, a pesar de los pronunciamientos del papa Francisco a favor del Proceso de paz y la refrendación de los acuerdos.

Vemos, pues, que se trató de una campaña sucia, con argumentos de la peor calaña, lo que es consecuencia a mi juicio de la trivialización de la guerra y de lo lejanos que estamos en Colombia de construir un verdadero proyecto democrático. Pero hay más: el gerente de la campaña del No, el político uribista Juan Carlos Vélez Uribe, ebrio de victoria y en un ataque de inspirado cinismo, confesó a un medio de comunicación la estrategia que desarrollaron en todo el país. Dijo que, en “la campaña más barata y efectiva en mucho tiempo”, “la estrategia era dejar de explicar los acuerdos para centrar el mensaje en la indignación”, y que manejaron un discurso distinto según la región y el sector socioeconómico al que se dirigían. En emisoras escuchadas por sectores de clase media y alta, se enfocaron en decir que iba a haber total impunidad para los guerrilleros, en remover el odio e indignar con el mensaje de que serían elegidos para cargos públicos (en una ciudad de la costa Caribe instalaron una inmensa valla publicitaria con el mensaje “¿Quieres ver a Timochenko presidente? Vota Sí al plebiscito”), y en repetir que la próxima reforma tributaria que preparaba el gobierno estaba destinada a recoger el dinero que se le daría a las FARC. En emisoras escuchadas por la gente más humilde, se enfocaron en decir que les quitarían todo subsidio y se lo darían a las FARC (a los abuelos les dijeron que les quitarían la pensión, a los taxistas el taxi...), mientras que en algunos lugares del sur de Colombia la intención fue remover el dolor de las víctimas, y en la costa Caribe “individualizamos el mensaje de que nos íbamos a convertir en Venezuela”.

Todos teníamos una idea de la cantidad de mentiras que se estaban diciendo para impulsar el No en el Plebiscito, en la estrategia de promoción del odio y el desprecio, pero nadie esperaba esta confesión, ni siquiera dentro del uribismo, donde corrieron a desautorizar al gerente del No —a quien le tocó renunciar— y a decir que su campaña fue con argumentos y discutiendo el Acuerdo. Este momento de iluminación podría conducir a Juan Carlos Vélez a la cárcel, e incluso podría llevar a la anulación de los resultados (no sobra aclarar que, en Colombia, inducir el voto por medio de engaños está tipificado como fraude electoral). Por otro lado, tampoco esperábamos la lista que dio de los principales aportantes a la campaña del No, entre los que está uno de los hombres más ricos de Colombia, dueño de uno de los dos canales privados de televisión de ámbito nacional y a quien se ha señalado de estar relacionado con financiación de grupos paramilitares.

Todo esto sirve para hacernos una idea del bajo nivel de la discusión en torno a un tema tan trascendental para el futuro del país, y de lo fácil que es manipular a amplios sectores de la población en ausencia de un verdadero proyecto democrático. No discutieron ni explicaron los acuerdos; de hecho, los ocultaron, y usaron todas las trampas y mentiras posibles con un único objetivo: “Estábamos buscando —dijo— que la gente saliera a votar berraca”.

Pero de todos modos, tanto el discurso mentiroso y simple de los evangelistas como las trampas del uribismo son una ilustración de la campaña del No y sus estrategias, pero no nos dicen nada en relación a los motivos reales por los que poderosos sectores de la sociedad colombiana están en contra del Acuerdo final de la Habana.

Lo que a mi juicio debe guiar la reflexión es la búsqueda de esos intereses económicos que, en Colombia como en todos lados, se revisten de un discurso, de una parafernalia ideológica, pero que son el motivo real que se esconde y determina las tensiones políticas. Así, la resistencia encarnizada al fin del conflicto armado, por un lado, y al Acuerdo final de la Habana, por el otro, no se deben a una supuesta hegemonía de la extrema derecha en Colombia, sino a intereses económicos precisos que, más bien, son los que promocionan a esa extrema derecha.

Habría que mencionar muchas cosas, pero subrayaré los dos elementos que me parecen más determinantes. En primer lugar, el enfoque sin precedentes en la historia de Colombia de la verdad como condición de un proceso de paz. Como vimos antes, la Jurisdicción especial para la paz privilegia el reconocimiento de la verdad y la aceptación de responsabilidades por encima del simple castigo, al mismo tiempo que no se limita a los guerrilleros que se acojan al proceso sino que incluye, lo quieran o no, a los agentes del Estado y a los empresarios que hayan financiado a los grupos ilegales, entre ellos a los paramilitares. Y es claro que una vez inicie este proceso mucha gente, acogiéndose a las ventajas de la justicia transicional, decidirá contar la verdad y, por lo tanto, involucrará a cada vez más gente. Como consecuencia de esta dinámica cabe esperar que muy pronto se empiecen a destapar una gran cantidad de “ollas podridas” en el establecimiento colombiano, puesto que quien no cuente toda la verdad ni asuma sus responsabilidades se enfrentará a un procedimiento distinto y a sentencias mucho más duras. Más pronto que tarde veríamos involucrados a políticos, empresarios, y sobre todo a representantes de esa oligarquía que, podemos decir, es de naturaleza casi feudal, pues se trata de aquellos que históricamente han concentrado el poder político en virtud de la posesión de grandes extensiones de tierra.

De modo que mucha, muchísima gente le teme a este proceso, y no por simples rumores o tergiversaciones sino porque lo conocen y saben sus implicaciones reales; gente que ha estado involucrada en el conflicto, que se ha beneficiado de él y que sabe que nada amenaza tanto sus riquezas, su prestigio e incluso su capital político como el surgimiento de la verdad. Y entre ellos están los impulsores principales del fenómeno paramilitar que, como ya se sabe, fueron menos unos autodefensas contrainsurgentes (lo que es el relato oficial) que unos ejércitos privados, ligados al narcotráfico, contrarios a toda reivindicación de la clase trabajadora y de los derechos sociales, y que eran uno de los engranajes de un amplio proyecto de despojo y acumulación de tierras.

Y con esto introduzco el que, a mi juicio, es el segundo elemento determinante. La gran resistencia al fin del conflicto armado y al Acuerdo Final es consecuencia del temor a que se haga una revisión de la historia y posesión de la tierra en Colombia. Ese ha sido siempre el gran problema: la tierra. Por lo tanto, más que la participación política de los guerrilleros, más que el nuevo marco de garantías para la oposición y la llamada “apertura democrática”, más que la supuesta impunidad que implicaría la Jurisdicción especial para la paz, lo que asusta a algunos es que se lleve a cabo una revisión de la propiedad rural, que se actualice el catastro y se descubra cuántos baldíos de la nación han sido apropiados por los latifundistas —a quienes habría que reclamárselos— y cuántos por pequeños campesinos —a quienes habría que titulárselos—; lo que asusta tanto es que se examine la historia de esa perversa mezcla de violencia y corrupción que ha expulsado a los campesinos y ha concentrado tanta tierra en tan pocas manos; que se descubra que muchos de esos latifundios con ganadería extensiva y monocultivos agroindustriales son el fruto de décadas de sangre y fuego.

Temen a la verdad histórica, a que se aclaren los métodos y los frutos de ese proceso de apropiación y acumulación, pero temen sobre todo a un eventual proceso de reparación que devuelva esas tierras a sus legítimos propietarios. Y, de paso, ven como un pésimo augurio para su proyecto económico, social y político que el Acuerdo Final defienda la pequeña propiedad campesina, y que comprometa al Estado a disminuir la inmensa brecha social que existe entre el campo y la ciudad.

Estos son, pues, los dos principales conflictos de intereses que determinan el antagonismo de un sector muy poderoso de Colombia frente al proceso de paz: la verdad y la tierra. El enfrentamiento ideológico, al que se le suele prestar tanta atención, no es más que el revestimiento, el vehículo político de estos conflictos de intereses puntuales.

Pero lo cierto es que hoy nos enfrentamos al complejo escenario del triunfo del No en el plebiscito. Permitimos que el proceso de paz más serio que se haya hecho en Colombia se dirimiera en una campaña en la que el Sí estuvo atomizado, y el No logró situar un mensaje unificado, claro y contundente, aunque hecho de mentiras; los grandes medios amplificaron este fenómeno, y plantearon día a día, con su habitual laboriosidad, la dicotomía entre el Sí y el No en el plebiscito como un simple choque de liderazgos y popularidad entre dos cabezas de la oligarquía: Santos y Uribe. Y de repente nos toca aceptar que el uribismo, esa fuerza política que venía de tres derrotas electorales sucesivas y que ya parecía movilizar sólo a unos cuantos fieles, tenga un nuevo impulso y un nuevo aire de legitimidad (a pesar del probable fraude electoral); nos toca aceptar que el uribismo, sea cual sea el camino de los próximos años, seguirá siendo un poderoso interlocutor.

Pero sería iluso esperar que Uribe llegue ahora a fortalecer los acuerdos; él siempre ha buscado dinamitarlos, y ahora lo seguirá intentando desde su nueva plataforma de legitimidad. Y entonces exige que se saque de los acuerdos la Jurisdicción especial para la paz, de modo que sólo puedan ser juzgados los guerrilleros y en el marco de la —colapsada— justicia ordinaria. Nada de verdad, sólo sometimiento a la justicia y cárcel. ¿Qué hacer con los otros actores del conflicto? Nada. Ni los agentes del Estado ni los “honorables empresarios” y propietarios de tierras pueden ser igualados con el terrorismo. ¿Y respecto a la “apertura democrática”? De ningún modo los guerrilleros que cometieron delitos más graves (en la práctica, todos los de mayor rango) podrán acceder a cargos de elección popular, y tampoco se permitirán esos diez escaños en el Congreso que el Acuerdo pretendía garantizar por dos periodos. ¿Y respecto a las drogas? El narcotráfico debe juzgarse como un delito independiente, y el enfoque tradicional de la guerra contra las drogas debe continuar.

En suma, sus exigencias rompen de punta a punta el Acuerdo final al que se llegó después de cuatro años de negociaciones públicas. Pero aún falta mencionar las exigencias de esa “derecha evangélica” que va de la mano del uribismo, esa explosiva mezcla de religión y política, y que es menos un ataque al Proceso de paz que al espíritu pluralista y garantista de la Constitución de 1991. ¿Qué piden? Pues bien, sus exigencias son más modestas: que en el Acuerdo Final se defienda “la concepción cristiana de la familia”, que se saque de él toda mención a la población LGBTI, que el “lobby homosexual” no tenga ninguna participación en su redacción y, de paso, que la Biblia sea el manual de convivencia de los colegios en Colombia.

A la luz de estas exigencias, pregunto: ¿todavía alguien cree que el uribismo —o los evangelistas— pueden ayudar a mejorar los acuerdos, o que las FARC deberían ceder más terreno y aceptar parte de sus exigencias? ¿Podríamos aceptar que del acuerdo se excluya la defensa de los derechos fundamentales, la búsqueda de la verdad, el enfoque de género que reconoce el carácter machista de la violencia? ¿Podrían los comandantes de las FARC aceptar alguna de estas exigencias, después de haber firmado el Acuerdo final junto al gobierno, sin que ello implique una perdida de legitimidad frente a la tropa guerrillera que dificulte aun más el proceso?

Ningún ejército beligerante, como lo son las FARC, con más de 50 años de intensa lucha armada contra el establecimiento y miles de muertos en sus propias filas —muchos de los cuales habrán muerto convencidos del valor de su sacrificio—, está dispuesto simplemente a entregar las armas, bajar las banderas y someterse al enemigo para pasar quién sabe cuánto tiempo en una cárcel del Estado. Pero la propuesta del uribismo es justamente esa: que no haya ni la más mínima revisión de la situación en el campo, que no se devuelvan tierras despojadas a campesinos, que se siga con la misma estrategia antidrogas —pero que también es de despojo— de aspersión aérea con glifosato, que no se establezca la Jurisdicción especial para la paz, que haya cárcel para los altos mandos y olvido de la tropa, que las FARC no se conviertan en un partido y que no sea posible la participación política de los comandantes guerrilleros.

Las “mejoras” al acuerdo que exige el uribismo no sólo van en contravía del acuerdo ya pactado y destruyen su espíritu, sino que ante todo contradicen el sentido mismo de cualquier proceso de paz. Ellos lo saben muy bien, y a eso le apuestan, pues es evidente y lógico que aprovechen la ventana de oportunidad que abrió el triunfo inesperado del No en el plebiscito, el error político de su adversario, para conservar la gallina de los huevos de oro que ya empezaban a dar por perdida: el conflicto armado.

Lo que están ganando es tiempo. Han frenado políticamente a sus adversarios, han ganado la iniciativa, y en la mira no tienen otra cosa que las elecciones presidenciales de 2018. Harán todo lo posible para dilatar el proceso, por desgastar las movilizaciones a favor de la paz, por desplazar el foco mediático, por asociar los Diálogos de la Habana con temas impopulares como la nueva reforma tributaria del Gobierno, y mientras tanto seguirán exigiendo imposibles. Y, desde luego, no dejarán de esperar que se les haga el “milagrito”: que haya divisiones dentro de las FARC, o que, por alguna acción de la Fuerza Pública, de la guerrillerada o de grupos paramilitares, se rompa el cese al fuego y se reanude el conflicto.

Y es que sería irresponsable olvidar que las declaraciones y discursos grandilocuentes, los titulares de prensa, las movilizaciones, los conciertos solidarios, los eventos llenos de velas y esperanza, las impecables camisas blancas, las firmas, sonrisas, apretones de manos e incluso los abrazos están sucediendo, todavía, sobre un polvorín.

Nuevos escenarios

Según Enrique Santiago, el asesor jurídico de las FARC, el Acuerdo es jurídicamente vigente. Probablemente tenga razón. Pero al aceptar esto no hacemos otra cosa que confirmar lo que ya sabíamos: que nunca hemos estado ante un problema de leyes, de sentencias, de parágrafos ni de incisos; que tanto el conflicto armado, como el proceso de paz, como la decisión de someter el Acuerdo final a un proceso de refrendación, como las consecuencias de este último son de naturaleza política. La pregunta, entonces, sería: ¿cómo sacar adelante en el terreno político —el del liderazgo, la voluntad, la negociación, el poder y la legitimidad— el proceso de paz con las FARC, reconociendo y enfrentando las fuerzas que lo amenazan, al tiempo que se reconoce el resultado del plebiscito? Acá es más fácil decir lo que no se debería hacer que lo que se debería hacer; sin embargo, me atrevo a aventurar algunas ideas.

Para empezar, el proceso no se puede dilatar en el tiempo. Tal cosa sería un fracaso seguro. Como advirtió hace poco Iván Márquez, miembro del Secretariado de las FARC, no es fácil sostener económicamente a sus combatientes durante este periodo de limbo político en el que aún no se implementa el Acuerdo, pero la tregua continúa vigente, y por lo tanto las FARC no recurren a sus fuentes regulares —e ilícitas— de financiación. Aunque se repita que las FARC tienen una gran tradición de unidad de mando y disciplina, esta situación de milicianos en tregua, sin financiación, armados y a la expectativa, con amplia presencia en el territorio y en medio de muchos otros grupos ilegales, sólo es sostenible por un periodo reducido de tiempo. Muchos tememos a lo que le apuesta Uribe y que sucedió con los paramilitares: a una deserción en masa —o simple disolución— de las FARC que continúe la violencia bajo otras estructuras y otra marca.

Y tampoco se puede dilatar porque a la dificultad de sacar adelante el proceso de paz se le suma el desgaste natural del gobierno, la resistencia en amplios sectores de la población que generan sus políticas antipopulares de corte neoliberal (perdón por la redundancia): el derrumbe planificado y la privatización de empresas públicas, la entrega del territorio y la depredación del medio ambiente en beneficio de multinacionales mineras, pero ante todo la nueva reforma tributaria que aumenta la carga impositiva a la clase trabajadora, con la que el gobierno pretende encontrar en el mesón de la cocina y en las compras cotidianas lo que no quiere buscar en los artículos de lujo ni en las rentas del capital ni en los paraísos fiscales. Y, por desgracia, quien más sacará provecho discursivo de estas políticas del gobierno de Santos no serán aquellos que propongan políticas alternativas, sino esa otra porción de la oligarquía colombiana que, igualmente neoliberal, está en contra del proceso de paz. Es por ello que sólo podemos esperar un gobierno cada día más débil, sostenido a fuerza de cuotas burocráticas y manejo dudoso del dinero público, corrupción legal e ilegal. ¿Acaso un gobierno así sería capaz de enfrentar el desafío político de sacar adelante el proceso de paz e implementar los acuerdos?

Tal debilidad política se proyecta, además, en la línea de partida hacia las elecciones presidenciales de 2018, en la que las dos mitades de la oligarquía parecen haber copado casi todas las posiciones. Cada día será más visible el reacomodo de fuerzas, el entramado de candidatos, medios de comunicación y caciques electorales, y lo más probable es que, en el nuevo panorama, la postura dominante será de abierta hostilidad hacia el proceso de paz. Ahí estará el uribismo, desde luego; “la derecha evangélica”, los sectores más conservadores junto al integrista exprocurador Alejandro Ordóñez. Y en nombre de esa vieja oligarquía urbana —pero en su versión más corrupta— estará el actual vicepresidente: Germán Vargas Lleras.

Todo esto se suma al riesgo constante de actos de violencia o de provocación, por parte de alguno de los bandos, que rompan el cese al fuego. Los territorios siguen inundados de armas, de negocios ilícitos, de heridas y tensiones económicas y sociales. El tiempo juega en contra de la salida negociada al conflicto armado, y por lo tanto es indispensable que en las próximas semanas se den los pasos políticos necesarios, que la audacia y el liderazgo se sumen a la certeza de que estamos viviendo un momento histórico. Y esto depende de mucha gente. Pero hay que reconocer —aunque quizás muchos estén en desacuerdo con esta idea— que quien tiene la posibilidad de dar un timonazo es, hoy, aquel que está a la cabeza del ejecutivo colombiano: el presidente Juan Manuel Santos.

Es imprescindible que continúe el apoyo internacional; en el mundo de hoy, casi ninguna transformación es posible sino en la medida en que haya fuertes alianzas con el extrarradio de la confrontación; hoy no hay posibilidad de defender una causa o de sostener una lucha local, si esta no es al mismo tiempo global. Por otro lado, es imprescindible la movilización popular, las marchas, plantones y acciones colectivas, la organización de la sociedad civil en torno a la salida negociada al conflicto, en general, y a la implementación del Acuerdo final al que han llegado el gobierno y las FARC, en particular. La intensa politización de buena parte de la sociedad es indispensable para que cualquier orden sea modificado. Pero aunque estamos hablando de una discusión que compromete el futuro de todo un país, nadie tiene en sus manos tanta capacidad de maniobrar y decidir como Juan Manuel Santos. Colombia tiene un régimen presidencialista, nos guste o no. Él tiene el poder. Él tiene el mandato. Y nadie tanto como él puede tomar las riendas del proceso y asegurarse de que no se diluya en la agenda electoral o en las demás confrontaciones políticas. Pero la pregunta sigue abierta: ¿cómo sacar adelante el proceso de paz con las FARC y al mismo tiempo reconocer los resultados del plebiscito?

Hay quienes argumentan que la única salida al atasco relativo de la situación actual es una asamblea nacional constituyente. Respeto y acompaño la sana ambición política —de transformación de la sociedad— de algunos de los que defienden esta idea. El planteamiento quizás pueda resumirse en que —como enfatiza Gustavo Petro— todo proceso constituyente es, en sí, un proceso de paz; un gran diálogo para sentar las bases de la convivencia. Por otro lado, en lugar de un pulso entre comandantes de dos ejércitos, o entre sectores de la élite política y económica, el futuro de Colombia sería trazado por las multitudes que asumirían su rol de constituyente primario. Y esto se suma a la idea de que Santos se ha equivocado al buscar una paz mínima, parcial, cosmética, mientras que sus políticas profundizan la desigualdad y la precariedad que le ha dado origen a la violencia, por lo que una asamblea constituyente sería la oportunidad de construir la paz real, completa, y que implica transformaciones trascendentales en el modelo económico, político y social. Tienen razón: toda constitución es un acuerdo de paz, son las multitudes las que deberían decidir el futuro de Colombia, y la paz real es muy distinta al reformismo tímido del proceso que el Gobierno ha llevado a cabo junto a las FARC. Hasta ahí tienen razón, pero la hipótesis se fundamenta en un error: tienen la esperanza de que en una eventual asamblea nacional constituyente habría un cambio radical en la correlación de fuerzas.

Creen que, ante el escenario de un proceso constituyente y por el empoderamiento de las multitudes, la oligarquía colombiana se vería forzada a ceder una porción del poder a las fuerzas progresistas, e incluso a abrirle la puerta a las transformaciones que siempre ha obstaculizado. Sería este una especie de cielo redentor: ya no importaría la concentración de medios de comunicación y su carácter neoliberal, el triple maridaje entre el poder económico y financiero, político y mediático; ya no importaría la brecha de desigualdad, ni la corrupción estructural, ni las mafias empresariales, ni el nefasto sistema electoral, ni los intereses contrapuestos entre los distintos actores históricos del conflicto armado, ni la violencia latente. Al parecer, la eventual asamblea nacional constituyente se daría en un suelo virgen y propicio a un proyecto progresista de defensa de las mayorías sociales y democratización real de la sociedad y el Estado. Se equivocan. Son algunos de los líderes sociales y políticos más valiosos de Colombia, pero se equivocan. Aunque el debate es saludable y bienvenido, estoy convencido de que, si se convocara a una asamblea nacional constituyente, la correlación de fuerzas sería la misma de hoy en la que las fuerzas progresistas están en clara desventaja. El establecimiento no se caracteriza por dar un paso al costado.

Pero si no es con una constituyente, ¿qué hacer ante este callejón sin salida, la contradicción entre el imperativo de acabar con un conflicto armado de más de medio siglo y una votación mayoritaria que rechaza el único acuerdo que parece capaz de ponerle punto final? Pues bien, creo que de la mano del apoyo internacional, la movilización popular y el respaldo político, el presidente puede y debe comenzar a implementar el Acuerdo final con las FARC. Pero antes es necesario que todos reflexionemos un poco sobre esa vieja y maltratada palabra griega.

La democracia no puede ser “ese curioso abuso de la estadística”, como temía Borges. Las urnas y los procesos electorales son un mecanismo, un procedimiento logístico que nos ayuda a traducir, en términos prácticos y en condiciones de relativa igualdad, la voluntad popular; pero nos equivocaríamos mucho si entendiéramos las urnas y los procesos electorales como la esencia de la democracia.

La esencia de la democracia radica, más bien, en una amplia reflexión sobre la dignidad del ser humano, sus capacidades individuales y colectivas, al tiempo que sobre los desequilibrios propios de cualquier sociedad. Y pronto, junto a la reflexión sobre la dignidad del ser humano y el concepto de democracia, comienzan a aparecer toda una serie de derechos y garantías indispensables, así como ciertos deberes y restricciones. Luego, la democracia es menos un sistema político determinado que un proyecto de civilización.

Y uno de esos deberes, propios del proyecto democrático, consiste en la intensa politización de la sociedad, de modo que los asuntos públicos sean tan importantes para el ciudadano como los asuntos privados. Porque los asuntos públicos no equivalen de ningún modo a “asuntos ajenos”; por el contrario, se trata de cuestiones que afectan directamente la vida de todos, por lo que las discusiones se abordan con la mayor seriedad y responsabilidad.

Si lo que queremos en Colombia es embarcarnos en la construcción de un verdadero proyecto democrático, debemos reconocer que nadie puede tomar decisiones para que otros sufran sus consecuencias. Es soberano aquel que toma decisiones sobre sí mismo, y la soberanía popular no puede malinterpretarse de modo que se le imponga a una porción de la población unas medidas que sólo la comprometen a ella. Lo dice mejor Pericles en el más notable retrato que tenemos de la democracia ateniense, su Discurso fúnebre transmitido por el historiador griego Tucídides: “no es posible que tomen decisiones equitativas y justas quienes no exponen a sus hijos a que corran peligro como los demás”.

¿Por qué la Colombia urbana, que sólo vive el conflicto armado como un hecho mediático, y apenas padece sus coletazos, puede tener más voz respecto a este que las víctimas y aquellos que viven en los territorios asediados por la violencia? Si a lo que aspiramos es a un proyecto democrático, ¿por qué aceptaríamos que las ciudades puedan decidir que continúe la guerra, mientras que amplios sectores rurales que la padecen desean la paz? Simplemente no es justo, en virtud de la democracia, que alguien esté dispuesto a ir a la guerra con los hijos de otros, en los territorios de otros; dispuestos a recibir los informes de los enfrentamientos y las muertes por televisión.

El plebiscito sirvió para tomarle una fotografía al país, pero sólo hay un impase político en la medida en que aceptemos la tesis antidemocrática de que un sector del país que ha trivializado la guerra le puede imponer a otro sector sus consecuencias nefastas. Si nos acogemos al espíritu democrático, debemos leer los resultados del plebiscito, así mismo, en clave democrática, por lo que debe haber un peso político diferenciado entre aquellos que han padecido y podrían seguir padeciendo la guerra y aquellos que no.

Y basta con estudiar un poco los resultados del plebiscito, y compararlos con el registro histórico de la violencia, para comprobar que la mayoría de aquellos que realmente han padecido la guerra desean acabarla y abrir un nuevo tiempo de reconciliación, y que por lo tanto el presidente tiene el mandato democrático de aplicar el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. Dilatar su aplicación equivale a perder una oportunidad histórica, y bien podríamos empezar a repetir, como hace veinticinco años: “Nos vemos dentro de 10.000 muertos...”

El mensaje político después del plebiscito debe tener el mismo eje que tuvo el Acuerdo final: la prioridad son las víctimas, quienes ponen muertos y heridos y zozobra cotidiana. Los que votaron No han sido escuchados, han sido reconocidos, y se ha visto que sus exigencias contradicen la naturaleza del Acuerdo y nos condenarían a reanudar tarde o temprano la confrontación armada; en cambio, el mandato de las víctimas para aplicar el Acuerdo final es rotundo e impostergable. Desde luego, el uribismo protestará, y algunos dirán que esto lleva a un escenario de polarización, pero habrá que responderles que lo que ellos llaman “polarización” es algo mucho menos terrible: es politización. Porque en política toca tomar decisiones entre alternativas excluyentes: o hacemos un pacto en el que todos contemos la verdad o hacemos un pacto de silencio; o terminamos con el conflicto armado o lo prolongamos.

Será difícil. Se necesita audacia y valentía política. Pero no tiene ningún sentido continuar afirmando que “Colombia le falló a las víctimas”. Y hay muchos ejemplos, pero creo que el más contundente es el de la comunidad de Bojayá, en el departamento del Chocó.

Como muchos saben, en 2002, en medio de una confrontación entre las FARC y un grupo paramilitar, la comunidad de Bellavista, cabecera municipal de Bojayá, se refugió en la iglesia del pueblo. Los paramilitares, ante la avanzada de las FARC, se apostaron alrededor de la iglesia, el centro de salud y una casa de misioneras Agustinas. Las FARC usaban entonces el arma no convencional de cilindros de gas arrojados como proyectiles, y uno de estos cayó sobre la iglesia, lo que acabó con la vida de más de cien habitantes del pueblo, la mayoría niños, mujeres y jóvenes. Fue una masacre, consecuencia de la estupidez de las FARC y los paramilitares. Pero ahí no paró el drama; entre la multitud de heridos y muertos, los enfrentamientos continuaron, primero en el pueblo y luego en la montaña. Durante los días siguientes, la Fuerzas Aérea colombiana estuvo ametrallando y bombardeando la zona con aviones y helicópteros, causando daños en las viviendas y mayor zozobra en la población civil. A los cinco días llegaron tropas del Ejército y de la Armada Nacional, ocuparon estructuras civiles en contravía del Derecho Internacional Humanitario (viviendas y plantel educativo), robaron alimentos de la población, y auxiliaron y transportaron a los paramilitares no sin antes permitir que saquearan las viviendas en busca de ropa de civil. La comunidad incluso identificó a combatientes paramilitares entre la tropa del Ejército. Ante el dolor de la masacre, y temiendo más enfrentamientos y represalias, miles de habitantes de la zona comenzaron a desplazarse hacia Quibdó, la capital del departamento del Chocó.

Mucha gente conoce esta postal terrible de la guerra en Colombia. Y como muchos también saben, en el plebiscito del pasado 2 de octubre, un 95% de la comunidad de Bojayá votó sí al Acuerdo final.

El abismo y la esperanza

¿Cuántos muertos más son necesarios para que se detenga eso que un poeta colombiano llamó “los dragones concéntricos del odio y de la injuria”? ¿Cuánto tiempo más debe pasar antes de que la sociedad colombiana reconozca que, cuando una guerra no se gana ni se pierde, la única alternativa es la solución política? La trivialización cultural de la guerra debe abrirle paso a un pacifismo radical, a la defensa de la vida y la integridad del contrincante, tanto o más que a la propia. Y ese pacifismo urgente de un país que sólo ha conocido la guerra debe ser capaz de decir: seguiremos en desacuerdo, seguiremos enfrentados en el terreno político, económico, social, cultural, e incluso en el ámbito estético, pero no se disparará ni una sola bala, no se dará un solo golpe, y toda arbitrariedad de la fuerza física, venga de donde venga, será rechazada por la sociedad en su conjunto. Un acuerdo mínimo que destierre la violencia como expresión de las contradicciones sería la gran revolución colombiana.

No más eufemismos, no más complicidad del lenguaje: los actores armados no “dan de baja”, asesinan; las multitudes que engrosan las barriadas y los cinturones de miseria no son “migrantes internos”, son desplazados por la violencia; y, lo que es muy importante, los guerrilleros no son “terroristas”, en tanto que la fábula burda de que su causa y objetivo es causar terror sólo pretende ocultar la dramática realidad de la situación colombiana y de la historia del conflicto armado. Y ni un bando es glorioso ni el otro es perverso: son colombianos humildes, la mayoría muy jóvenes, a los que el país les ha fallado y no les ha ofrecido otra opción que empuñar un fusil para asesinar o ser asesinados por sus vecinos.

Si no aprendemos a llorar cada muerte violenta, cada asesinato, nunca lograremos reconocer las injusticias cotidianas, el orden de precariedad y exclusión que se parece menos a la convivencia de ciudadanos libres e iguales en derechos que a un orden de castas diferenciadas. Hay que repetirlo tantas veces como sea necesario: la convivencia con el horror y la violencia es la negación tácita de la dignidad de todos y, por lo tanto, un rotundo fracaso compartido. Nada lograremos hasta que reconozcamos, ante el reflejo de nuestra propia historia, que el pacifismo radical es la primera piedra en la construcción de un verdadero proyecto democrático.

Las dificultades son inmensas, pero hay que decir que el panorama es esperanzador. Nunca antes en Colombia hubo un proceso de paz de estas magnitudes que se centrara en las víctimas, en la verdad, en la desigualdad rural, en la participación política; que reconociera la responsabilidad del Estado en el origen y prolongación de conflicto. Y por lo pronto se ha logrado humanizar un poco el relato de ese conflicto, darle rostro y nombre a los combatientes de la selva. Y hemos visto que por algunas brechas del oligopolio mediático empiezan a verse reportajes sobre el drama rural colombiano, sobre las esperanzas de los guerrilleros, sobre la nueva vida en paz que campesinos, indígenas y afrodescendientes esperan sembrar en su territorio.

Hay muchas razones para tener esperanza, aunque aún nos acechen esos viejos fantasmas: la posibilidad de que todo se reduzca a un pacto de élites, un acuerdo al interior de la oligarquía colombiana que excluya al resto del país de las decisiones y el futuro; la posibilidad de que los errores políticos de algunos nos arrojen de nuevo al fondo de ese abismo histórico de la violencia física, machista, discursiva y cultural del que intentamos salir; la posibilidad de que, como tantas veces en el siglo pasado, y hace poco con la UP, la dejación de armas sea la antesala de un exterminio colectivo, y que comprobemos, con impotencia y dolor, que aún funciona ese engranaje subterráneo y traicionero del establecimiento. Pero a pesar de todo, tenemos el deber de seguir adelante y de actuar en consonancia con este momento histórico.

Finalmente, siento que estas páginas sólo podrían cerrar con la que puede ser la noticia más hermosa y esperanzadora entre el torrente de acontecimientos de las últimas semanas.

Pocos días antes de la firma protocolaria del Acuerdo final en Cartagena de Indias, se llevó a cabo en los Llanos del Yarí, en el departamento del Meta, en el centro de Colombia, la Décima Conferencia Nacional Guerrillera, máxima instancia de decisión de las FARC-EP. Todos los miembros del Secretariado y más de doscientos delegados de todo el país estuvieron discutiendo durante siete días sobre la historia de las FARC y la necesidad de la solución política al conflicto, los diálogos de la Habana, el contenido del Acuerdo final, las perspectivas políticas y los pasos a seguir para el tránsito hacia un movimiento o partido político legal. Debía ser la última Conferencia. Después de cincuenta y dos años de lucha armada en los que pasaron de ser un puñado de campesinos en un pueblo de la montaña a un ejército con miles de combatientes en todo el país, las FARC aprobaron el Acuerdo final con el que ponían fin a la guerra contra el Estado colombiano.

En medio de las declaraciones oficiales, de las discusiones a puerta cerrada, de la convivencia en las horas de las comidas, algunos de los periodistas que cubrían el evento notaron la inusual cantidad de mujeres embarazadas y bebés que había en el campamento. Los que más conocían la guerrilla sabían que esto era algo extraordinario; por la naturaleza misma de la guerra —jornadas enteras de caminata, condiciones extremas, exigencia física y riesgo permanente— las guerrilleras tenían prohibido quedar embarazadas. Los periodistas se enteraron entonces que junto al cese al fuego unilateral decretado por las FARC en diciembre desapareció la prohibición del embarazo.

A la Décima Conferencia en ese lugar apartado y emblemático de las FARC llegaron entonces parejas de guerrilleros con bebés en los brazos, mellizos recién nacidos, y se veía a algunas mujeres dando el pecho, y a otras, embarazadas, participando en las discusiones. Y bien podemos imaginar que el cuadro se repite en las filas guerrilleras de todo el país, sólo que estas mujeres tendrán también a su lado un fusil.

En lo que a mí respecta, este hecho es el mandato más claro y contundente para que se reconozca la oportunidad histórica y se acabe para siempre con la guerra en Colombia; la lógica de la muerte ha regido durante demasiado tiempo, y ya es la hora de otra lógica que privilegie la vida y que reconozca que sólo en paz será posible establecer la dignidad en el territorio. No hay nada por encima de este mandato.