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Debate
Guerra en Colombia: con sello de género y de clase
Jorge Orjuela Cubides / Jueves 5 de octubre de 2017
 

En los conflictos armados, la población civil es el actor más afectado por las hostilidades, en especial las mujeres. Pues bajo la condición de madres, cabezas de familia, hermanas o esposas deben cargar con la responsabilidad de mantener la supervivencia de la familia, mientras los hombres están combatiendo. Situación que ha incentivado la elaboración de disposiciones legales para protegerlas, sobre todo contra actos de violencia sexual. Un acto reiterativo durante todos los años de guerra que ha padecido Colombia, en el que se causan daños en los cuerpos y el espíritu de las mujeres, al producir sensaciones de asco, culpa y pesadumbre. Destruyendo la dignidad de las víctimas y devastando, además, las construcciones colectivas de identidad y de relacionamiento con el otro, quien, en muchos casos, puede condenar su situación, victimizándola de nuevo. Aunque esta relación entre mujeres y guerra es parcial y limitada analíticamente, debido a que no toma en cuenta a aquellas que han participado de manera activa en los enfrentamientos. Viéndolas como sujetos pasivos, nada más. Visión muy distante de la realidad y que sigue consolidando el estereotipo, según el cual las mujeres son pacíficas por naturaleza y neutrales en los conflictos armados, en contraste con los hombres representados como la parte violenta y activa.

No obstante, es significativo el número de mujeres que integran los grupos armados, aunque de forma diferenciada entre los ejércitos regulares y los ejércitos irregulares porque, en el primer caso, se les ha asignado a las mujeres la “realización de actividades logísticas, administrativas y de sanidad. Solo en los años recientes, las Fuerzas Armadas de algunos países han vinculado a las mujeres a responsabilidades específicamente militares” .

Mientras que en organizaciones armadas, como la guerrilla, las mujeres han desempeñado un rol comprometido. El caso colombiano es llamativo en el tema de las fuerzas militares, si se tiene en cuenta que en gran parte del mundo con sistemas democráticos consolidados, el ejército, junto con la escuela pública, han sido espacios en donde se promovió la igualdad, la ciudadanía y la clase media. En Colombia, en cambio, la educación es vista como una carga fiscal para el Estado o como un negocio privado altamente lucrativo. Así mismo, “las fuerzas armadas, por su lado, tampoco son un espacio público en donde confluyen todas las clases sociales, sino un sitio por el que los pobres tienen que pasar para conseguir la libreta militar” ; y para completar este panorama con sello de clase marcado, también es un espacio en esencia masculino. Lo anterior, sin embargo, no es tan sorprendente porque si algo caracteriza a la sociedad colombiana, además de su desprecio por los más vulnerables, es la mentalidad machista que subsiste entre un amplio sector de la población. Para estos puritanos, v.g., la infidelidad de un hombre puede verse como un hecho apenas normal de la naturaleza masculina, (si es que ello existiese), mientras, y por el contrario, es intolerable si una mujer lo hace. Como bien pueden considerar anormal, nuestros ilustrados tradicionalistas (sic), el que un hombre se encargue de llevar a los niños al parque o de hacer las cosas esenciales del hogar, ya que son asuntos de mujeres, según dicen coloquialmente. Un absurdo.

En ese sentido, no podemos sostener que la guerra es un asunto de hombres porque ésta se presenta en la vida de todos los seres humanos y sus efectos (desplazamientos, pérdida de vidas humanas, daños a la infraestructura, etc.) no son ajenos a ninguna persona y, mucho menos, a las mujeres quienes permiten sostener la maquinaria de la guerra, con su trabajo, su apoyo moral, su sexualidad y su cuerpo. Además de la participación directa en las acciones bélicas, en las cuales su número es considerable, en Colombia, el Observatorio de Paz y Conflicto registra desde el año 1990 hasta el año 2014, la considerable cantidad de 8.554 mujeres desmovilizadas de Organizaciones Armadas Ilegales que han formalizado su salida ante las instituciones estatales, estadística, entonces, que deja por fuera a aquellas que no hicieron el proceso administrativo y con lo cual aumentaría, de forma significativa, la cifra mencionada.

Estas mujeres combatientes o excombatientes comparten una característica con quienes ingresan al ejército: su condición social. Comúnmente, provienen de clases sociales bajas, en su mayoría de origen campesino y de regiones abandonadas por el Estado, en donde reina el orden autoritario de la corrupción y el clientelismo, situación que las ha llevado, además de sus convicciones, a la desobediencia. Transgrediendo el orden existente, colocando en tela de juicio la institucionalidad y los roles tradicionalmente asignados. Mujeres que han sido despojadas de los medios para llevar una vida en relativa tranquilidad pero que han elevado su condición de dignidad para entregar su existencia a la realización de un ideal. Por esta razón, es significativo repensar su identificación usual de víctima y en situación de vulnerabilidad.

Repensar, así mismo, los escenarios en donde se reproducen los estereotipos y las desigualdades sociales, uno de ellos es el ámbito escolar. Así, la educación y la historia son un campo de combate fundamental para eliminar estas visiones del mundo, siendo importante reformar los libros de texto y la manera de enseñanza de la Historia, como disciplina, y que “el cambio social no violento cobre tanto protagonismo como los episodios militares, prestando atención, además, al papel de las mujeres” , relegadas al olvido por la historia oficial y por los maestros que reproducen esta visión excluyente, en la cual únicamente aparecen las épicas batallas, lideradas por héroes militares cuyo solitario esfuerzo (sic) provoca la hecatombe en las huestes contrarias. Una profunda tergiversación histórica.

No obstante, en Colombia, como en otros países con gobiernos totalitarios, la guerra si pareciera crearse por y para los hombres, es ilustrativo, por ejemplo, la experiencia de las mujeres durante la Alemania nazi, y que se presenta muy afín a la situación que tienen las mujeres colombianas, que fueron relegadas al hogar y a la reproducción, “(la famosa trilogía de las tres “K”: Kinder [niños], Küche [cocina], Kirche [iglesia], mientras que los hombres se dedicaban a la política y a la guerra . Por supuesto, y como lo mencioné anteriormente, esta situación se da, primordialmente, en las instituciones militares del Estado, y, parcialmente, en los ejércitos irregulares.

Otra falacia similar, al planteamiento de la guerra como cuestión de hombres, es el dualismo mujer pacífica/hombre violento, el cual tiende a analizar la paz a través de un prisma femenino y por tal motivo como una reivindicación posible sólo desde las mujeres. Para Carmen Magallón, esta dicotomía “no favorece en absoluto la construcción de una cultura de paz, necesitada por igual de las aportaciones de hombres y mujeres” . Porque, de manera similar a ellas, los hombres también padecen los horrores de la guerra, a través del reclutamiento masivo, la retención como prisioneros de guerra, la violencia sexual, a pesar de la escasa aceptación de esta realidad, y la pérdida de sus seres queridos, creando sentimientos de culpabilidad y de impotencia ante los vejámenes sufridos y que, sin embargo, no lograron impedir.
Los horrores del conflicto armado, empero, tuvieron, en ocasiones, transformaciones esperanzadoras en cuanto a los roles de género, como sucedió con la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra. En el periodo de mayor represión contra la Asociación y con el encierro al que fueron sometidos sus dirigentes, esencialmente hombres, el vacío dejado en sus hogares y en la organización, la incertidumbre y, sobre todo, las ganas de seguir adelante engendraron el cambio: empezaban las mujeres, tan valientes y dignas como sus compañeros, a tener un papel protagónico dentro de la organización. “Fue en este momento que las mujeres entraron a jugar un nuevo rol, al ponernos un número considerable de compañeras al frente en la conducción y dirección, ocupando mayores papeles de liderazgo y organización en nuestro proceso de lucha” .

La irrupción de las mujeres fue fundamental porque ellas, con su empeño, fueron “capaces de agregar nuevos enfoques, nuevas prácticas, nuevos valores derivados de nuestra condición femenina a la acción política y sobre todo corregir defectos y vicios arraigados derivados de los roles y valores tradicionalmente asignados a los hombres” . Como lo relata Irene Ramírez, una de las más destacadas líderes de la Asociación, las mujeres campesinas, “siempre hemos sido mujeres tímidas, mujeres que consideran que no somos capaces de llevar un trabajo organizativo, entonces es lo que queremos empezar a hacer, de que empecemos a aprender en esos espacios y que somos capaces” (Entrevista personal, 14 de mayo de 2015).

Aunque comprenden que el trabajo organizativo como mujeres es lento, sin embargo, están seguras de que “hay mujeres con mucha claridad de lo que es nuestro trabajo organizativo, esas mismas compañeras están replicando el trabajo a todas aquellas que de pronto, de una manera u otra, no han entendido todavía la necesidad de organizarnos, la necesidad de explorar mucho más nuestros conocimientos” (Entrevista personal, Irene Ramírez, 14 de mayo de 2015).

Una muestra contundente de que la historia puede ser escrita y vivida a partir de otras diversas perspectivas, diferentes a la masculina, una historia más democrática. Porque, como reflexiona Eduardo Galeano, “si Eva hubiera escrito el Génesis […] hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas esas historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa”. Sería otra historia, entonces, si la voz de la mujer irrumpe con mayor claridad en el escenario público.

Porque, en suma, es claro que ni las mujeres son las protectoras de la paz ni los hombres son, por defecto, violentos, la paz, en cambio, es un derecho de la humanidad, puesto que, como lo afirma Fisas, la “paz es algo más que la ausencia de guerra, y tiene que ver con la superación, reducción o evitación de todo tipo de violencias, y con nuestra capacidad y habilidad para transformar los conflictos, para que en vez de tener una expresión violenta y destructiva, las situaciones de conflicto puedan ser oportunidades creativas” , de volver a empezar nuestras vidas, de crear y recrear, de romper estereotipos, casi perpetuos, sobre el género y los roles que asumen en la sociedad.

Develando junto a ello, además, el profundo sello de clase del conflicto colombiano porque, persistentemente, han sido los más humildes quienes han llevado la mayor carga de las hostilidades, ya sea engrosando el número de las fuerzas militares; sufriendo el desplazamiento hacia lugares inciertos y hostiles, la pérdida de sus seres queridos y las arbitrariedades del poder.