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Una Justicia no tan Especial
Una Jurisdicción Especial en la lógica de la reproducción de esa hegemonía no solo es ineficaz sino que, además, resulta completamente inviable.
Lucas Restrepo / Viernes 1ro de diciembre de 2017
 

La importancia política del componente jurisdiccional especial del “Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición”, más conocido como “JEP” (Jurisdicción especial de paz) sobrepasa por mucho la clave legalista en la que se han venido manifestando las tensiones que genera su implementación. Cuando Rodrigo Uprimny afirma que el fallo de la Corte Constitucional sobre la JEP fue “político” [1] y no jurídico, yo podría estar de acuerdo solo si entendemos que por “político”, el director de “Dejusticia” hace referencia a un procedimiento de reproducción del orden mismo que el “Sistema integral” quiso poner en cuestión, teniendo como horizonte el establecimiento de una transición democrática. La Jurisdicción Especial para la Paz definida en La Habana, lejos de ser un tribunal como esos de los que les gusta al poder en Colombia –a saber, un tribunal de absoluciones– pretendía, por el contrario, constituir una instancia de juzgamiento autónomo y guiado por la finalidad de reconciliación, bajo la premisa del reconocimiento del carácter político del conflicto colombiano. En ese sentido, el contenido de esa “autonomía” es definitivo. En efecto, la idea de la creación de una “justicia especial”, inspirada en diferentes experiencias contemporáneas de transición democrática, tiene como punto de partida un diagnóstico poco alentador, pero realista, sobre la justicia ordinaria colombiana y, más generalmente, sobre el funcionamiento de las instituciones estatales durante el conflicto. Pocos hoy se oponen a una serie de constataciones: que la justicia ordinaria lleva cuarenta años juzgando a una parte de los delincuentes, mientras cierra los ojos, absuelve, e incluso protege a la otra parte. Que durante treinta años al menos, dicho juzgamiento buscó de todas las formas posibles negar el contenido político y social de la confrontación armada, imponiendo una táctica de orden público a una diversidad de problemas que requerían respuestas diferentes. No solo que la justicia ordinaria jamás ha esclarecido la lógica de los grandes crímenes cometidos en el marco del conflicto; además, que tampoco ha establecido la responsabilidad clara de los principales determinadores de esos crímenes; y, sobre todo, que jamás se ha atrevido a establecer el vínculo de esos crímenes con estructuras más complejas de funcionamiento del poder en Colombia. Frente a las demanda de autonomía que se le dirige a la justicia, ésta no ha sabido responder de forma diferente a una coligación cínica con los sectores más poderosos. Invisibilizadas bajo un espectacular sobredimensionamiento de la violencia guerrillera, las múltiples y constantes violencias estatales, legales o ilegales, se instalan en el cotidiano de nuestra sociedad para servir a esos poderes que la justicia jamás toca, o solo lo hace en la dinámica misma de revanchas al nivel de los grupos de poder. Al menos, en lo que tiene que ver con el conflicto, la Jurisdicción especial se presenta como una alternativa para quebrar esa alianza, tan cara a la justicia, entre jurisdicción y grandes poderes. Queda aún pendiente una reflexión profunda sobre las responsabilidades del complejo judicial mismo en el conflicto y la necesidad de una reforma democrática.

Ahora bien, la postura “política” de la Corte Constitucional convierte automáticamente a la JEP en una justicia con nombre propio: una jurisdicción dirigida no ya contra todos los responsables de crímenes graves cometidos en el marco y con ocasión del conflicto, sino más bien principalmente contra los excombatientes del partido político FARC. Antes que “despolarizar” las relaciones entre dos sectores dominantes, la derecha del gobierno proclive a la paz y la oposición de ultra-derecha, la decisión de “excluir” de la JEP a los civiles afecta gravemente la autonomía y la verdadera eficacia de la JEP en relación con su objetivo transicional. Esta decisión de “mediación” bien podría pacificar las relaciones al interior de la hegemonía, y precisamente por esa razón refuerza el statu quo, manteniendo ese viejo esquema de gestión diferencial de legalismos que favorece abiertamente los dos sectores protagónicos de la dicha mediación.

La Justicia Especial, producida por el Acuerdo de paz, no fue concebida para hacer un juicio a esa hegemonía, ni mucho menos a las múltiples formas de poder, incluso las más violentas, que han permitido su reproducción. Su jurisdicción se circunscribe específicamente a esas formas de violencia que, en el curso y con ocasión del “conflicto”, el derecho internacional concibe como incoherentes con el funcionamiento de una democracia moderna, incluso como “inadmisibles” a los ojos de una sensibilidad humanitaria global, sin importar la calidad o las justificaciones de sus agentes. Aun cuando su objetivo es “modesto”, sus efectos podrían ser determinantes para cambiar la estructura de una de las formas más violentas de reproducción de dicha hegemonía: la confrontación armada y la consecuente militarización de las luchas sociales y políticas. Desde ese punto de vista, la JEP debería convertirse en un instrumento de refuerzo institucional más que de debilitamiento del Estado, puesto que lo que busca es un restablecimiento del imperio de la ley democrática, bajo la fórmula paradójica de una renuncia relativa al ejercicio de punir, en beneficio del establecimiento de la verdad sobre el conflicto, sobre sus factores generadores, con fines de reconstrucción del tejido social basado en el respeto de los derechos humanos. No se trata de una gran revolución, pero sí de algo mucho mejor a lo que el Estado colombiano ofrece hoy.

La decisión grosera del Senado de excluir a los defensores de derechos humanos como miembros de los organismos de la JEP es, sin duda, torpe e inconstitucional. Sin embargo, indica el carácter saboteador de la agenda de un gran sector de esa hegemonía. Es apenas obvio, por cuanto dicho sector se siente amenazado por una jurisdicción eventualmente autónoma en el juzgamiento de las violencias extremas de las que se han servido. El problema está en que ese sector es renuente a la puerta de la reconciliación por cuanto ve en la posibilidad de mantener una pequeña guerra bien administrada y fuera del alcance de los grandes centros económicos, la posibilidad de seguir reproduciendo sus posiciones estratégicas. El fracaso de la implementación del modelo colombiano de post-conflicto está asegurado si el Gobierno, si las mayorías en Senado y Cámara y si la Corte Constitucional siguen jugando el juego de la “mediación”. Una transición verdadera sólo se puede lograr escapando a la dialéctica entre violencia y mediación que ha impuesto hasta ahora la hegemonía, dándole un contenido de ruptura a la transición democrática: ruptura con las instituciones y las prácticas que hicieron del conflicto colombiano el peor baño de sangre de los últimos tiempos en el hemisferio occidental. Una Jurisdicción Especial en la lógica de la reproducción de esa hegemonía no solo es ineficaz sino que, además, resulta completamente inviable.

[1Ver Rodrigo Uprimny, “Sentencia agridulce”, en: https://www.dejusticia.org/sentencia-agridulce/, visto el 26 de noviembre de 2017.