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La memoria de los vencidos
Daniel Pardo Cárdenas / Viernes 2 de marzo de 2018
 
Foto: Centro Nacional de Memoria Histórica.

El infame episodio que puso a la representante Cabal en boga por negar la Masacre de las Bananeras no importaría a estas alturas si no fuera porque expresa crudamente una comprensión de la historia que, con distintos matices, defienden las derechas a nivel mundial. A saber: este mundo del libre mercado, la propiedad privada, la libertad individual y el progreso no emergió de cientos de años de violencia, dominación, explotación y desposesión, sino del ingenio y el (casi) altruismo de algunas emprendedoras que ahora son sojuzgadas por una muchedumbre ignorante, abyecta y perezosa. Muchedumbre que no quiere ni ha querido trabajar sino vivir a expensas de los industriosos…y, desde luego, el socialismo es el culpable de este mal de memoria, de esta narración ‘vengativa’, de esta ‘distorsión del proceso histórico’.

Este relato simplificador toma una cara especialmente cruenta al querer legitimar la brutalidad actual obliterando la violencia pasada, movimiento que mantiene en el olvido el sufrimiento de las muertas, de los oprimidos. Así, el opresor actualiza y crea un nuevo yugo: a la memoria negada, se suma la opresión presente.

De Cabal a Trump, de Thatcher a Uribe, de Reagan a Le Pen, “ni siquiera admiten que el cuchillo está ahí”.

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En la Tesis VII sobre el concepto de historia, Benjamin (2014) afirma:

Quien quiera haya obtenido la victoria hasta el día de hoy, marcha en el cortejo triunfal que lleva a los dominadores de hoy sobre los [vencidos] que hoy yacen en el suelo. El botín, como siempre ha sido usual, es arrastrado en el cortejo. Se lo designa como patrimonio cultural…No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie. Y como en sí mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión por el cual es traspasado de unos a otros (p.43).

Esta tesis puede leerse en múltiples sentidos. No se trata de una estetización épica. Y no se dirime fácilmente en la sola iteración de que “la historia la escriben los vencedores”. Particularmente porque no se trata de una aserción historiográfica, ya que no denuncia únicamente la manera en que se ha escrito la historia. Más bien, a la luz de las relaciones sociales que han condicionado históricamente la propia escritura de lo histórico –i.e., siglos de violencia que han permitido que los dominadores acumulen riqueza a condición de explotar y desposeer a los vencidos, esto es, la barbarie como condición de posibilidad del mundo presente–, Benjamin piensa también en que los vencedores arrastran el patrimonio cultural en conjunto porque son los dueños de las tierras y las materias primas, de las fábricas, de las imprentas, de los bancos, de los salarios, esto es, en un sentido más amplio, dueños de la producción material y de la circulación misma del documento, del archivo. El botín no es el relato en abstracto, sino sus propias condiciones de producción y circulación: su radio de poder posible.

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Trump lo expresó con todo el cinismo y claridad: no quiere inmigrantes de esos países de mierda como Haití. Está dispuesto a perseguirles, expulsarles del país y negarles la entrada. La larga historia de intervencionismo, explotación y pauperización de Haití por cientos de años por parte de EE.UU y Francia, en complicidad con los países de Europa occidental, no significa nada para él. Ronald Sanders enfatiza: desde que Haití se declaró República independiente en 1804, esta alianza la ha castigado efectivamente dándole el trato de un ‘país de mierda’. Según Sanders, a partir de 1825 la isla tuvo que pagar 97’000.000 de francos de oro a Francia por concepto de las pérdidas monetarias en esclavos y plantaciones a razón de las acciones comandadas por Toussaint L’Ouverture. Así, Haití fue llevada a la pobreza por una deuda que terminó de pagar en 1947.

En el marco de las Banana Wars y “aprovechando la incapacidad de Haití para defenderse de las intervenciones externas”, la marina estadounidense invadió su territorio marítimo en “no menos de 24 oportunidades entre 1849 y 1913”. Este era apenas el aperitivo, pues EE.UU invadió el país con cientos de Marines desde 1915 por cerca de veinte años. Más allá de las razones aducidas para hacerlo, uno de los resultados de esta invasión fue la alteración de la Carta Constitucional haitiana para permitir que extranjeros fuesen propietarios de tierra. Esto llevó a que los norteamericanos, en adelante, acumularan riqueza usufructuando y explotando los territorios y la fuerza de trabajo de la isla, a la par que instauraban un régimen segregacionista en Puerto Príncipe. A todo esto, se suma la invasión militar por casi un año de la operación Uphold democracy (claro, cómo más podría llamarse), con el objetivo de derrocar el régimen militar que había depuesto a Jean Baptiste Aristide.

En síntesis, en lugar de memoria y reparación frente al intervencionismo militar, social y político que pauperizó la vida de los haitianos, se suma un nuevo capítulo de dominación neocolonial.

Para María Fernanda Cabal la polémica generada por las palabras de Trump se resume a una cuestión de lenguaje inapropiado: a los ‘cagaderos’ ella les diría ‘Estados fallidos’. En este sentido, no es excéntrico que declare apoyar a Trump –incluso si se trata de presumir de tener “el botón más grande” para empezar una guerra nuclear contra Corea del Norte–.

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En adelante quiero exponer tres ejemplos de lo que hace Cabal con la historia que permiten distinguir un patrón de argumentación: su versión de lo que pasa en Venezuela, su versión de la Masacre de las Bananeras y su versión de la tarea de la Comisión de la Verdad en el marco de la JEP.

En el primer caso, la representante del Centro Democrático no se ha cansado de repetir que lamenta que Venezuela, “el país alguna vez más rico de Sudamérica”, hoy se encuentre en crisis, empobrecido “por el socialismo”. Aunque estemos acostumbrados a que nuestros representantes disten de ser analistas internacionales idóneos, esta estrategia retórica es particularmente mezquina y oportunista. Efectivamente, Venezuela llegó a ser el país más rico de Sudamérica en el 2001. Lo que no reconoce Cabal es que Hugo Chávez Frías ya era presidente y que su gobierno logró reducir casi a la mitad los niveles de pobreza. Verbigracia, pensemos que se refiere a períodos pretéritos: ¿a los ochenta, cuando el paquete económico del FMI, impuesto por Carlos Andrés Pérez, llevó al Caracazo en 1989, con la mitad de la población en condición de pobreza y cerca del 15% de pobreza extrema? ¿O quizás a los años noventa, cuando Venezuela alcanzó una inflación del 100%? Estas crisis, hiladas por una dependencia petrolera indolente frente a la redistribución de la riqueza, son variables que a ella poco le importa tener en cuenta con tal de “denunciar el estado actual de cosas”. Desde su perspectiva, la convulsa historia económica y política de Venezuela se reduce a una riqueza mítica –sin importar quién se enriqueció, cuándo ni cómo– aniquilada por un enemigo quimérico: el “comunismo internacional”.

Frente a la Masacre de las bananeras, Cabal afirmó que se trataba de un “mito” más de la narrativa comunista. Por una parte, porque “tres mil trabajadores no se encuentran ni siquiera hoy” y, por otra, porque se le dio demasiado crédito culturalmente a Cien años de soledad. Más adelante aduciría que las trabajadoras en huelga habían sido infiltradas por fuerzas comunistas y lo que hoy se piensa como masacre fue realmente una confrontación entre el ejército y dichas fuerzas. Las víctimas reales: la United Fruit Company y los militares.

La discusión eminentemente histórica está saldada. Se ha mostrado que es perfectamente plausible que hubiera tal cantidad de trabajadoras para la época (e incluso muchos más). A partir de diversos archivos –como notas de prensa, informes y cables entre agentes nacionales e internacionales–, se nombran distintas cifras de posibles asesinados en las huelgas, que van de nueve (el número dado por los militares), cien (el número que dio el embajador norteamericano en Colombia) a quinientas o seiscientas (el número que dieron representantes norteamericanos para diciembre de 1928). Además, no hay evidencia alguna de que hubiera una infiltración comunista y aun si esta hubiera existido, Cabal justifica una masacre en nombre de una cruzada anticomunista. Así que su discusión histórica no se concentra en el método, o en el archivo. Lo que resulta genuinamente sintomático de su intervención lo ha señalado oportunamente Santiago Villa:

Un mismo hilo sombrío recorre la lectura de la historia según María Fernanda Cabal. Apuesta a borrar la masacre de las bananeras de la memoria histórica porque su propósito es también borrar las masacres de Trujillo, de El Salado, de El Aro, de Mapiripán, y todas las que se cometieron para defender [los intereses de los] terratenientes que se vieron favorecidos y protegidos por el paramilitarismo…Ella no es tonta. Sabe que en el terreno de la historia se juega la justificación ideológica de sus posiciones complacientes con esta violencia de clase.

Efectivamente, no es una cuestión de ignorancia. Es una “justificación ideológica” que permite borrar la memoria de los oprimidos. Ella no solo se está cagando en las batallas y la memoria de las luchas de los trabajadores colombianos, de quienes han buscado la democratización de la tierra o de quienes han promovido una repartición equitativa de la riqueza, sino que, sin vergüenza alguna, está actualizando una agenda política de violencia de clase que se regocija en su propia posición y responsabilidad en la barbarie.

Cuando fueron nombradas las integrantes de la Comisión de la verdad, María Fernanda Cabal escribió: “Este es el perfil de los escogidos (para reescribir la historia) en la Comisión de la Verdad. Saquen sus conclusiones”. Como el resto del Centro Democrático y otros partidos de derecha, esta era su versión de la retahíla incansable: por su perfil, los comisionados eran de izquierda, resentidos de los que solo se podía esperar una versión amañada del conflicto. Lo interesante es el paréntesis: “(para reescribir la historia)”. En una simple aclaración de un trino hay más sinceridad y claridad que en miles de palabras: ¿cuál historia es la que le molesta que se reescriba? Aquella en que el Estado siempre ha actuado con probidad, en que el ejército no tiene mácula y en la que las clases beneficiadas por la barbarie no tienen responsabilidad alguna.

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Quiero extraer dos conclusiones. Por una parte, defender la tarea que ha emprendido la Comisión de la Verdad no es poca cosa. En el marco de la JEP, su misión es específica: producir un informe extrajurídico que dé cuenta de los orígenes y las responsabilidades del conflicto armado en Colombia tomando como primer índice de investigación las voces de las víctimas a través de un enfoque diferencial. Algunos han argumentado, con razón, que su importancia no radica en la originalidad del relato, sino en el hecho de que sea el punto de partida para construir memoria alrededor de la historia del conflicto en Colombia. De lo que se trata es de poner en circulación voces que, a lo largo de las últimas décadas, no han tenido los medios, el lugar ni la resonancia que debieron tener desde hace mucho: las voces de las víctimas –del Estado, de los Partidos políticos, de empresas legales e ilegales, de grupos proto-paramilitares y paramilitares, de narcotraficantes, de las FARC, etc.–. La premisa es relativamente simple: en aras de terminar el conflicto hace falta ponerse de acuerdo sobre unos mínimos sobre quiénes agenciaron la barbarie y en dónde.

Por otra parte, sumados los ejemplos de Cabal y Trump al fenómeno del resurgimiento de la extrema derecha a nivel mundial, me pregunto si el viraje de los discursos dominantes, que van del progresismo neoliberal al seudo-fascismo, representan más que una mera coyuntura de quienes están ocupando cargos institucionales notorios. Si quizás estas formas brutales de negar toda responsabilidad en los sufrimientos pasados por parte de las clases dominantes, de los perpetradores, de los explotadores, de las esclavistas, expresan una reconfiguración ideológica que las clases dominantes están atravesando una vez que la promesa neoliberal del progreso social a través de la riqueza de unos pocos se derrumba ante nuestros ojos [1].

Frente a esto me pregunto, finalmente, si otra idea de Benjamin puede ayudarnos a pensar el campo de posibilidad de los movimientos que buscan detener la ofensiva derechista. Como marxista heterodoxo, pesimista –en sus propias palabras–, imaginaba el momento revolucionario como una interrupción del progreso histórico, no como el paso hacia el cumplimiento de una utopía. Se trataba de una acción cuyo primer objetivo era el de detener la barbarie, como ese movimiento que podría detener una catástrofe casi inevitable, una catástrofe a la que llevaría el movimiento de las cosas tal como se encuentra. El movimiento revolucionario es como un corte: “Antes de que la chispa lleg(ue) a la dinamita, (es el movimiento que podría) cortar la mecha encendida”. Como el freno repentino de un tren que va a plena marcha.

Por ahora, en lo que respecta a las víctimas en Colombia, la tarea de la Comisión de la Verdad no puede ser soslayada aunque se trate de un ejercicio institucional de memoria. Por el contrario, habría que defenderla. Partir como mínimo de escuchar la voz de los vencidos en este conflicto es una gran ganancia para empezar a construir paz. La prueba de esto se encuentra en voces como las de María Fernanda Cabal. Si no se ganan instancias para disputar que las víctimas hagan oír su voz en los espacios del postconflicto, el continuum de barbarie no se detendrá y los muertos se mantendrán silenciados. Reconocer que hubo un daño es el principio.

Malcolm X lo dijo fuerte y claro: reconocer que el cuchillo está ahí es la primera lucha por ganar.

Palabras al Margen

Benjamin, Walter. “Sobre el concepto de historia”. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. LOM ediciones: Santiago de Chile.

[1Gran parte de la preocupación está en que las derechas progresistas no solo no se opusieron a la emergencia y normalización de estos discursos de odio de clase y de supremacía racial, sino que los toleraron, se aliaron e incluso permitieron su ascenso, por acción o por omisión