Agencia Prensa Rural
Mapa del sitio
Suscríbete a servicioprensarural

Análisis
Otro 20 de julio
Jhon Jairo Salinas / Viernes 20 de julio de 2018
 

En el marco de los 208 años de gesta de la independencia que estamos conmemorando en Colombia, debemos partir de lo que era el continente antes del descubrimiento, de la Independencia y del proceso de emancipación.

En este texto deseo narrarle al lector una reseña de acontecimientos que hasta ahora, en el contexto de esta conmemoración y en el caso específico de mi país, se han intentado desconocer, omitir u ocultar.

De antemano, me interesa aclarar que no voy a posar de historiador ni de intelectual. Pero como dirigente social y político, defensor de derechos humanos, no puedo hacer pasar desapercibidos a algunos referentes históricos, desde el contexto de la política o la historia, que a su vez denunciaron la violación sistemática de las distintas prerrogativas durante más de quinientos años.

Antes de la llegada de los europeos, debemos recordar lo qué fue la América de nuestros pueblos aborígenes –Mayas, Aztecas e Incas, por citar sólo a las civilizaciones de mayor desarrollo– quienes padecieron a nombre de un rey desconocido, de una cruz ajena a sus usos y costumbres religiosas, el sometimiento y la barbarie con la cual se condujo una empresa expedicionaria asesina, llena de intrigas, odios, ambiciones de poder y, sobre todo, de voraces intereses económicos de una España recién unificada.

Se dijo que posteriormente al descubrimiento –por parte del navegante y cartógrafo italiano de origen judío, Cristóbal Colón y acaecido el 12 de octubre de 1492– la exploración del continente fue completada, entre otros, por Américo Vespucio, en cuyo homenaje se bautizó con el nombre de “América” a las nuevas tierras. Sin embargo, se pretendió negar el exterminio aproximado de noventa millones de indígenas y el vil saqueo de más de ciento cincuenta toneladas de oro y plata, desde las Antillas, pasando por el Perú, hasta el río de La Plata. Avalan estas conjeturas, los testimonios de los mismos cronistas de Indias. [1]

Para hacer justicia sobre la inquina y el despojo cometido, uno de los máximos exponentes y pensadores latinoamericanos, el cubano José Martí, cambió “por su cuenta” el nombre de América por el de Amerindia, más acorde a los legítimos dueños de los territorios ancestrales arrebatados.

Conquistadores, “glorificados” hasta el cansancio por nuestros predecesores, como Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Pedro de Mendoza, Juan de Garay, Diego de Almagro, Sebastián de Belalcázar, Gonzalo Jiménez de Quesada y demás, dieron forma al genocidio, a la carnicería humana. Lo lamentable es que aún algunos parecieran sentir nostalgia de cadenas y grilletes.

Por otro lado y entre los métodos empleados para saciar el apetito voraz de la Corona Española destacamos la sustitución por la violencia del sistema de vida aborigen, acondicionado a la pérfida convicción europea, a fin de obtener el mayor usufructo posible del Nuevo Continente. Para lograrlo, no se ahorraron las formas más horrendas de subyugación, como la cacería criminal de aquellos indígenas que se resistían al dominio, utilizando perros salvajes, arcabuces y el caballo como armas novedosas y de absoluta inexistencia en América.

Por un momento, las profecías del dios maya Quetzlcoatl parecieron hacerse realidad, ya que las mismas signaban el fin del mundo de los primitivos pobladores con motivo del arribo de “semidioses”, vestidos con ropas sumamente diferentes a la usanza local, desplegando estruendos a su paso –ruido de armas de fuego, cascos de caballos y ornamento metálico– y que además, avanzaban sobre el lomo de “monstruos fabulosos desconocidos”.

Rápidamente, el mito se desdibujó con las violaciones y el requerimiento de servicios sexuales a las indígenas, forzadas en infinidad de ocasiones; la “compra” de inmuebles o extensas parcelas, a cambio de “espejitos de colores”, como ocurrió en la legendaria “adquisición” de la isla de Manhattan, sin contar formas de sometimiento como la mita, la servidumbre y el terraje –herramientas para explotar a los indios so pretexto de llevarles el Evangelio– por resumir los casos de expoliación más comunes. Como si ello fuera poco, los indígenas debieron tolerar los excesos del Tribunal del Santo Oficio, llamado vulgarmente Inquisición, entidad eclesiástica que con la excusa de la defensa y conservación de la fe, se encargaba de sojuzgar la conciencia de los nativos, a quienes tildándolos de herejes, los torturaban y mataban por resistirse a aceptar la falsa concepción de un “dios tiránico”, ajeno a sus creencias ancestrales y al que identificaban con sus opresores.

Al advertir los conquistadores que los indios no le “rendían” en la medida de lo esperado, promovieron la “inmigración forzada” de esclavos negros, provenientes en su mayoría de Costa de Marfil, el sur o la costa ecuatorial del África. Eran tomados prisioneros y embarcados en buques, denominados con desprecio “negreros”, donde se los trasladaba en una disposición y condiciones infrahumanas, encadenados, mal alimentados, hediondos, carentes de las más mínimas condiciones higiénicas. Emprendían así una larga travesía a lo ancho del océano Atlántico, muriendo a veces hasta la tercera parte por el abominable trato. Cuando esto tenía lugar, sus cadáveres eran arrojados a las aguas para el “festín” de los tiburones.

Se inició de esta manera, un largo proceso de depredación, signado por las primeras olas de rebeliones indígenas, en cabeza de la cacica Gaitana, a partir de 1538, casi en conjunto con la de los esclavos africanos, los cuales conformaron célebres palenques como el primero, ubicado en los alrededores de Cartagena de Indias y liderado por el liberto Benkos Biojó, hacia el año de 1616.

Pero siglos más tarde, ya en pleno proceso de nuestra Primera Independencia, debemos destacar los inicios de la gesta patriótica, iniciada por grandes hombres como José Antonio Galán, con la Revolución de los Comuneros; Manuela Beltrán, que instituyó el grito frente a los exigentes e injustos tributos impuestos, en 1781. Ellos y muchos otros, fueron los pioneros en intentar establecer un gobierno criollo en la región.

Para agitar más las aguas de revolución, Antonio Nariño, conocido como El Prócer de la Independencia, tradujo la Carta de los derechos del hombre y del ciudadano, originada tras la Revolución Francesa de 1789. Este nuevo aliciente, se sumó a la generación de patriotas, quienes en vistas de los sucesos acontecidos, fueron lanzándose uno a uno en favor de la gesta emancipadora.

Llegamos al 20 de julio de 1810. A pesar del inicio de la denominada Patria Boba (1810-1816), sumida en la contradicción entre federalistas y centralistas, la llama de este grito recién se cristaliza con José María Carbonell, Francisco José de Caldas, Jorge Tadeo Lozano y Camilo Torres. Los nombrados, conforman el primer Cabildo Popular, para desterrar al virrey Amaris de Borbón. Todos, excepto Carbonell, abogaban por el mantenimiento de una estructura colonial y de sus autoridades. Los inequívocos signos de preferencia por un gobierno local, encabezado por criollos, adquieren un peso mayúsculo.

Sin embargo, tanto en las convicciones como a través del accionar, ninguno brilló como el gran Simón Bolívar, El Libertador. Estadista, político, general de generales; su figura logra concretar los anhelos de libertad en sendas campañas que concluyeron con las batallas de Ayacucho, Pantano de Vargas y de Boyacá, punto de inflexión definitivo para garantizar la libertad de medio continente. Luego, la Gran Colombia, las contradicciones con Santander, la historia consabida y ese final tan triste, que arrastra a un Bolívar preocupado hacia la eternidad, al ver truncado su sueño de una América Unida y que sus hijos, tienen el deber de consolidar algún
día. Las palabras finales del Libertador, en la quinta de San Pedro Alejandrino, son una clara alusión a los acontecimientos anteriormente relatados: “Si con mi muerte contribuyo a la disolución de los partidos, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. [2]

Por esto, quisiera que, ante todo, en este texto sea en conmemoración de las defensoras y defensores de derechos humanos, porque han puesto una cuota muy alta en Colombia, en América Latina, para hacer valer el único derecho innegociable e intransferible, como lo es el derecho a la vida.

Por último, a manera de rendir homenaje a aquellos hombres y mujeres que ofrendaron sus vidas, a cambio de la libertad, los recordamos a través de la historia, historia que perdurará hasta nuestros días, porque nuestros campos de batalla no se abonaron de sangre para hacer más rico al más rico, sino para redimir al pueblo.

A las futuras generaciones
de jóvenes latinoamericanos,
conscientes de la urgente necesidad
de Una verdadera y Segunda Independencia.
Seguiremos consolidando
el ideario de Nuestros Libertadores…

[1Hago mención de ello para que no se tilde este material como de simple especulación.

[2Últimas palabras de Simón Bolívar en la Quinta de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, 17 de diciembre de 1830.