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Colombia: La ruta de la “perfidia” o la renuncia a la buena fe
Pablo Valiente / Sábado 2 de febrero de 2019
 

Rodrigo Uprimny es uno de los más prestigiosos juristas de Colombia, tan reconocido que las Naciones Unidas y las principales escuelas de derecho en América Latina, en Europa y en Estados Unidos lo tienen con frecuencia de consultor y profesor invitado. Dicen los colombianos que cuando él habla, se estremece la Constitución.

Suya ha sido la afirmación, durante la pasada semana, de que el “comportamiento del gobierno de Duque podría configurar una violación grave al Derecho Internacional Humanitario, pues podría llegar a ser calificado como un acto de perfidia, que puede llegar incluso a ser un crimen de guerra”. Yo recomiendo insistentemente su lectura a mis amigos. Fue publicada en el blog La silla vacía.

Ayer domingo volvió a la palestra pública para defender que “La posición del Gobierno no tiene sustento jurídico y por eso no ha recibido ningún apoyo internacional significativo, pues contrario a lo que insinúa el Gobierno, ni Chile, ni la CIDH, ni el Consejo de Seguridad han apoyado la tesis colombiana”. Uprimny lo hizo desde las páginas de El Espectador, uno de los principales diarios del hemisferio.

El jurista expone una idea coherente, alejada de cálculos políticos e ideologías: sin el respeto al derecho internacional sería imposible la convivencia en el planeta y la regulación de las diferencias y conflictos entre los países y a lo interno de estos. En esencia, no es admisible pedir a otros que apoyen, garanticen, acojan, acompañen una compleja negociación para resolver un dramático conflicto interno, para que, ante nuevas circunstancias sobrevenidas, colocar en una encrucijada bloqueada a todos esos involucrados, en particular al que ha puesto la sede, a pedido de las partes.

Si operara en las relaciones internacionales la lógica expuesta por el presidente Duque y, sobre todo, por el canciller Holmes y el no menos incendiario Comisionado ¿para la Paz? Miguel Ceballos, lo primero que volaría en pedazos sería todo el sistema de tratados y pactos de las Naciones Unidas, arrastrando a la Corte Internacional de Justicia, el Tribunal Arbitral Internacional y hasta a la discutida Corte Penal Internacional. En consecuencia, se cerrarían las puertas a los futuros gobiernos de Colombia para buscar una salida negociada al conflicto interno armado.

Una avalancha de reclamaciones sería posible porque los gobiernos actuales podrían sentirse libres de desconocer todos los actos jurídicos pactados por los gobiernos anteriores en nombre del Estado y utilizar manipuladamente otros compromisos para negar lo antes acontecido en función de los nuevos intereses. Sin embargo, hasta hoy había primado lo que se conoce como “buena fe” o “estoppel”.

El estoppel o doctrina de los actos propios establece en derecho la inadmisibilidad de actuar contra los propios actos hechos con anterioridad. En otras palabras, prohíbe que una persona pueda ir contra su propio comportamiento mostrado con anterioridad para limitar los derechos de otra, que había actuado de esa manera movida por la buena fe de la primera.

Traducido al caso, prohíbe a Colombia negar sus compromisos en las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), celebradas a su petición en Cuba, para imponerle a Cuba y a otros países garantes una conducta diferente de la derivada de esa condición, compromiso que estos países asumieron confiados en la buena fe del Estado colombiano que el gobierno de turno representaba.

Para sustentar su postura, las autoridades colombianas, con una belicosidad amenazante que no camina en las relaciones internacionales y, mucho menos con Cuba, ha acumulado una lista de mentiras. Han negado que el gobierno retomara el diálogo con el ELN, que los protocolos sean vinculantes o que amparen al terrorismo, que la ONU y su Consejo de Seguridad hayan obligado a Colombia a desconocer lo antes pactado y que no sea ético o moral celebrar este tipo de garantías para una negociación.

Me vienen a la mente en esta hora reconocidos negociadores de procesos de paz como el ruso Alexander Bessmertnik, el peruano Álvaro de Soto, el estadounidense George Mitchel, el sudafricano Brian Currin, el portugués José Manuel Durão Barroso, el francés Michel Barnier, el egipcio Lajdar Brahimi o el cubano Ricardo Alarcón de Quesada, involucrados en resolución de conflictos como el de Irlanda del Norte, Angola, El Salvador, Siria, el País Vasco, el Brexit y hasta la propia Colombia. ¿Qué podrían decirnos de la actuación de Bogotá en este caso?

En contraposición, si alguien investigara los reconocimientos y apoyos a la actuación limpia, transparente, discreta y prudente de Cuba, hallaría una lista tan extensa, empezando por la de su archiadversario Estados Unidos. Alarcón ha recordado muchas veces sus estrechos contactos con Thomas Pickering en la época en que se negociaba el fin de la guerra en Angola o en El Salvador. Menos se ha hablado por razones de actualidad de la relación de Bernard Aronson con los garantes cubanos en el caso de Colombia, tanto en las negociaciones con las FARC-EP como con el ELN.

Siguiendo la lógica bogotana, Cuba podría decir que no tiene valor, sin haberlo denunciado antes o sustituido por una nueva norma, un tratado de extradición firmado entre ambos países en 1932, nada menos que por la sangrienta dictadura de Gerardo Machado. Pero no lo ha hecho porque Cuba es un estado que sabe honrar sus compromisos. Entonces, por qué se invoca la validez de un acto del Estado y se niega otro, a conveniencia. Es ahí donde se revela el delito de perfidia, tipificado en el artículo 37 del Primer Protocolo adicional a los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949 que establecieron las bases del derecho internacional humanitario.

Hay quien afirma que no es sorprendente lo ocurrido. Ya con los Acuerdos de Paz entre el gobierno de Colombia y las FARC-EP se acumulan suficientes evidencias del pérfido accionar. El Consejo de Seguridad de la ONU, alarmado por los cerca de 400 líderes sociales asesinados desde 2016 –según el Instituto de estudios para el desarrollo y la paz (Indepaz)-, ha dicho esta semana cómo ve las cosas en lo que va de año nuevo: “Los miembros del Consejo de Seguridad reiteraron su seria preocupación por el patrón persistente de asesinatos de líderes comunitarios y sociales, con siete asesinatos verificados de tales líderes desde el 1 de enero de 2019”.

¿A quién beneficia la actuación colombiana? Fuera de sus propias fronteras, es visible –ya lo han dicho Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone- que a los halcones de Washington y a la mafia cubanoamericana de la Florida, empeñada en arrastrar nuevamente a Cuba a la espuria lista de estados patrocinadores del terrorismo, para acusarnos de albergar terroristas y argumentar su estrategia de recrudecimiento del bloqueo y ampliar el ataque general contra la revolución cubana.

Cuba, ya se sabe, está curada de espantos y miedos. Pero el gobierno de Colombia comete un acto suicida. Destruye toda la credibilidad internacional del Estado colombiano, pues si en un asunto tan crucial como la paz, incumple su palabra y sus compromisos internacionales, se convertirá en un Estado poco confiable ante los ojos del mundo. Otros países podrán denunciar o revisar acuerdos suscritos por anteriores gobiernos colombianos, y la seguridad nacional, tantas veces invocada en el Palacio de Nariño, será menos que una hoja de parra para esconder impudicias.