Agencia Prensa Rural
Mapa del sitio
Suscríbete a servicioprensarural

Viaje a la tierra del viento
Alejandro H-Rivera / Domingo 7 de junio de 2009
 

Llegan con los vientos; con los vientos se van. Se les ve a pie, en burros o apretujados en camionetas haciendo caminos en el desierto, con el sol derritiéndose en sus espaldas, ellas van ataviadas con sus mantas y ellos con sus miradas altivas. Son los wayúus, los señores de la Alta Guajira, los depositarios de los secretos de la tierra y del mar, de las estrellas y de los sueños, de la vida y de la muerte.

Existen cerca de 180 mil en Colombia y unos 60 mil en Venezuela, son binacionales y hablan español y wayuunaiki, su lengua natal. Viven en rancherías de una y hasta más de 400 casas; las familias más numerosas son las Epíeyu, Uriana e Ipuana.

Llegar a la Guajira es un reto a la pasividad del hombre civilizado, del arijuna, así llaman al foráneo, a quien no respete su cultura. El viaje es eterno si se va de afán; pero es místico si se va con el cuerpo y el alma liviana. El recorrido de seis turistas inicia en Uribia, capital indígena de Colombia, el destino es Punta Gallinas.

En Jepirra

Al borde de una carretera polvorienta de Uribia, los viajeros explayan en las sillas sus pieles rosaditas; unos se abanican con las gorras, adormilados por el sempiterno sonsonete de un vallenato; otros, mientras comen, tratan de espantar a una nube de moscos que aguijonean sus cuerpos macilentos y a tres niños andrajosos; uno de los pequeños, ante la sorpresa de los comensales, sorbe una de las sopas y, ya saciado, se va sin mirar a nadie. ¡Buon apetit!

Y ¡buon voyage! para los aventureros que se internan en el desierto, sin carreteras, hasta el Cabo de la Vela (Jepirra en wayuunaiki). En la ruta ven cómo un par de chiquillos, salidos de los solitarios arbustos de dividivi, extienden una cuerda para frenar el paso del carro. Estos peajes infantiles están en toda la región. Esperan que pare y que les compren caracoles o paguen algo a cambio del paso por su tierra. Pero el toyota rebasa la barrera, empolva a los niños y se aleja. Ellos se esfuman; volverán a surgir cuando, luego de horas o días, otro vehículo de la civilización los invada, como sucedió hace 510 años.

En 1499 Jepirra -que significa el camino de las almas , porque ahí inician la ruta a lo desconocido- fue el primer lugar colombiano visitado por los españoles, al mando de Alonso de Ojeda. En 1538 fundaron allí la ciudad Nuestra Señora Santa María de los Remedios del Cabo de la Vela, en donde el alemán Nicolás de Federmán esclavizó a cientos de indígenas para que pescaran perlas en sus mares.

Hoy, los nuevos invasores son los deportistas extremos y de aventuras, y los ecoturistas y los etnoturistas, estos últimos con sus ínfulas colonialistas de descubrir seres ‘exóticos’. Para acogerlos, el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) capacitó en 2005 más de 75 familias del programa ecoturismo y posadas nativas wayúu. El mismo presidente Álvaro Uribe advirtió a los posaderos: “El turista quiere encontrar el agüita limpia y quiere encontrar la caneca de basura”, según informó el Sistema de Noticias del Estado ( http://www.presidencia.gov.co/sne/2005/enero/30/02302005.htm )

La noche cobija a los paseantes en Jepirra. En las rancherías, los wayúus están en duermevela; dicen que en cada familia hay un encargado de ejercer el oficio del sueño, ese soñador dialoga con sus antepasados, estos les anuncian premoniciones; mientras que en la playa los visitantes escudriñan el firmamento como antiquísimos astrólogos: recrean las constelaciones con cientos de estrellas y se asombran con la aparición de meteoritos. Pero, la sintonía cósmica es rota por las ondas sonoras de una camioneta que grita : “Aunque la noche esté buena pa un pistoleo/ Aquí están las pistolas pa los que estén en busca de fantasmeo ”. El reguetón de Daddy Yanqui es un cataclismo para quienes están en fantasmeo con sus ancestros y los astros. Mejor dormir en chinchorros.

Con la Guía de Rutas por Colombia 2007 los turistas reanudan el paseo. En la página 265 un mapa indica con puntos la travesía por las bahías Portete, Honda, Hondita hasta Punta Gallinas y allende. En el terreno es un laberinto de encrucijadas que surgen y desaparecen; es un desierto revestido por miles de botellas quebradas, por miles de plásticos transparentes, blancos, negros, azules, rojos. Es una alucinación.

Allí, los niños juegan con las bolsas, las abren en contra del viento, éste las arranca de sus manos y, henchidas como las mantas de sus madres, viajan al garete, se enredan en cactus, se las traga la mar o son atravesadas por filosos vidrios; cada cristal destella soles que crean la ilusión de un firmamento terrestre y diurno. Dicen que los cristalinos basureros son creados por contrabandistas. ¿Por qué? Nadie responde, porque Portete, lugar de memoria obligada en las clases de geografía, es una bahía fantasmal.

Antes, barcos panameños y antillanos dejaban en su litoral artículos de contrabando. El nuevo milenio descargó al Frente Wayúu del Bloque Norte de los paramilitares, al mando de José María Barros, alias Chema Balas (ya detenido), para apoyar a los narcotraficantes. El 18 de abril de 2004 ellos asesinaron y desaparecieron a unos 40 wayúus; cientos huyeron a Venezuela. "Me los mataron, hermano. Los quemaron vivos dentro de mi camioncito. También le cortaron la cabeza a mi mamá y a mis sobrinas las picaron en pedacitos. No les dispararon, sino que las torturaron para que escucháramos sus gritos y mientras tanto con una motosierra las cortaron vivas, hermano", clama aún un testigo a la Agencia Prensa Rural (www.prensarural.org/guajira20040524.htm)

Perdidos en Taroa

Anochece. En la hora del color marengo, cuando la luz se desvanece en los resquicios de las casas y pinta el mar de gris, los espíritus (yolugas) de los muertos comienzan a vagar por la bahía y los turistas continúan el viaje a su destino.

Blancos y pequeños cementerios van surgiendo, solitarios y fantasmales, en las encrucijadas. Los seis viajeros y el guía-conductor, están perdidos. Una luz de moto aparece. Catequís, el motociclista, les dice que están en Taroa, en dirección contraria a Punta Gallinas. Por 50 mil pesos los enruta hasta un punto; luego, se pierde en la negritud.

Surgen más camposantos. El guía, apodado Topo, guajiro pero no wayúu, se contagia de la desesperación de los otros. Siguen extraviados; además, la gasolina se agota. Una fogata y una ranchería se vislumbran cerca. Con un bocinazo y el grito de “¡Buenas!”, que parece más un “¡auxilio!”, los desesperados quiebran el sueño de sus habitantes. De la oscuridad emerge una señora, Imelda. Ella anuncia que el destino está a menos de una hora y que desde hacía rato ellos le estaban dando vueltas en ocho al mismo cementerio. Ante la zozobra de los perdidos, les ofrece pasar la noche en su casa.

La bóveda celeste está fulgurante. Orión se ve furiosísimo, muchos astros delinean perfectamente su escudo y espada; y las estrellas fugaces son tantas y tan deslumbrantes que uno de los huéspedes jura ver una luz danzando que no es de avión ni de nada conocido. ¿Un ovni? Estar apabullados por el firmamento más estrellado de sus vidas les hace delirar. Desde Taroa, cualquier ser humano es nada ante la inconmensurabilidad del universo.

El kikirikí reiterativo de un gallo los despiertan a las 4:30 a.m. Imelda los saluda con una jarra de café. Es una mujer sosegada, de mirada sabia. Una wayúu de casta. Vive en Venezuela y está visitando a sus padres, tan viejos que parecen tener la edad de las piedras. Su madre se acerca con pasos cansinos y saluda en wayuunaiqui, le indaga a su hija por la cámara digital de uno de los convidados y con la que, sin permiso, le toma fotos. “Me pregunta que qué es eso, es la primera vez que ve una”, comenta Imelda. El padre, de una eterna sonrisa mueca, los invita al abrevadero con sus 300 chivos

Luego, un turista le revela a Imelda su temor de que las personas que aparecieron en el desierto, como Catequís, sus padres, ella, no estén vivos, sean yolugas. La mujer ríe. Dice que no creía en espantos, pero que una noche, cuando iba para su ranchería, una voz le imploró desde la oscuridad: “‘¡Espera, espera!’ Yo miré y no había nada, sólo una luz”. Era la súplica de un ido. “Yo escucho a los muertos”, sentencia. Palabra de wayúu.

Los paseantes tienen que partir. El agradecimiento por la hospitalidad de esta familia se traduce en pagar el favor con dinero. Por un momento, el rostro de Imelda no sonríe. Ante la insistencia, dice que prefiere que le regalen un objeto a su madre. El de la cámara la esconde con disimulo. No obstante, le dejan un puñado de billetes en la mano de la anciana antigua, ella los observa como preguntándose ¿para qué esos papeles? Su hija, con un dejo de tristeza, no comprende por qué los civilizados resuelven todo con plata.

En el trayecto los viajeros se detienen en el Médano de Taroa. Descalzos, trepan la montaña de arena, toman fotos, se extasían con los mares que ven en lontananza. La duna se transmuta constantemente por los vientos, que borran las huellas de sus pies y han comenzado a desenterrar unos huesos que parecen humanos. Una larga trenza de cabello negro ata los palos raquíticos de la cruz que custodia la tumba. Ante los arijunas, los wayúus desdeñan el hallazgo. “Son juegos de niños, les gusta enterrar chivos así”, dice uno de ellos.

Para este pueblo, un muerto se muere dos veces. En la primera es enterrado en donde lo sorprenda la parca, en su casa o en tierra ajena; su yoluga no reposa. Años después, es exhumado y fenece para siempre, se oficia el gran velorio y es sepultado en el panteón de su ranchería. Así inicia el camino a Jepirra. Si los sacrílegos lo dejan.

Los seis forasteros, entre risas, ruedan por la ladera y se bañan en arena bajo el sol del mediodía. Pero saben que en la cima yacen los restos de alguien, cubiertos por el silencio... Ütünka mata süka anakalüü Akühaipa (que descansen en paz).

Punta Gallinas

A los 12° 26’ 46” de latitud norte, el paisaje de Punta Gallinas es inenarrable. Es el extremo más septentrional de Sudamérica. Está sobre una meseta, en un acantilado, confinada entre el mar y el desierto, entre el viento y el firmamento.

En la ranchería de la familia de Luz Mila Arends reciben a los turistas con un almuerzo de langosta al ajillo. En el comedor, bajo una ramada, la joven y bella madre dialoga con ellos. Es profesora pero no ejerce porque se cansó de trabajar gratis. Prefiere tejer en casa mochilas y mantas para venderles a los extranjeros. Mientras habla, los hombres Arends palpan con sus ásperas manos a la pudorosa ex Miss Colombia Claudia Elena Vásquez, quien desde 2005 exhibe su blanquísima piel en la portada de la revista Soho, edición 67. Un piquete de moscas reales la saborea.

La publicación, maltrecha por el uso, trae la historia Punta Gallinas, extremo norte , del periodista Héctor Abab Faciolince; en ella escribe que los wayúus son muy celosos con su tierra, que las autoridades han señalizado zonas del desierto, pero los nativos quitan las señales, le cambian la dirección a las flechas: “Saben muy bien que serán dueños del sitio mientras sólo ellos conozcan y dominen el territorio, los atajos, las encrucijadas, los peligros”, puntualiza. Estos amerindios son la prolongación de la tierra, la tierra es una extensión de ellos.

Tienen razones para desconfiar de los arijunas. Punta Gallinas depende de Uribia, municipio que recibe las regalías de las minas de carbón del Cerrejón, pero la inversión social no se ve. Los centros de salud, de educación y los pozos de agua dulce están a kilómetros de distancia; sólo hay transporte público una vez por semana, no hay energía eléctrica y el único teléfono satelital no sirve. El 70% de la etnia no tiene educación formal.

Por eso no es extraño que los wayúus se sientan más venezolanos que colombianos, que su ideal de líder sea Chávez y no Uribe, que prefieran la guardia bolivariana a los paracos criollos. La selección nacional de fútbol parece ser su único orgullo. El abandono del Estado les pica la lengua, pero discuten en wayuunaiqui ante los arijunas; algunos de ellos, de los turistas, se carcajean en la letrina al echarse baldados de agua dulce sobre sus cuerpos. Luz Mila, con dejo de molestia, dice en español: “Miren cómo se divierten con nuestro baño”. Su familia calla, resignada. Esos burlones dejarán dinero para sobrevivir unos días.

Los aventureros emprenden el regreso, pero a 30 minutos de viaje... 20 metros de un camino arenoso atasca el carro. Para liberar el toyota, tragan arena y sol, de nada sirvió el divertido baño, y apenas tienen una botella y media de agua. Pasan tres horas y aparece un wayúu en bicicleta, es el sonriente Asdemar, hijo del palabrero, la figura de mayor autoridad entre ellos, el encargado de resolver sus conflictos. Él va al encuentro del mochilero, un camión que cada lunes, de 3 a 4 p.m., en un punto determinado del desierto, transporta productos como gasolina, gaseosas, agua, comestibles para intercambiarlos por tejidos, pescado, carne de chivo de los indígenas.

Gracias al hijo de palabrero, el carro sale del atasco. Hay que hallar los rieles del tren que lleva el carbón desde el Cerrejón hasta Puerto Bolívar, y que pasa por Uribia. Cae el sol. De pronto, un retén de adolescentes soldados, quienes con el peso de la modorra, ruegan por algo que esté frío: agua, hielo, gaseosa. “Ustedes entienden”, se excusa uno de ellos. Una gaseosa colombiana tan tibia como el clima les engaña la sed.

A las 8 de la noche ven avanzar el tren fantasmal. Una hora después, los seis turistas están en el hotel Jurasaín, en Uribia. Descansan con la sensación inefable de que son yolugas que desde la civilización viajaron errantes por la Alta Guajira.