Opinión
Ser políticamente correcto
Ser políticamente correcto pero no un cretino, para promover dirigentes que actúen en coherencia con lo que dicen. Ser políticamente correcto pero no un cretino, para no aplaudir las campañas de desprestigio con las que atacan a los sectores populares. Ser políticamente correcto pero no un cretino, para ganar espacios de representación en el Estado.
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/ Martes 7 de julio de 2020
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Antropólogo UNAL, master en antropología de orientación pública de la Universidad autónoma de Madrid. periodista de prensa rural.
@GPerezPardo
La lección que Colombia debería aprender es que debe desconfiar de quienes profesan y posan de políticamente correctos porque son los primeros que no dudarán en impostar discursos pomposos que gustan a las mayorías pero que no son coherentes con su práctica política ni con su concepción ideológica.
Colombia es una tierra de profetas de lo políticamente correcto. Ante cada infortunio patrio o calamidad social, surgen adalides del “deber ser” a pontificar sobre lo que este pueblo ha hecho mal o ha dejado de hacer. Son portada de diario las declaraciones de los políticos que se rasgan las vestiduras ante la miseria que afecta a millones de compatriotas en las ciudades; acuden al populismo punitivo más basto y rastrero para pedir cárcel ante los crímenes más atroces y no dudan ni por un momento en comulgar con los principios de “dios, patria y libertad”.
Así son los politiqueros, pérfidos negociantes del erario de la nación, que en público posan de impolutos pero tras bambalinas no dudan en vender el país a pedazos a inescrupulosos empresarios, entre los que también hay mafiosos, traquetos y paramilitares. No nos llamemos a engaños. Los políticos de los partidos tradicionales son las cabezas visibles de un entramado de corrupción y criminalidad que se ha devorado las arcas del país desde tiempos casi inmemoriales, destruyendo el sector agrícola, eliminando derechos fundamentales y asesinando a opositores – generalmente militantes de izquierda.
Al respecto pregunto, quién puede creer en la transparencia del Partido Liberal o del Partido Conservador cuando a manos llenas se robaron el país y asesinaron la democracia en el llamado Frente Nacional. Quién puede creer en la “nueva” derecha que representa el Centro Democrático y Cambio Radical cuando sus dirigentes nacionales o regionales son parapolíticos confesos, juzgados y encarcelados. A quién le cabe en la cabeza que la derecha colombiana piensa en el bienestar de la nación, si su historia es en realidad la historia de la explotación al trabajador, el saqueo de los recursos naturales, el despojo de las comunidades rurales del país y de la combinación de todas las formas de lucha para detener el avance de las reivindicaciones populares.
Pero los profetas de lo políticamente correcto también están en los que se llaman a sí mismos como el “centro político”. Ese tal “centro”, si es que existe, es la manifestación de dos de los peores males de los políticos colombianos. Por una parte son militantes vergonzantes de la derecha, que pretenden mimetizarse en medio de sectores democráticos para aprovecharse de los incautos votantes que, sin memoria ni claridad del campo político, se dejan convencer de los discursos conciliadores y acríticos. Por otra parte, son viejos lobos, saltimbanquis y acróbatas de la política, que no tienen ningún reparo en cambiar de bando y buscan siempre estar junto al “sol que más alumbra”. Son los mismos que están en un partido “verde” pero que quieren meter un metro ineficaz y contaminante en Bogotá y desalojan personas humildes en medio de una pandemia de los predios ocupados irregularmente; los mismos que mandan a construir represas como hidroituango para inundar la tierra que guarda miles de cuerpos de personas asesinadas y desaparecidas por los paramilitares; los mismos que hablan de los pobres con compasión pero que no dudan en reprimirlos con ESMAD cuando salen a las calles a exigir salud, techo, empleo y educación.
Como quien dice, ese tal “centro político”, son la expresión solapada de la derecha. Son la cara de la vergüenza, de los que por estrategia o por falta de carácter, no son capaces de asumir públicamente su concordancia ideológica con el uribismo y su sequito de criminales. Acuden al trabajo solapado de la impostura, a la flexibilidad discursiva, al “dejen trabajar”, al “construir sobre lo construido”, para darle continuidad a los planes políticos y de desarrollo instaurados por la derecha a nivel nacional, departamental y local. Así sucedió en 2018 cuando Fajardo, pudiendo beneficiar un acuerdo programático con Petro en favor de los sectores populares y de la paz, decidió irse a ver ballenas y en un timorato gesto de aprobación llevó a sus electores hacia el candidato de Uribe.
Lo mismo sucedió el año pasado cuando el progresismo podía haber ganado la Alcaldía de Bogotá, pero se atravesaron, los políticamente correctos, como palo en la rueda. Según los “bien pensados”, votar por Claudia López era votar por una mujer empoderada, defensora de los derechos de las mujeres, cuidadora de los sectores populares y del medio ambiente. Todo un cuento adornado por su supuesta lucha contra la corrupción y la exaltación de su orientación sexual. Pero lo cierto es que acudió a una campaña de desprestigio contra el candidato de los sectores de izquierda y cuya administración hubiese representado el retorno de los sectores democráticos y progresistas a las entidades del distrito. Hoy, después de siete meses en la Alcaldía, Claudia López dilapidó todas sus “bien pensadas” promesas de campaña, echando a andar el TransMilenio de la 68, el Metro elevado de Peñalosa, la precarización del Sistema de salud (con el despilfarro de cientos de millones en Corferias y la pretendida demolición del San Juan de Dios), la represión criminal y sistemática de las marchas pacíficas, el pago de favores políticos (incluidos el nombramiento de funcionarios que falsificaron sus títulos universitarios) y la profundización del neoliberalismo en Bogotá – política radicalmente violenta contra las mujeres en una ciudad sitiada por el COVID-19.
Ser políticamente correcto pero no un cretino, para promover dirigentes que actúen en coherencia con lo que dicen. Ser políticamente correcto pero no un cretino, para no aplaudir las campañas de desprestigio con las que atacan a los sectores populares. Ser políticamente correcto pero no un cretino, para ganar espacios de representación en el Estado.
Adenda: ¿Ya Ángela María Robledo les explicó a sus votantes por qué no asumió la tarea histórica de buscar la Alcaldía de Bogotá en beneficio de los sectores populares, pero en vez de eso apoyó a una neoliberal y ahora se reclama como la “curul de la paz”?