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60º aniversario de la República Popular China
La revolución maoísta dio inicio al milagro chino
Contra lo que es ya lugar común en Occidente, fue el triunfo de la revolución, y no la apertura al mercado iniciada en 1978, lo que dio inicio al llamado milagro chino. La mayoría de los chinos lo saben, aunque reconocen los errores de Mao. No menores que los cometidos en los últimos 30 años, y que amenazan la estabilidad del gigante asiático.
Dabid Lazkanoiturburu / Domingo 4 de octubre de 2009
 

«Fuimos liberados. Cómo no vamos a estar orgullosos de la fundación de la República Popular China», sentencia Geng Zhifeng, testigo del histórico discurso que Mao Zedong dio desde la Puerta de la Paz Celeste de la Plaza de Tiannanmen hace 60 años ante una multitud de cientos de miles de personas y en la que proclamó una nueva era para el «Imperio del Centro».

«Antes de la liberación, nuestras vidas eran muy duras», recuerda este anciano de 79 años de edad, quien siendo niño vio morir a su padre y a su hermano menor víctimas de enfermedades a falta de dinero para costear el tratamiento. «Desde entonces, todo ha ido a mucho mejor», concluye.

Geng dice lo que comparte la mayoría del pueblo chino. El llamado milagro chino no comenzó, como se insiste una y otra vez desde Occidente, en 1978 de la mano del proceso de apertura iniciado por Deng Xiaoping, sino en 1949, con el triunfo de la revolución maoísta y la creación de la nueva China.

China, una civilización de cuatro mil años y con una tradición política que se remonta a los albores de nuestra era (dos mil años), era un país absolutamente postrado ante el intervencionismo de las potencias coloniales y desangrado por ocho años de ocupación japonesa y cuatro de guerra civil entre la guerrilla comunista y el Kuomintang, liderado por Chiang Kai Shek, un líder oficialmente nacionalista pero cada vez más sometido a los designios de EEUU y sus aliados.

La primera mitad del siglo XX registra una crisis agraria sin precedentes en la larga historia del país. Si tenemos en cuenta que entre el 80 y el 90% de la población eran campesinos podemos atisbar el alcance del drama. Las crónicas de la época recogen cinco grandes hambrunas sólo desde 1920 hasta 1944 con millones de muertos. El país importaba grano a mansalva pero se moría literalmente de hambre.

Los jornaleros y aparceros (que pagaban el cultivo de tierras ajenas entregando parte de su producción a los terratenientes) eran sus primeras víctimas junto con los campesinos endeudados, forzados a vender sus pequeñas parcelas, e incluso a sus mujeres y a sus hijos.

Los comunistas, que habían iniciado su revuelta a principios de los años 20, enarbolan la bandera de la revolución campesina. 30 años después, llegan al poder.

Reparto de tierras

En sus primeros años, la República Popular China lleva a cabo un masivo reparto de tierras que benefició a la mayoría de la población y abrió nuevas posibilidades de supervivencia. El Estado llega por primera vez a todos los rincones del país y comienza a horadar la ancestral estructura patriarcal, lo que unido a la nueva ley matrimonial, supondrá la mejora de la situación de la mujer china, hasta entonces totalmente sometida.

Es en aquellos años, y no en la era «liberalizadora» iniciada con Deng, cuando China registra los mayores avances, tanto en esperanza de vida como en alfabetización y, lo que es más importante, consigue que su población deje de pasar hambre. Porque, antes que nada, China era entonces y sigue siendo ahora el país más poblado del mundo con casi una cuarta parte de su población (475 de un total de casi 2.500 millones, 1.300 millones hoy de un total de 6.800). Y sólo cuenta con el 6% de la tierra cultivable del Planeta.

El periodista Rafael Poch-De-Feliu lo resume a la perfección en su libro «La actualidad de China». «El milagro chino pasa por la resolución del problema "mucha gente, poca tierra"». El autor, que ha vivido seis años en el país, explica dos razones para este milagro: «La consideración de que la tierra no es un instrumento de producción, sino de supervivencia» y el principio de que «su escasez (de tierra) se compensa mediante la igualdad y la proporcionalidad del reparto».

No fue, con todo, el único logro de la primera ola revolucionaria. Al contrario que los países del llamado Tercer Mundo, los dirigentes comunistas chinos lograron llevar a cabo un proceso de industrialización sin el lastre de la urbanización.

Mientras las urbes de prácticamente todo el mundo se llenaban de chabolas o favelas -uno de los fenómenos más preocupantes de los últimos decenios- los primeros 30 años de la nueva China se mantuvieron ajenos a esa vorágine gracias a una mezcla de capacidad organizadora y movilizadora y de control férreo, que incluyó el establecimiento de un sistema de registro local (Hukou), que ataba al campesino a la tierra y le dificultaba abandonar su comunidad y dirigirse a las ciudades, so pena de quedarse sin ayudas asistenciales ni cartilla de racionamiento alguna.

La puesta en marcha de este sistema, utilizado profusamente por las potencias coloniales en territorios conquistados como África, coincidió con el establecimiento, en 1953, de un canon por el que los campesinos debían vender el 25% de su producción al Estado a precios bajos. Ello permitió realizar la acumulación primitiva de capital necesaria para el desarrollo industrial. Sin embargo, y en la otra cara de la moneda, cargó sobre el campesinado todo el peso de este desarrollo.

Porque como todo visionario, Mao cometió errores. Convencido de que la sociedad china debía ser zarandeada cada siete u ocho años si se quería evitar un regreso al pasado, el Gran Timonel lanzó periódicamente campañas (una de las primeras, la de Las Cien Flores tuvo como objetivo a la intelectualidad), más voluntaristas que realistas.

El Gran Salto Adelante (programa de industrialización masiva), iniciado en 1957 y la Revolución Cultural de finales de los 60 para purgar el partido de «elementos aburguesados» se incluyen entre los graves errores del maoísmo y todavía hoy se discute sobre la cifra de sus víctimas.

Muerto Mao en setiembre de 1976, y en pleno proceso de encumbramiento al poder de figuras represaliadas como Deng, el Pequeño Timonel, el Partido Comunista Chino decide iniciar la descolectivización. Realmente lo que hace es restaurar el sistema familiar instaurado en los primeros años de la revolución. Cada familia recibe en usufructo tierra de manos del Estado según el número de bocas a alimentar (Baochan Daohu).

No obstante, la llamada Primavera rural de la mano del proceso de apertura no durará mucho. La crisis de Tiannanmen en 1989, un fenómeno totalmente urbano, provoca que los nuevos líderes chinos vuelquen su atención a las ciudades.

Además, el proceso de descentralización iniciado por Deng hace que los pueblos y aldeas queden abandonados a su suerte, sin servicios sociales, sanitarios o educativos. El campesinado queda absolutamente en manos de la burocracia rural, absolutamente inoperante en lo social y que se limita a esquilmar a la población con impuestos.

Errores, antes y ahora

Y es que, sin obviar los cometidos durante la etapa liderada por Mao, la China abierta al mercado ha cometido errores de peso que amenazan incluso la supervivencia a largo plazo del gigante asiático.

El país está inmerso actualmente en el mayor proceso de urbanización de la historia. En los dos últimos decenios, 200 millones de chinos han dejado el campo para trasladarse a la ciudad. Para 2020 se espera que hagan lo propio otros 400 millones. Todo ello sin olvidar los crecientes problemas derivados de las expropiaciones, la reducción de superficie cultivada, y la corrupción, un mal que amenaza en los últimos años con corroer el sistema desde dentro.

Si a ello añadimos el incremento de la necesidad de energía de todo proceso de urbanización masiva y los crecientes problemas medioambientales tenemos un cuadro que desmiente la visión occidental maniquea que demoniza a Mao y endiosa a los dirigentes que protagonizaron, hace 30 años, la apertura al mercado.

La creciente protesta social -ligada a las expropiaciones y a la corrupción- reivindica precisamente los principios de igualdad y justicia social de la Revolución, que siguen formando parte del discurso del sistema.

Una igualdad que está siendo horadada progresivamente. La desigualdad entre regiones (oeste y este) y entre los nuevos millonarios -cifrados en 150 millones- y el resto de la población es otro de los debes de estos años. Todo ello está poniendo en peligro el llamado «Milagro chino» y está forzando a una revisión desde dentro de los parámetros aplicados en la última época.

El plan del actual presidente, Hu Jintao, de «construcción de un nuevo agro socialista» fue presentado como la primera prioridad estratégica del 11o. Plan Quinquenal (2006-2010). Sus actuales dirigentes no olvidan que el 67% de la población es campesina y que la tierra seguirá ocupando a 800 millones de chinos (los mismos que ahora) dentro de diez años.

Y saben perfectamente que la receta que trata de vender Occidente de privatizar la tierra -y consiguientemente, urbanizar a toda esa masa para crear un sistema agrario capitalista «superproductivo», al estilo de los vigentes en EEUU y Europa- es simplemente inviable. Por no decir que sería una auténtica locura genocida.

Una lucha titánica y constante

La historia china desde los albores de la humanidad es la de la constante lucha por la maximización de recursos escasos y por la toma de decisiones drásticas para asegurar la supervivencia de su población.

En esta línea, los expertos establecen un continuum en el largo devenir de este país, en el que los problemas tienen una dimensión comparable a la de su población y extensión (es el cuarto país más grande del mundo, tras Rusia, Canadá y EEUU).

Y la resolución de esos inmensos retos genera precisamente retos nuevos en una cadena sin fin. Es el caso de la conocida política del «hijo único» instaurada por Mao para frenar la explosión demográfica.

Sin entrar a polemizar sobre el verdadero alcance de fenómenos como el infanticidio de niñas -ligado, por otro lado, a percepciones tradicionales que remontan al sistema agrario-patriarcal- e incluso de su venta en adopción, esa política de control de la población, aplicada a la mayoría han (el 90% del país) ha provocado, a la larga, una desproporción entre hombres y mujeres que, sumada al hecho de que la emigración a la ciudad es un fenómeno mayoritariamente masculino, está generando problemas sociales -todo un ejército de solteros sin esperanzas, incremento de la prostitución- inéditos.

La pregunta, sin embargo, es si había alternativa a la toma de una decisión tan drástica como la de limitar el derecho a procrear de la población han.

Que la triunfante revolución maoísta tomó decisiones drásticas es un hecho. Y que erró, como han errado sus sucesores.

Pero hay una constatación clara. Volviendo a parafrasear al periodista Rafael Poch:

«Para los chinos, después de sumarlo y restarlo todo, la revolución fue, ante todo, el inicio de la restauración de la paz, la unidad nacional y el orden; también el renacimiento de una gran nación milenaria que había estado postrada más de un siglo a los extranjeros. Cuando Mao murió, había, por primera vez en la historia para una gran parte de los chinos, suficiente comida, vestido y techo, acceso a educación y asistencia médica rudimentaria. Mejoró la condición de la mujer de forma radical, se acabó con el juego, el opio y la prostitución. El crecimiento económico medio anual fue del 6%, (...) la población se dobló en 30 años. Pese a todos los sufrimientos y barbaridades del maoísmo, al pueblo chino le fue mejor, en parámetros como consumo medio de alimentos, mortalidad y esperanza media de vida, que a la inmensa mayoría de los países del Tercer Mundo».