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TLC: autogol olímpico
Cristina de la Torre / Jueves 27 de mayo de 2010
 

En el descrédito que rodea el balance final de este gobierno, el presidente Uribe acude al recurso desesperado de torcer la realidad: presenta la firma del TLC con la Unión Europea como victoria que le asegura a la patria un rosado porvenir, cuando el acuerdo la condena al atraso sin remedio.

El primer damnificado entre los productores colombianos que desaparecerá serán las 465 mil familias que viven de la leche. Este Tratado, como el suscrito con EE. UU., destruye en el huevo nuestra industria, arrasa con la producción agropecuaria no subsidiada y bloquea el surgimiento de nuevas industrias. Mata lo que existe y esteriliza lo porvenir. Abrir nuestro mercado a la riada de manufacturas extranjeras y productos agropecuarios subsidiados es imposición de países que alcanzaron el desarrollo porque supieron proteger su industria mientras ella se formaba. Pero ahora disfrazan de libre comercio entre “iguales” una agresiva política de promoción de exportaciones europeas a apetitosos mercados del Tercer Mundo.

Mientras Centroamérica y Mercosur negocian con Europa a lo bravo y en bloque, Colombia se pliega reverente al otro, que le ofrece, magnánimo, un mercado inmenso. Mas, ¿para exportarle qué? Florecitas, frutas, hortalizas, café, alguito de plásticos y textiles y, claro, el petróleo y los minerales que sus multinacionales extraen de nuestro suelo para mandarlos a sus países, sin apenas crear empleos en Colombia o reintegrar divisas. Petro, Pardo y Noemí anunciaron su oposición en el Congreso a los términos en que se suscribió el Tratado. A otros les pareció una ventaja que “ahora los países sabrán en qué especializarse”. ¡Pero si desde hace siglos se sabe! Los países desarrollados, en la gama infinita de productos de la industria moderna y en agricultura subsidiada. Los subdesarrollados, en alimentos, en materias primas, en minas y petróleos. Mientras Europa y EE.UU. colonizan nuestros mercados con manufacturas sofisticadas que Colombia podría llegar a producir de contar con el “período de aprendizaje” que aquellos se concedieron, nosotros tentamos a sus compradores con algún clavel.

¿Qué industria nueva podrá surgir en Colombia, asediada como se verá por la competencia de países altamente industrializados? Pequeñas y medianas empresas nacen aquí todos los días y mueren al siguiente, pues los consumidores de alimentos, bebidas y camisas tienen ya a quién comprarle. Industrias nuevas, ninguna. A despecho del ministro Plata, tan ilusionado con este ribete del Tratado, la inversión extranjera que aquel nos traiga no será para montar fábricas ni abrir plazas de trabajo ni modernizar la economía. Se irá, como se ha visto en veinte años, en especulación financiera o en la compra de nuestras empresas más rentables. Como Isagén, envidia del vecindario, que se le venderá al extranjero para llenar el hueco fiscal de una economía que se ha manejado con los pies.

En la creencia de que Colombia no podrá integrarse al mundo sino suscribiendo tratados leoninos que se le ofrecen como fatalidad inexorable, el Gobierno se pliega al modelo que Europa les impuso a sus viejas colonias africanas durante 70 años. Luchan ellas por negociar en bloque, no en la relación de David a Goliat, que es la de los tratados bilaterales cuya moda impusieron los Bush. Uribe no. Obsequioso hasta la humillación con el foráneo, este Titán de la guerra en su tierra celebra el tratado como “un paso muy importante para la economía colombiana”. Acaso no se confiese que este acuerdo, como el suscrito con EE.UU., legitima todas las imperfecciones de un mercado asimétrico: consagra una apertura unilateral, como la de los años 90, pero elevada a la ene. Tampoco los dos candidatos punteros admitirán que con el TLC nos habremos empacado un autogol olímpico.