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Desplazados colombianos: La tragedia de un pueblo
El dolor y el miedo desgarran la memoria del pueblo colombiano sin que éste alcance a ver cuándo o cómo tocará a su fin
Sandra Sotelo / Domingo 1ro de agosto de 2010
 

Un espacio desigual, fragmentado, que no refleja otra cosa que una realidad quebrada por el dolor y la precariedad que da la pobreza. Así se presenta el Barrio Caicedo, en la ciudad de Medellín, Colombia. Un lugar donde conviven cerca de dos mil familias desplazada. Pero detrás de las estadísticas se encuentran los rostros. Historias privadas como las de Gloria, José o Marlene que reflejan una historia pública llena de amenazas, torturas y asesinatos.

Calles de barro que cruzan el cerro, viviendas eclécticas que desafían la gravedad, aguas estancadas, escaleras de madera que llevan a espacios reducidos y húmedos, niños descalzos, perros sueltos, bidones de plástico...

Un espacio desigual, fragmentado, que no refleja otra cosa que una realidad quebrada por el dolor y la precariedad que da la pobreza.

Así se presenta el Barrio Caicedo, en la ciudad de Medellín, Colombia. Un lugar donde conviven cerca de dos mil familias desplazadas con un objetivo común: volver a recuperar una vida digna, después de haber sido forzadas a abandonar su casa, su tierra y su historia.

A lo largo de los últimos veinticinco años, Colombia ha sumado casi 5 millones de desplazados, el 49% durante las dos mandatos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez. Esta situación de violencia y de quiebre de los derechos humanos se traduce, además, en el robo de 5.5 millones de hectáreas, propiedad de familias campesinas. La lucha por la recuperación de estas tierras se ha convertido, en los últimos años, en un acto casi suicida debido a los numerosos asesinatos y amenazas ejercidas contra los líderes de este movimiento. La última víctima fue Jair Murillo, asesinado en el departamento de Buenaventura el pasado 17 de julio.

"A uno se le cierra el mundo"

Las ollas se agolpan en la cocina, unas sobre otras, formando enormes filas de metal. Huele a carne y a verduras hervidas. Hasta nosotros llegan las voces de los niños que esperan al pie de la escalera para entrar a comer lo que será, posiblemente, su única comida durante el día. Son las propias mujeres del barrio quienes preparan el almuerzo, madres voluntarias que colaboran con la ONG Manapaz, organismo responsable del único comedor y de la escuela que funcionan en Caicedo.

"Mi marido se había venido con un viaje de yuca", recuerda Marlene García, oriuda de Urabá, "...y como el ejército estaba matando a los camioneros lo llamé y le dije que mejor se quedara. Un mes después me vine con mis tres hijos. Me sentí alegre porque venía a lo de él pero muy triste porque me tocaba dejar todo. En ese momento, a uno se le cierra el mundo".

Cuando Marlene se subió al camión que la trajo, haciendo ver que era una pasajera común y no alguien que huía de la violencia, sólo llevaba consigo algo de ropa para sus hijos. Todo lo demás, desde lo más grande hasta lo más pequeño, cada una de las cosas que guardaban un significado y construyeron su vida quedó atrás, perdidas para siempre.

Marlene llegó al Barrio Caicedo donde pudo construir su "ranchito", como ella lo llama, gracias a la ayuda de sus hermanas que ya vivían en el lugar.

Nunca sacó carta de desplazada porque no tenía papeles, cuando los tuvo no le permitieron inscribirse. "No la podemos registrar como desplazada porque usted no lo es", le respondió el empleado público de la alcaldía de Medellín, mientras terminó de aclarar: "Usted, según el reglamento oficial, ya pertenece al distrito de Antioquia y no le podemos dar ninguna ayuda".

Hoy, Marlene ya no piensa en volver a su tierra, tiene un sólo deseo: que sus hijos estudien y puedan llegar a tener una vida mejor.

"A nosotros no nos quedó sino el maltrato"

Como ríos buscando su cause, las escaleras abiertas en la ladera aparecen y se pierden entre la vegetación y los ranchos. Un laberinto indescifrable para quien no conoce la zona.

Caminamos, junto a Betty Castaño, directora de Manapaz. Ella nos comenta: "Las familias desplazadas llegan con la ilusión que la vida va a mejorar, pero es al contrario... lo que llegan es a sufrir. Vienen sin dinero, si tienen algo lo guardan para poder comer. Lo primero que hacen es construir un rancho con cuatro palos que cubren con plástico y cartón... Con los meses o los años pasan del plástico a las tablas, de las tablas a otras mejores y recién después al ladrillo".

Sentado a la puerta del pequeño rancho de madera, justo a la cima del cerro, nos recibe don José Quinteros. Su mirada suave y su voz serena contrastan con la dureza de sus manos campesinas y las profundas líneas que cruzan su rostro. A sus casi noventa años señala: "A Medellín no le he encontrado amaño. Hasta el momento en que yo me vine, hace unos cuatro años, me mantenía trabajando en la casa, cortando leña, sembrando yuca, caña, plátano, café... De todo cultivábamos nosotros... En el campo coge uno un racimo y se come el plátano fresco y por aquí tiene uno que comérselo seco ya..."

Nos habla de cómo tuvo qué salir sin otra cosa que lo puesto; del asesinato de sus vecinos en manos de paramilitares; de las requisas en las carreteras y de como "quebraban" a los campesinos sin motivo alguno; de la presencia de la guerrilla y de la violencia del ejército. Nos habla del desarraigo, del dolor, y del miedo... "Ave María... Por allá quedó todo, o se pudrió, o se lo quedó otra gente, a nosotros no nos quedó sino el maltrato".

Don José, fiel a sus costumbres, cada mañana vuelve a ponerse el sombrero de palma y su carriel al hombro y se sienta a soñar con el regreso a San Carlos, donde aprendió a labrar la tierra con tan sólo doce años.

"Yo no quiero recordar lo que pasó"

Hacía pocos días que Gloria Suset había terminado de blanquear su casa con ceniza, después de haber cubierto la estructura de madera con estiércol de res y barro. Se sentía muy orgullosa de lo bien que había quedado, al igual que de las nuevas jardineras que había puesto cerca de la entrada. Su rutina diaria consistía en trabajar la tierra y cuidar a los animales, además de criar a sus cuatro hijos, de los cuales los dos mayores ya iban a la escuela.

Esa mañana estaba sola, era día de mercado y su marido estaba en el pueblo. Con dolor e indignación recuerda: "Cuando me levanté a ordeñar unas vacas, escuché unos tiros y vi una humareda. Estaban incendiando las casas vecinas. Entonces, corrimos con los niños a escondernos en el monte, y desde allí vimos como todo ardía. No pudimos salvar nada, todo lo que teníamos lo quemaron... Mataron a mucha gente conocida de nosotros".

Sus ojos se nublan con el recuerdo. Esa fue la primera vez que tuvieron que abandonar la tierra, más tarde le seguirían dos nuevos desplazamientos.

"El alcalde nos dio un mercadito pequeño y nos mandó para Ituango, -"Vayan para allá que no les va a pasar nada"- nos dijo. Estuvimos allí unas dos semanas".

De lo que ocurrió después, Gloria no quiere hablar. "La última vez que lo intentamos fue horrible, hubo muchas muertes... Yo no quiero recordar lo que pasó".

El dolor y el miedo desgarran la memoria del pueblo colombiano sin que éste alcance a ver cuándo o cómo tocará a su fin. Mientras tanto, Colombia ocupa el quinto puesto mundial entre los países con mayor número de desplazados, por debajo de Afganistán e Iraq. Una realidad que evidencia la dramática situación que vive el país como consecuencia de una guerra civil que se ha extendido a lo largo de más de medio siglo.

Silenciada por la propaganda oficial, esta guerra pone de manifiesto las profundas desigualdades sociales y económicas que afecta a una gran parte de la población, las cuales se han agudizado debido a las políticas de carácter neoliberal y represivas implementadas por el gobierno de Álvaro Uribe y avaladas por Estados Unidos y sus aliados.

Detrás de las estadísticas, sin embargo, se encuentran los rostros. Historias privadas como las de Gloria, José o Marlene que reflejan una historia pública llena de amenazas, torturas y asesinatos. En este sentido, es importante recordar que durante los últimos tres años más de 38 mil personas han desaparecido en Colombia, un número que supera al de las sangrientas dictaduras de Chile y Argentina juntas.