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Zonas de Reserva Campesina. ¿Alternativas para el control comunitario del territorio?
Darío González Posso / Viernes 3 de septiembre de 2010
 

Uno de los componentes más dramáticos de la situación de la ruralidad en Colombia es la expulsión violenta de los campesinos a los centros urbanos o a las regiones de frontera de la selva, donde, convertidos en colonos, tienden de nuevo a ser desplazados, a menudo para imponer el esquema de baja productividad y reducido empleo de la ganadería extensiva. Para enfrentar este problema, las Zonas de Reserva Campesina manejan una tesis básica: deben ser regiones delimitadas donde no se permite la concentración de la tierra. Como propuesta de solución y alternativa para el control comunitario del territorio tuvo origen en los conflictos agrarios y en especial en la historia de la colonización. Cuenta Alfredo Molano que “la idea de las reservas campesinas nació a orillas del río Guayabero, al anochecer, la hora en que la lechuza sale de su escondrijo y abre sus grandes ojos para ver en la oscuridad. Pero habría podido nacer en el Cauca, en la Macarena o en la Sierra Nevada”(1). Como figura jurídica fue introducida en 1994 en la ley 160, pero permaneció un buen tiempo sin aplicación, a pesar de haber sido reglamentada con el Decreto 1777 de 1995, hasta que fue desempolvada a partir de las marchas campesinas del sur del país a mediados de 1996 en protesta por las fumigaciones aéreas de cultivos de coca tipificados como “ilícitos”.

Posibilidades

Según la Ley y el Decreto mencionados, las Zonas de Reserva Campesina buscan eliminar y prevenir la concentración y acaparamiento de la propiedad de la tierra, facilitar procesos de redistribución y prevenir el fraccionamiento antieconómico de la tierra, regular la ocupación de tierras baldías, dando preferencia a los campesinos de escasos recursos. Según el Decreto, su objeto es “Fomentar y estabilizar la economía campesina, superar las causas de los conflictos sociales que la afecten y, en general, crear las condiciones para el logro de la paz y la justicia social en las áreas respectivas”. El Decreto reglamentario no limita las áreas de aplicación de la figura de Zonas de Reserva Campesina a las áreas de colonización y baldíos nacionales, pues las ubica en “las áreas geográficas cuyas características agroecológicas y socioeconómicas requieran la regulación, limitación y ordenamiento de la propiedad rural”. El Acuerdo 024 de 1996, del “Instituto Colombiano de la Reforma Agraria”, INCORA, establece los parámetros para la selección y delimitación de las Zonas de Reserva Campesina y su correspondiente Plan Integral de Desarrollo.

Estas reservas campesinas, se pensó, podrían ser útiles para afrontar la cuestión agraria en zonas de alto conflicto y como parte de una reforma agraria históricamente pendiente en el país. También estaban destinadas a fortalecer los organismos de concertación de reforma agraria y desarrollo rural en los respectivos departamentos y municipios, así como de las organizaciones representativas de los colonos y campesinos para garantizar su participación en las instancias de planificación y decisión regionales.

Las Zonas de Reserva Campesina debían contribuir a la construcción y consolidación de un poder local, asentado en las organizaciones sociales de base, con capacidad de interlocución frente al Estado. Su inclusión en la Ley 160 de Reforma Agraria fue vista como una redefinición de la política estatal de colonización, dentro de criterios ambientales, sociales y económicos, hacia la estabilización de los procesos de ampliación de la frontera y la recomposición social del campesinado, concebida como “una propuesta integral de desarrollo sustentable, de ordenamiento territorial y de gestión política”, que compromete al propio Estado y a las comunidades locales(2).

Limitaciones

Sin embargo, la política rural gubernamental se orientó de manera central al denominado “mercado subsidiado de tierras” con venta voluntaria, núcleo básico de la Ley 160 de 1994, como política supuestamente redistributiva, pero en este sentido constituyó un fracaso: el proceso de concentración de la propiedad de la tierra, centrado en los predios mayores de 500 hectáreas, continuó su incremento.

Los grandes propietarios adquirieron las mejores tierras, en especial aquellas que tienen perspectivas de valorización, ubicadas cerca de los ’megaproyectos’ viales, de agroindustria de exportación, petroleros, mineros o hidroeléctricos; tales áreas coinciden en buena medida con el mapa del desplazamiento forzado de poblaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes. En cambio, en el programa de subsidio al mercado de tierra “el campesinado ha sido ahogado por el crédito, debido a que las tasas de interés son superiores a la rentabilidad de sus predios”(3).

A partir de 1998 la política gubernamental planteó las denominadas “alianzas estratégicas”, o “asociaciones para la producción”, entre grandes y pequeños propietarios y empresarios, que a juicio de muchos estudiosos del tema agrario “no buscan el fortalecimiento de la economía campesina, sino la subordinación del campesino y la entrega de su propiedad a las grandes explotaciones”(4), en un esquema que también ha sido caracterizado como “neo-aparcería”(5). A las circunstancias antes mencionadas, se suman políticas macroeconómicas que arruinan la economía campesina y debilitan la producción agrícola nacional: como resultado de la política de “apertura económica” y del ingreso a la Organización Mundial de Comercio (OMC), Colombia aumentó ocho veces la importación de alimentos en la década del noventa. Si se produce, como se anuncia ahora, la vinculación incondicional al ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), impulsado por Estados Unidos, se incrementará aún más la importación masiva de los alimentos, inclusive de aquellos que se producen en el país.

En este contexto, como muchas cosas en Colombia, la ejecución de la política de Zonas de Reserva Campesina se ha quedado muy corta en relación con las necesidades y las expectativas, entre otras razones, por la presión de los partidarios de eliminar la figura o por lo menos limitarla. Por ejemplo, según la interpretación que de la norma hace la Sociedad de Agricultores de Colombia, SAC, esta política debe circunscribirse apenas “a ciertas zonas cuyas características agropecuarias y socioeconómicas regionales se asimilan a la condición de zonas colonizables o bien cuya situación jurídica está determinada como bienes baldíos”(7).

Después de ocho años de existencia jurídica de la figura, solo hay cinco zonas delimitadas formalmente mediante resoluciones del INCORA, débiles y congeladas de hecho en su desarrollo práctico: Pato-Balsillas en el Departamento del Caquetá, Calamar en el Guaviare, Puerto Asís en el Putumayo (estas tres en la región amazónica), Cabrera en Cundinamarca y la del Sur de Bolívar; otras, como en Boyacá, Putumayo, Valle del Cimitarra, están pendientes de aprobación.

La guerra es finalmente una amenaza brutal. Además de una historia común de desalojo violento de los campesinos, aquellas regiones donde sería más urgente establecer nuevas Zonas de Reserva Campesina, en la actualidad son parte de los escenarios de las confrontaciones más cruentas del conflicto armado colombiano. Lo cual, junto con la oposición de grandes poderes, ahoga sus posibilidades de establecimiento o desarrollo.

La Reserva Campesina en la región del Río-Pato

Esta región, perteneciente al Municipio de San Vicente del Caguán, hizo parte de la denominada “Zona de distensión” para los diálogos entre el Gobierno de Andrés Pastrana y las FARC, rotos en febrero de 2002, lo cual golpea también las posibilidades de esta Zona de Reserva Campesina. Sin embargo, la experiencia deja enseñanzas como las siguientes: La iniciativa es más sólida y viable si parte de las organizaciones con base en sus problemas reales. En El Pato, por ejemplo, el conflicto desencadenante que condujo a la necesidad de algún ordenamiento participativo del territorio, fue el decomiso de maderas en 1995, por falta de permisos de aprovechamiento en aquel momento. Surgió primero una propuesta de zonificación forestal como fundamento para sustituir la práctica tradicional de talas y quemas sin control. La mayoría de las veces, quien corta la madera, no se apropia económicamente de ésta, simplemente la quema o la utiliza para uno que otro uso doméstico, como construcción de viviendas, cercas, o leña.

La propuesta de Zona de Reserva Campesina de El Pato apareció más tarde, en 1997, y aunque no se logró establecer sistemas comunitarios de aprovechamiento forestal, se avanzó en el realinderamiento del Parque Nacional Natural los Picachos, dentro del cual habían quedado algunas veredas cuando éste se constituyó. Además, se inició un proceso de reforma agraria y distribución de tierras en el valle del río Balsillas, tributario del río Pato, un altiplano de origen lacustre a 2.200 metros sobre el nivel del mar, apropiado desde los años 20 del siglo XX por hacendados ganaderos que desplazaron a los colonos fundadores hacia la parte media y baja.

En la región del Río Pato, en relación con los sistemas de producción, se confirma la tendencia en las zonas de colonización consolidada en la Amazonia colombiana: la expansión de la potrerización y de la ganadería extensiva. Este proceso es el que causa los mayores impactos negativos en el medio y el que manifiesta los más agudos conflictos de usos del suelo. En la región amazónica, en especial en el Putumayo, en Caquetá y en Guaviare, el desarrollo de sistemas extensivos de producción ganadera y los cultivos de uso ilícito, han afectado la diversidad y los cultivos de subsistencia. Ambas actividades tienden a fomentar una mayor dependencia del mercado y a disminuir la producción local de alimentos.

En El Pato, como en muchas regiones campesinas y de colonización, un indicador del balance negativo entre la fuerza de trabajo, recursos invertidos y resultados obtenidos, es el alto índice de trabajo de los menores, así como la alta deserción escolar en épocas de siembras o cosechas, la baja escolaridad y el analfabetismo (30%). En especial por las características de los suelos (en su mayoría no aptos para la agricultura y de vocación forestal), los rendimientos agrícolas son decrecientes: En el caso del maíz, uno de los más importantes en la región, según testimonios, hace 20 años se podía cosechar hasta 20 cargas/hectárea, o sea 200 arrobas/hectárea, en 1997 (cuando se delimitó la Zona de Reserva Campesina) alrededor de 100 arrobas/hectárea. Es decir, los rendimientos se redujeron en más del 100% en ese periodo. Además, las cosechas son tardías, cuatro meses en la zona baja y nueve en la media.

La rentabilidad en la región de El Pato es muy baja, apenas para recuperar la inversión con muy poco o nulo margen de utilidad. Lo mismo ocurre con el fríjol: hace 20 años se podía recoger 30 bultos por hectárea y en 1997 sólo entre 7 y 10. Si se toman en cuenta los períodos de cosechas, se observa que los campesinos tienen mayores ingresos monetarios entre los meses de octubre a enero y dado que la mayoría de productos de la canasta familiar alimentaria son importados a la región desde Neiva, en los demás meses del año la dieta tiende a desmejorar y se reduce, en buena medida, a el consumo de yuca y plátano(8).

Es indispensable, por lo tanto, transformar los modelos productivos, con frecuencia inviables en lo económico y en lo ambiental. La experiencia de El Pato también muestra que muchos de los problemas a enfrentar tienen pocas posibilidades de solución en un corto plazo.

La solución de fondo está fuera de las regiones de colonización y “baldíos nacionales”Si la política de Zonas de Reserva Campesina se desarrollara de manera consecuente con sus contenidos y objetivos, quizás representaría una opción diferente a la tradicional política de colonización del Estado colombiano, al menos en áreas circunscritas, donde se prevendría el acaparamiento de tierras. Pero no impediría de manera automática el fraccionamiento antieconómico de la propiedad en tales zonas, porque la población crece y el espacio es limitado. Si bien una medida para contrarrestarlo sería mejorar la productividad y al mismo tiempo asegurar un eficiente mercadeo y comercialización de los productos, con nuevos sistemas de producción más sostenibles, basados por ejemplo en la agricultura ecológica, la silvicultura, o modalidades agroforestales y silvopastoriles.

Pero mientras en Colombia no se reviertan las causas que determinan en todo el país la expulsión del campesinado y la concentración de tierras, continuará el fenómeno de los desplazamientos. Por esto, la política de Zonas de Reserva Campesina debería aplicarse en toda región donde la economía campesina esté amenazada.

Las Zonas de Reserva Campesina, suponen la consolidación y fortalecimiento de sociedades regionales y locales autónomas. Este, como todo proceso cultural solo puede ser un proceso desde adentro de los actores sociales mismos. Pero un aspecto fundamental también es la inversión social del Estado, pues la situación actual de la economía campesina no permite excedentes económicos (con la excepción de los cultivos tipificados como ilícitos, que a la larga constituyen para los campesinos un espejismo que vulnera su autosuficiencia alimentaria). Pero el Estado no ha colocado las Zonas de Reserva Campesina en el centro de sus preocupaciones en materia de desarrollo rural. Por el contrario, en términos prácticos, paralizó esta política.

Las Zonas de Reserva Campesina también se postularon como estrategia alternativa a los cultivos tipificados como “ilícitos”, pero las opciones productivas lícitas no tienen mayor viabilidad en regiones marginales para la agricultura y en ecosistemas frágiles como los bosques húmedos tropicales, por ejemplo los amazónicos, y los bosques alto andinos, donde actualmente se desarrolla en gran proporción la actividad ilícita. Por todo lo anterior, las organizaciones campesinas y algunos expertos han indicado que parte importante de la solución al problema social agrario en Colombia requeriría la creación de reservas campesinas, pero en la Sabana de Bogotá, en el Valle del Cauca, en la Zona Cafetera, en el Valle del Sinú y en el Cesar, donde existen suficientes razones económicas, sociales y ambientales para que estas zonas dejen de ser monoproductoras de palma, caña, leche o carne(9).

Producir estas transformaciones supondría modificar las actuales relaciones políticas y económicas en el país, en beneficio de la paz, de la democracia y de la equidad social.

* Darío González Posso es un Ingeniero Agrónomo, especialista en Desarrollo Regional

1. MOLANO, Alfredo. Reservas campesinas de paz. El Espectador, Bogotá, 18 de agosto de 1996.

2. Decreto 1777 del 1 de octubre de 1996, por el cual se regloamenta parcialmente el capítulo XIII de la Ley 160 de 1994, en lo relativo a las zonas de reserva campesina.

3. MONDRAGÓN, Héctor. Misión Rural Colombia 1998,Volumen 2

4. MONDRAGÓN, Héctor. "La economía rural y la guerra", Ponencia en taller agrario y cultivos de uso ilícito, Mesas ciudadanas para una agenda de paz, "ilícitos", Bogotá, 5 de abril de 2002. www.mamacoca.org

5. MOLANO, Alfredo. EL ESPECTADOR, 20 de septiembre de 1998.

6. MONDRAGÓN, Héctor, Op cit, 2002

7. SAC. "Propuestas en el tema rural para la negociación del conflicto armado en Colombia", en "Opciones para el desarrollo Rural (compendio). INDEPAZ, Bogotá, febrero de 1999.

8. Datos recogiods mediante trabajo de campo y entrevistas en la región por Darío González en noviembre de 1997.

9. CARRIZOSA UMAÑA, Julio. "Cultivos ilícitos, injusticia social y guerra: un sistema integral", Memoriasa "Taller Medio Ambiente, Cultivos Ilícitos y Desarrollo Alternativo" (Paipa, septiembre de 200) Ministerio del Medio Ambiente.