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Navidad campesina, felicidad a medias
Laura Lorenzi / Martes 28 de diciembre de 2010
 

La alegría se respira en el aire en este día de fiesta. Hoy todo el mundo amaneció con su propio oficio, múltiples ocupaciones finalizadas con un único objetivo: preparar unos ochenta tamales y así celebrar la navidad entre los vecinos de la vereda de Puerto Matilde, en el Valle del Río Cimitarra.

Doña Irene pica la verdura y en pocos minutos la olla se llena de un mosaico de colores, Aleida cocina el arroz en el fogón de leña con mano experta y la sonrisa generosa. Orlando, callado, ablanda las hojas de bijao mientras Johana, adolescente rebelde, ayuda en los diferentes oficios, alternando su excitación por el día de fiesta con el mal genio de quien toma todo como un regaño.

Pero quien dirige y coordina todas las labores es Luis Carlos, marido de doña Irene, ambos dirigentes de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra que, manos laboriosas y chiste siempre listo, encuentra tareas para todos, desde los niños hasta los ancianos.

Puerto Matilde es una aldea comunitaria fundada hace unos diez años por desplazados del conflicto armado; campesinos del Tolima, de Antioquia, de Santander y algunos costeños llegaron a lo que antes era uno de los muchos puertos en el río, en búsqueda de un lugar tranquilo donde conducir una vida serena, cultivando pancoger y criando animales, un lugar donde el conflicto no fuese el pan de cada día.

Las mismas ambiciones trajeron al pueblito hace un tiempo a José Ignacio Galindo, motorista y pescador afiliado a la Junta de Acción Comunal local. El hombre era un labriego más de la región, quien vivía de su labor cotidiana. Nunca tuvo una canoa propia, cuando no había trabajo se rebuscaba la vida pescando en el río y vendiendo a los vecinos el producto de la pesca.

En estas tierras lejanas el río es casi sagrado: única vía de acceso a causa del mal estado de las carreteras, que en épocas de lluvias se vuelven intransitables. El río es fuente de alimento imprescindible cuando los bloqueos económicos impuestos por el Ejercito impiden el ingreso de comida y medicamentos, bajo el pretexto de que son insumos para la guerrilla.

José Ignacio, que en el río pasó toda su vida, allí mismo encontró la muerte, víctima de un conflicto armado del cual no participaba. El 19 de noviembre era un viernes, dos habitantes de la vereda lo contrataron para un expreso, un viaje particular. En el viaje de regreso dos hombre vestidos de civil, probablemente dos guerrilleros de las Farc, subieron a la canoa. El motorista sabía el riesgo que corría llevando a los dos insurgentes, pero no tuvo muchas opciones.

Fue así que tras una curva del río, sin dar el alto, soldados del Ejército Nacional dispararon dando la muerte a José Ignacio y a uno de los dos hombres, según cuenta su ayudante, un joven de 17 años que, con tres balas en el cuerpo, logró escapar a la muerte. Ahora, luego de ser capturado, se encuentra retenido, declaró, no sabemos si bajo presión, ser un guerrillero, cuando toda la comunidad lo reconoce como campesino hijo de campesinos de la región.

En este día de fiesta, mientras preparan tamales, natilla y buñuelos, los habitantes de la zona recuerdan al “finao cabezón”, quien deja la esposa y dos hijos de siete y cuatro años. Recuerdan que seguramente hubiese estado allí con ellos, porque nunca se perdía una navidad. No hay palabras de resignación por lo sucedido, por lo contrario los campesinos reclaman justicia para el amigo fallecido.

El atmósfera tranquila y relajada que hoy se respira en este caserío del Magdalena Medio es una burbuja que en cualquier momento puede explotar. La guerra aquí es una presencia viva y los campesinos inocentes han pagado el precio de vivir en una zona rica en recursos naturales con presencia guerrillera.

De pronto es por esta razón que la gente de estas latitudes no pierde hoy la ocasión para celebrar la navidad, concientes que la tranquilidad efímera se puede acabar en cualquier instante.