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Palabras de Iván Cepeda en el acto de reconocimiento de responsabilidad del Estado por el asesinato de Manuel Cepeda Vargas
Iván Cepeda Castro / Viernes 12 de agosto de 2011
 

Me complace que hoy sea en este recinto donde se lleva a cabo el acto solemne de reconocimiento de responsabilidad estatal por el asesinato de mi padre. Él fue en sus últimos años congresista: primero elegido como representante a la Cámara para el período legislativo 1990-1994, y acababa de posesionarse como senador de la República cuando lo mataron. Una franja tricolor señala la curul que él ocupaba en esta sala.

En este mismo recinto en el que nos encontramos, el 19 de octubre de 1993, denunció que iban a atentar en su contra tres generales del Ejército Nacional e integrantes de grupos paramilitares bajo la Operación Golpe de Gracia; un plan macabro que terminó con la vida de otros miembros de la dirección de la Unión Patriótica y del Partido Comunista, así como le costó el exilio a la concejal Aída Abella y al senador Hernán Motta.

Meses después, el 9 de agosto de 1994, sin que las autoridades hubieran tomado ninguna clase de medidas para evitar su inminente asesinato, ocurrió el crimen anunciado, exactamente tal y como él lo había descrito en la sesión del agitado debate de control político.

En un operativo mixto, militares y paramilitares lo asesinaron cuando venía aquí, a la comisión segunda constitucional a defender en calidad de ponente el proyecto de ley que ratificaba la adopción del protocolo segundo adicional a los convenios del Derecho Internacional Humanitario.

Acompañando ese operativo estuvo presente el propio jefe paramilitar Carlos Castaño. Así lo narró en el libro Mi Confesión. Según los paramilitares, había recibido esa orientación de los generales a través de uno de sus asesores, José Miguel Narváez, quien dictaba un curso en los centros de sicarios de las AUC llamado: “¿Por qué es legítimo matar comunistas en Colombia?”.

Esa misma suerte la corrió buena parte de la bancada parlamentaria de la Unión Patriótica. Uno tras otro, siete de sus congresistas fueron asesinados. Algunos de ellos murieron abaleados en sus casas, delante de sus familias. El sucesor de mi padre, el senador Hernán Motta, como ustedes lo han visto en este acto, vive en el exilio. Lo amenazaron a él y a su familia, la cual había ya sufrido el homicidio del hermano de Hernán, también militante de la UP. Llegará el día, señoras y señores parlamentarios, en que a esa bancada aniquilada por la violencia, se le rinda un merecido homenaje.

En esa luctuosa época a diario caían asesinados los militantes de la UP, y el ritual semanal era ir a enterrar a un nuevo líder inmolado. Eran días como aquel, en que a mi tía Stella, a quien ustedes escucharon aquí, le dinamitaron su casa por ser dirigente de la colectividad en el Cauca; un atentado del que ella y su familia se salvaron milagrosamente. Días como aquel en que nos despertamos con la noticia del asesinato de Bernardo Jaramillo, de Jaime Pardo Leal o de José Antequera. En los que las noticias eran como aquella, que tanto recuerdo, acerca de que en el sepelio de un concejal de la UP en el Meta, los paramilitares habían puesto ante la funeraria un potente equipo de sonido, habían montado una fiesta y al salir el cortejo fúnebre dispararon matando e hiriendo a algunos de los familiares y dolientes.

Y mientras ocurría este baño de sangre como lo manifestó ante notario público el ex consejero de paz, Carlos Ossa Escobar, el general, entonces ministro de Defensa, Rafael Samudio Molina dijo un día cuando éste fue a visitarlo a su despacho para expresarle suma preocupación porque cada día estaban matando a un miembro de la UP: “Carlos, a ese ritmo no van a acabar nunca”. Sobran los comentarios.

No ha sido fácil el camino de 17 años para llegar a esta tarde en la que se reconoce la responsabilidad estatal en este crimen de lesa humanidad. Dicho camino ha consistido en una sucesión de exilios, atentados, amenazas, que han incluido el espionaje de nuestra vida privada y repetidas campañas de desprestigio.

Nada de eso nos hizo desfallecer, y debemos decir hoy sin presunción pero con orgullo que buena parte del proceso de justicia en este caso se ha logrado gracias a nuestra perseverancia, a la de nuestros incansables abogados y abogadas del Colectivo “José Alvear Restrepo” y del Centro Internacional para la Justicia, CEJIL, y al trabajo del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado.

Para solo mencionar uno de los innumerables episodios de esta persecución que buscaba dejar en la impunidad el caso Cepeda y el genocidio de la UP; baste recordar el desacato de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por parte del anterior gobierno.

El anterior presidente de la República cuando fue notificado de la sentencia internacional que hoy respetuosamente se acata, hizo una declaración en la que so pretexto de pedir perdón por el asesinato de mi padre, en realidad agraviaba nuevamente a las víctimas con calumnias que habíamos formulado “falsas acusaciones” contra el país y como que habíamos procedido “con odio a maltratar injustamente a compatriotas y la honra de los gobiernos”.

Esa actitud es lastimosamente reveladora del sentimiento de complicidad con los autores de muchos de los crímenes contra la humanidad que se han cometido en Colombia, de la persistencia de algunos sectores de la extrema derecha del país en seguir justificando sus actuaciones violentas y del desafío a la justicia internacional para mantener la impunidad de crímenes estatales en Colombia.

Hoy, a diferencia de tales comportamientos, el gobierno del presidente Juan Manuel Santos hace oficialmente el reconocimiento de responsabilidad por el crimen perpetrado contra el senador Manuel Cepeda Vargas, y solicita en esta sesión solemne perdón por este hecho.

Como lo hemos afirmado en otras oportunidades, la petición de perdón en situaciones en las que se han cometido crímenes contra la humanidad es un acto solemne. Para que sea auténtico requiere que admita sin ambigüedad la verdad de los hechos, la demostración de la voluntad para esclarecerlos, la enunciación de los destinatarios de la petición, el reconocimiento público del daño causado y la expresión del compromiso de no repetir en el futuro acciones similares.

Al cumplir con la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Gobierno Nacional no solo honra su deber de acatar y poner en práctica las medidas de reparación dictaminadas por el tribunal internacional en un caso particular. Al mismo tiempo, realiza una acción simbólica que tiene al menos cuatro significados profundos para la sociedad colombiana, que quiero destacar brevemente.

En primer lugar, al reconocer oficialmente su responsabilidad en el caso del asesinato del senador Manuel Cepeda Vargas, se cumple con un acto de justicia en uno de los miles de hechos del genocidio contra la UP.

La Corte Interamericana estableció nítidamente que el Estado colombiano además de ser responsable por acción y omisión del homicidio político contra el senador Cepeda, fue responsable de haber violado un conjunto de derechos fundamentales: haber negado la justicia y mantener la impunidad sobre los máximos responsables que ordenaron y planificaron el asesinato; haber negado la alianza criminal al más alto nivel entre sectores de las fuerzas militares y los grupos paramilitares; haber atentado contra la libertad de expresión y de asociación política de Manuel Cepeda en tanto comunicador social y líder de la Unión Patriótica y del Partido Comunista; intentar destruir o tergiversar la memoria del hecho y dañar gravemente nuestra honra y dignidad; desarrollar una incesante persecución contra quienes buscamos justicia en este caso, llegando incluso a llevarnos al exilio, etcétera, etcétera.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció que el asesinato perpetrado el 9 de agosto de 1994 contra el senador Cepeda tiene las características de un crimen de Estado. Cito la sentencia en su párrafo 124: “La Corte estima que la responsabilidad del Estado por la violación del derecho a la vida del senador Cepeda Vargas no sólo se encuentra comprometida por la acción de los dos suboficiales ya condenados por su ejecución, sino también por la acción conjunta de grupos paramilitares y agentes estatales, lo que constituye un crimen de carácter complejo, que debió ser abordado como tal por las autoridades encargadas de las investigaciones, las que no han logrado establecer todos los vínculos entre los distintos perpetradores ni determinar a los autores intelectuales. La planeación y ejecución extrajudicial del senador Cepeda Vargas, así realizada, no habría podido perpetrarse sin el conocimiento u órdenes de mandos superiores y jefes de esos grupos, pues respondió a una acción organizada, dentro de un contexto general de violencia contra la UP”.

Sobre este particular no puedo dejar de subrayar que la sentencia de la Corte Interamericana en el caso Cepeda se inscribe en el histórico movimiento que está en curso actualmente en nuestra sociedad en el que se llevan a cabo trascendentales procesos judiciales, y en el que se adoptan la leyes que comienzan a consagrar algunas medidas tendientes a satisfacer los derechos de las víctimas. Es el proceso en el que está surgiendo, tal vez por primera vez en nuestra historia, el principio de proscripción de los crímenes contra la humanidad.

Deseo decir, señor Ministro, que el Congreso de la República debe defender y no debilitar este movimiento por la justicia. Reformar la Justicia es necesario pero solo para fortalecerla; no para socavar su autonomía, anular sus poderes, someter su independencia a la voluntad de los intereses políticos o favorecer el regreso al reino de la impunidad, en el que se han encontrado casos como el que hoy es objeto de una medida de reparación. Debemos fortalecer la actuación de las altas cortes, de la justicia constitucional, de la Fiscalía General de la Nación y de los órganos de control.

En segundo lugar, el acto de hoy tiene el significado de ser un reconocimiento de la verdad histórica y, en ese sentido de nuestra dignidad y de la dignidad del senador Manuel Cepeda Vargas.

Este reconocimiento comienza a cerrar definitivamente la discusión acerca de la naturaleza de los crímenes que se han cometido en las últimas décadas contra miles de miembros de la oposición política en nuestro país, y se constituye en un precedente fundamental para esclarecer el carácter del genocidio contra la Unión Patriótica y el Partido Comunista.

Ha quedado clara la esencia política de este crimen y que los móviles que impulsaron a sus autores intelectuales eran los de acabar de raíz la Unión Patriótica como opción que tenía un programa de cambios sustanciales. No fueron el narcotráfico, ni la venganza personal los que acabaron con un movimiento político entero

La verdad de este caso es que Manuel Cepeda era un líder político de oposición, quien fue asesinado para dar un golpe de gracia a la colectividad política a la que perteneció, que en el momento de su muerte había sido debilitada por miles de otros crímenes y que había sido declarada objetivo de planes genocidas que cumplieron rigurosamente su propósito hasta lograr debilitar sus estructuras organizativas y su influencia política.

El tercer aspecto que tiene el reconocimiento del Estado es que éste es un acto con hondo significado para la Democracia y para el comienzo del procedimiento de la reparación política en el caso de la Unión Patriótica.

La lección auténticamente democrática del sacrificio de los miles de miembros y líderes de la UP debe quedar por fuera de cualquier duda malintencionada. A pesar de que eran plenamente concientes de que su vida corría un extraordinario riesgo, prefirieron asumir el peligro y, muchos de ellos, eligieron permanecer en sus puestos y actividades a sabiendas que ello les costaría su vida.

Lo hicieron porque creían firmemente en la Democracia y en la acción política no violenta. Esa convicción la defendieron con su vida y con la de los suyos. Quiero citar a ese propósito lo que ha dicho el hijo de uno de los dirigentes de la UP asesinados, José Antequera: “En lo que se refiere a la Unión Patriótica es claro que la opción demostrada con la propia vida de sus militantes, una y mil veces, fue la de la paz y la democracia, y eso, en vez de ser un motivo de vergüenza, es un orgullo y un legado generalizable. El día que vengan las disculpas que tiene que pedir el Estado colombiano, lo que debe venir es el reconocimiento de esa verdad: que en Colombia no es delito ser comunista, como lo fue Manuel Cepeda; que la Unión Patriótica fue una esperanza real de paz; que los derechos humanos deben ser garantizados sin distinción de raza, género, credo u opinión política”.

No es legítimo matar comunistas, ni conservadores ni liberales. No es legítimo matar a nadie por sus convicciones políticas. Esa es la verdadera lección que debemos aprender como parte de un proceso de civilización política. Esa es la Democracia: el diario ejercicio del diálogo y la decisión sobre asuntos vitales de la sociedad, en medio de las contradicciones más álgidas, pero en la convicción de que podemos encontrar el acuerdo, o cuando menos un ambiente propicio a la contradicción sana.

Por último, la petición oficial de perdón en el caso Manuel Cepeda Vargas es un acto que renueva la esperanza en que Colombia podrá poner fin al prolongado conflicto armado que destruye al país.

Difícilmente puede pensarse que Colombia llegará a la Paz y a la reconciliación sin que se esclarezca el genocidio contra la UP. Se trata de uno de los grandes crímenes de nuestra historia que dejó una trágica enseñanza: no puede responderse a un pacto de paz o a un proceso de paz con la traición y el asesinato de quienes crean en la promesa de respetar la palabra empeñada en ese pacto.

Y esta afirmación la dirijo a todas las partes del conflicto a las que exijo no solo que respeten el Derecho Humanitario, a la población civil y a sus propios contrincantes; sino además que respeten los pactos y los procesos en los que se llegue a acuerdos para finalizar el conflicto armado.

Señor ministro Germán Vargas Lleras,
señoras y señores congresistas,
señoras y señores:

En nombre de mi familia, en mi calidad de defensor de derechos humanos y de Representante a la Cámara, acepto esta petición de perdón como signo de un tiempo nuevo en Colombia en el que sea posible la participación democrática de todas las fuerzas políticas.

Acepto esta petición solemne de perdón como un acto que simboliza la convicción de que al eliminar sectores de la oposición se hizo un daño irreparable a la sociedad colombiana, y que el gobierno afirma que es una situación que no puede ni debe volver a repetirse.

Acepto este acto de reconocimiento de responsabilidad como un acto de esperanza de que es posible que entre todos construyamos la paz en Colombia, fundada en la Democracia y en la Justicia.

Es importante pedir perdón y perdonar, pero más importante aún es trabajar para que en nuestra patria no se vuelvan a cometer crímenes que obliguen al Estado colombiano a pedir perdón y a las víctimas a perdonar.

“Nos creíamos inmortales, pero sopló el viento”, decía mi padre en un escrito póstumo dedicado a mi madre Yira Castro, y recordando a muchos de sus colegas y compañeros inmolados. Las víctimas del genocidio contra la Unión Patriótica no han muerto. Vivirán por siempre en la memoria de nuestra sociedad. Su vida, como lo demuestra este acto, no pudo destruirla la impunidad.